HOLA. A ver. Hoy tengo ganas de escribir un post bien desacartonado, bien informal, sin nada preparado de antemano, sin efectismos, sin retórica; quiero caretearla de persona común y corriente, evitar las palabras ornamentales (por eso el uso de "evitar" en vez de "elidir") y hablar de cualquier cosa que me venga a la cabeza. A veces pienso que la prosa excesivamente rebuscada que me gusta cultivar (y ahí estoy cayendo, ven?) aliena a los lectores. Así que nada, vamos a las trompadas. Por ejemplo: estoy escuchando The Modern Dance de Pere Ubu y lo primero que se me ocurre es que lo voy a tener que escuchar unas 16 veces más para poder decidir si es un 10, un 9, o un 8. (De ahí no baja). Lo triste de la historia es que en días como estos no hay tiempo para escuchar The Modern Dance 16 veces (además de que no es recomendable para la sanidad mental de uno). Así que por ahora me pinta que "Street Waves" (track n°4) tiene un drive espectacular y que para bancarse "Sentimental Journey" (track n°9) hay que estar puestísimo.
¿Y de qué hablar en un post así de aleatorio cómo éste? (Una vez un profesor me fustigó por usar demasiadas veces la palabra "y" al escribir, pero qué va, a mí me encanta). Vamos al lugar común, o sea, reseñar brevemente lo que estoy leyendo / viendo / escuchando estos días, para quien pueda interesarle. Supongo que no serán muchos, o sí. Ojalá que sí. Ojalá que este post me haga famoso y mucha gente lo comente. Empecemos con Inland Empire, que es el más reciente bodoque de David Lynch. Fui al cine sin saber exactamente qué esperar (aunque evidentemente sabía que no iba a ver nada similar a Sara de la Pradera). Ahí está otro de mis vicios; las palabras terminadas en mente. Estaría bueno que la RAE se mande a inventar sufijos nuevos para adverbios porque así no se puede vivir.
En qué estaba. Ah! Sí, la peli de David Lynch. La ví con mi amigo Federico (que no soy yo mismo, sino un Federico que tiene la peculiaridad de no ser yo) en un cine top de la Recoleta. En medio del trance alcancé a ver que una pareja se iba a la mierda promediando la cosa, y el tipo que tenía al lado se la pasaba resoplando (resoplidos que traduje más o menos como "LA PUTA MADRE QUE MIERDA ES TODA ESTA MIERDA"). Sí, es ese tipo de película. Lynch filmó sin dudas el lime universal definitivo. Un delirio extremo que de tan grandioso, de tan faraónico, te deja absolutamente narcotizado. Juro, juro con énfasis, que nunca había vivido semejantes emociones, no solo en un cine, sino en cualquier parte (y eso incluye el asiento de atrás de un auto).
No quiero dar rodeos, la película es genial. Quizás la película más genial que haya visto en mi vida. David Lynch tiene mucha razón... ¿Qué sentido tiene ir a ver el enésimo guión tradicional con principio, conflicto, desarrollo y final cuando el cine puede hacer algo como esto? Posta, que alguien me diga. Ya ví como mil películas que me cuentan una historia (bueno, no, no debo llegar ni a las 200 películas vistas, pero se entiende la connotación). Es lindo y es entretenido; muchas de mis películas favoritas cuentan una o varias historias, pero ¿No termina haciéndose un poco cuadrado todo el canon del conflicto y el desarrollo y toda esa pavada que inventó Aristóteles hace, no sé, miles de años? Sí, cuadrado, cuadrado como si el cine se anclara a un isomorfismo con la pantalla en la que se proyecta (que es rectangular, y no es lo mismo que un cuadrado, pero bueno, el paralelogramismo recalcitrante está).
Ahí la cago. Breve paréntesis. Quería hacer un post desacartonado, casual, y de repente me mando con un "se anclara en un isomorfismo" que ni yo sé qué coño quiere decir. Es el problema de estudiar comunicación. Te meten por el culo palabras hermosamente jodidas como isomorfismo que después se vuelven comodines compulsivos que nadie entiende (uno busca la frase, busca la excusa para usar estas palabras perversas). Honestamente, no me acuerdo qué signifca "isomorfo", pero más o menos (ojo! más o menos) tiene que ver con cuando algo tiene la misma forma que otra cosa pero en otra dimensión de las cosas. Una onda así. No sé por qué creo que no aclaré nada. Busquen en el diccionario.
Volvemos al ruedo. En qué estaba? Ah sí, en los Detectives Salvajes de Bolaño! Ah no, no. Eso viene después. Ya me estoy perdiendo, qué cagada. Ah, cierto, lo de las historias cuadradas y el cine. No, digo... está bien contar una historia. Está bien dejar un mensaje, pero carajo, que el cine puede ser muchísimo más que eso. De tanta obsesión por contar historias es que terminamos clavándonos tanta película irrelevante que cuenta historias irrelevantes y aburridas y trilladas y que además terminan siempre rascando el fondo del tarro de los mismos tres o cuatro Grandes Temas de la Humanidad sin aportar novedad alguna. Dejémonos de joder un poco. Inland Empire ayuda a abrir un poco el obturador que tenemos en la cabeza. Posta, yo no había pensado demasiado en esto del cine cuenta-cuentos hasta que ví la película... Una película que no cuenta una historia sino que te mete en un serpenteo exuberante de imágenes y sonidos y que aún así tiene todo el sentido del mundo. Quiero decir que tiene todo el sentido del mundo filmar eso, buscar eso, intentar eso. Intentar no contar nada, sino mostrarnos otras cosas que no necesariamente son historias, y exaltar partes de nuestra percepción intelectual que la cuadradez del mundo puto se empecina en antestesiar.
O algo así. No quiero mentir. HAY historias en Inland Empire. Pero están tan desencajadas, tan fabulosamente deformadas que a la vez hay mil historias o ninguna, un rompecabezas de una inmensidad desconcertante que uno puede intentar rearmar de varias formas o bien, más sabiamente, deleitarse en la contemplación de sus piezas cayendo al azar como un bombardeo de ideas visuales. Desde las primeras imágenes y sonidos (y sonidos, los sonidos son fucking important, otra cosa que reivindica acertadamente Lynch), cualquier nabo se da cuenta que la película va a ser una puta obra maestra: ese vinilo girando, esa siniestra tramisión radial báltica, esas imágenes portentosas que inquietan sin que se sepa exactamente por qué. Toda la película es un ejemplo de cómo inquietar con lo mínimo. Una sombra. Una luz. No necesita más este muchacho para tenerte al borde de la butaca con los nervios haciéndose polvo. Porque, claro! No estamos hablando de una de esas películas onda iraní donde el efecto de sentido se logra a partir de que no pasa nada (el otro costado, menos copado, de joder a la narración canónica). ¡NO! Acá pasá TODO. Pasa TODO. Pasa lo inesperado, pasa lo irritante, pasa lo orgásmico, lo sensual, lo real y lo onírico, todos encadenados lascivamente sin alegorías, ni simbolismos, ni rigideces de ningún tipo. De repente estamos en un pasillo oscuro lleno de miedo, y al minuto la cosa deriva en un musical con coreografías de lo más sensuales. Y así un montón de de repentes. Es una orgía de imaginarios condensados en tres horas inolvidables, que en los días sucesivos a la proyección te irán volviendo con insistencia, como las instantáneas de un sueño que no se sabe del todo si fue realmente tal.
Insisto que todo bien con las historias lindas. Todo bien con Sueños de libertad o Volver al Futuro. Pero no hay ningún motivo para quedarse en eso. Por ejemplo, miren la música. La música clásica, el jazz, el rock. La música no cuenta ninguna historia, la música se recrea en el estímulo, en la delectación sensual, en la asociación imaginaria que esas notas y palabras despiertan en nosotros. La pregunta clave es: ¿Por qué el cine no puede explorar un impacto semejante y olvidarse por un rato de lo lineal? Esa es la razón de existencia de Inland Empire. Dicen que no es una película para cualquiera, pero creo que si eso es verdad entonces hay mucha más gente de lo que pensaba que no sueña más mientras duerme, que está metida en un freezer de mierda, que tiene un potus en el cerebro. Lo cual es de terror. No quiero parecer un iluminado, pero bueno, qué le voy a hacer, supongo que es lo que parezco. Ok, soy un iluminado.
Qué más. Sí, esto sigue, para desgracia de muchos. Pueden parar de leer acá si eso quieren, vagos de mierda. O pueden seguir. También podrían haber parado de leer antes, con lo cual este mensaje no va para ustedes (ellos, malditos traidores). Cierto. Los Detectives Salvajes. La forma en la que contacté con esta novela por vez primera es, como mínimo, curiosa. Porque fue en una fiesta. Soy precisamente el tipo de engendro que va a una fiesta en la casa de un amigo (se llama Matías Mancini) y como se aburre mucho (demasiada gente, y demasiadas novias de gente) se encierra en el cuarto del anfitrión a las tres de la mañana, agarra un libro de su biblioteca y se pone a leerlo. No me estoy jactando de nada. Más me hubiera gustado emborracharme y caretearla que soy amiguísimo de todos los de la fiesta, y que soy un partusero bárbaro pero bueno. Es lo que había. Los Detectives Salvajes. Empecé a leer (me llegaba muy asordinada la música de la fiesta, vieron que en la fiesta uno nunca puede escapar totalmente de la música) y me enganchó enseguida. Las primeras líneas ("He sido cordialmente invitado a formar parte del realismo visceral. Por supuesto, he aceptado. No hubo ceremonia de iniciación. Mejor así") no podían ser más pedorras "literariamente". Tan pedorras como dotadas de una inmediatez aplastante, que me animó a seguir leyendo.
Le dí hasta la página nosecuánto (digamos 20 o 25) y como ví que la novela se hacía muy larga y no la iba a terminar esa misma noche, la dejé ahí. Pero se la juré. A vos te voy a leer hija de puta. Bolaño es el escritor latinoamericano de moda, y al bodoque este (pasamos del bodoque de Lynch al bodoque de Bolaño) lo comparan con Rayuela. Vaya vaya. Bolaño, humilde, dijo en alguna entrevista que al lado de Rayuela la suya era una "pobre novela". Pero por algo las comparan, por algo será. Así que interesante; por qué no hacer un intento y de paso verificar si tanta algarabía bolañesa está o no justificada.
La leí más o menos en dos semanas (tranquilo, aprovechando el tiempo en medios de transporte, plazas a media luz e insomnios varios). No sé si es la "Gran Novela Latinoamericana Contemporánea" (tampoco leí tantas, I shall confess, y en general me desagradan ese tipo de etiquetas marketineras), pero algo tiene. Es difícil decir qué es lo que tiene, eso sí. La historia en realidad no es una sola, sino varias historias vagamente amalgamadas por los misteriosos itinerarios de los poetas Ulises Lima y Arturo Belano. Misteriosos es la palabra: nunca se sabe exactamente qué es lo que buscan en sus errantes periplos alrededor del mundo; cuesta identificar por qué están dónde están, o por qué hacen lo que hacen. Aún siendo los protagonistas, Bolaño jamás los define con nitidez, sino que nos permite irlos reconstruyendo a partir de sombras, huellas, rastros, crucigramas, anecdotarios entrelazados.
La parte central de la novela recoge los testimonios de quienes han tratado con ellos (desde México hasta Israel o Angola, casi todos escritores o marginales); cada testimonio supone una historia autónoma, casi un cuento (opino que algunos de ellos orillan la perfección), y allí tarde o temprano aparecen; Ulises Lima y Arturo Belano, omnipresentes pero distantes, siempre indirectos. Esta vaguedad, que de pronto desespera (extraña sensación de no poder nunca alcanzar sus almas, ni sus motivos), es lo que termina dándole a los dos poetas esa fascinación eterna, esa ambivalencia en donde por momentos pueden ser llanamente humanos y de pronto fantasmas míticos o incorpóreos.
No queda claro si ellos dos son los detectives salvajes. Eh. Supongo que sí (parte de la novela narra su búsqueda afanosa de una antigua poeta mexicana en los desiertos del norte mexicano, una labor detectivesca digamos). Pero es obvio que también el lector asume cierto rol de detective, al escuchar pacientemente los testimonios y al ir ordenando (no sin dificultad dado lo fragmentario de los episodios) las vidas de estos escurridizos personajes que nunca se quedan quietos.
Lo cierto es que más allá de que el lector tenga éxito o no en este cometido, la novela vibra con su carácter oceánico (uno se ve extrañamente atrapado, sumergido) que a la larga termina siendo mucho más relevante que poder determinar con exactitud qué hicieron Belano y Lima primero, qué hicieron después y porqué lo hicieron. En esos numerosos personajes que solo parecieran abandonarse a sus rutinas, buscando su lugar en la vida casi al azar y sin replanteos profundos (casi no hay pausas reflexivas), aparecen bellamente retratadas las vicisitudes de la vida, tan mecánica a veces como repleta de vueltas inesperadas. No es un terreno novedoso (digo, eso de capturar "la vida"), pero al menos Bolaño, a través de un estilo adusto, directo, marcadamente oral (y hasta algo ingenuo en algunas cosas), lo intenta recorrer con sus propios pasos, y digamos que vale la pena leerlo (al menos esta novela en particular).
Si se justifica tanto consenso en torno al chileno, si no se justifica, la verdad no sé, ni tampoco me interesa. Es (era) un buen escritor, pero no sé un pomo de la vela sobre literatura latinoamericana contemporánea, así que me es difícil comparar. No es Borges, pero es re-evidente que no busca escribir como Borges, así que ni siquiera sirve entrar a comparar. En todo caso lean la novela y juzguen por sí mismos. A mí me gustó. No es necesariamente Steppenwolf o 1984 o Rayuela (por mencionar novelas que me revolvieron el mate) pero sale como piña (La piña del Ananá, no la Piña de Felipe Pigna que es muy ladri).
Ahora voy a dejar pasar una oportunidad de hacerme el inteligente con una analogía fácil entre Inland Empire y los Detectives Salvajes. La haría, pero me hinché las bolas de escribir y seguramente todos ustedes ya se hincharon las bolas de leer. Dejo que la hagan ustedes, a ver si sale algo con onda. (Posible ayuda: fragmentación que el espectador en principio tiene que reordenar, pero que puede perfectamente no reordenar y aún así se disfruta y las implicancias que esto puede tener en la relación autor-espectador en el arte y si estamos frente a una reforma universal de las reglas de la linealidad etc. etc. etc.). Fue.
Vean Inland Empire. Lean a Bolaño y escuchen The Modern Dance de Pere Ubu (que se podría agregar para formar una trinidad de obras tan copadas como fragmentadas, miren qué casualidad). Pero no por eso, sino porque los dos primeros temas la rompen.
sábado, 29 de septiembre de 2007
Donde es difícil desaparecer
martes, 17 de abril de 2007
Películas
Claro que los viejos hábitos siempre traicionan un poco; por eso de las trece películas elegidas, un total de siete tienen relación directa con la música. Por ejemplo, en el BAFICI procuré perderme lo menos posible de la retrospectiva del documentalista de rock Don Pennebaker en detrimento de las películas en competencia oficial, entre las cuales pude llegar a ver un meritorio total de cero, sumando ambos festivales. Sí, sí, muy mal. Nada festivalero lo mío, pero qué le voy a hacer. No soy tan cinéfilo como melómano: si puedo ver a Bob Dylan en pantalla en una película de hace cuarenta años, la oferta va a ser automáticamente más atractiva que ir a ver la última del director chino Fulano sobre una aldea y un samurai. Qué se yo. El mundo es prejuicioso y francamente no voy a hacerme pasar por una excepción.
Aún así todas las películas no musicales que ví me resultaron satisfactorias en menor o mayor medida y aún entre las musicales se dio una sorprendente variedad, tanto en contenido como en calidad. Algunas de estas películas son oscuridades que tal vez dentro de un par de años nadie recordará, pero otras son casi obligatorias. Tanto si os importa como si no, aquí os dejo mi ranking de films, acompañado por mis sinceros, humildes, y despiadados comentarios sobre cada una de ellas.
13° Tonite Let's All Make Love In London / Peter Whitehead - BAFICI (Vista en Hoyts Abasto, Miércoles 11/04)
La apunté porque sabía que algo tenía que ver con Pink Floyd... y no me equivocaba, ya que una excelente versión de "Interstellar Overdrive" enmarca la totalidad de la cinta con su pulso embriagado de ácido. "Tonite Let's All Make Love In London" es un breve documental sobre la escena del "Swinging London" circa 1966/1967, con sus artistas bizarros, sus happenings, sus luces, su poesías beat, sus pepas de LSD y, también, sus nuevos negocios. Intuyendo que algo especial ocurre en todas partes, Whitehead sale con su cámara a retratar la vida diaria de aquellos días; los lugares, los eventos y los protagonistas que de alguna manera se cuelgan del mismo hilo de la contracultura inglesa.
El mayor mérito que le atribuyo al montaje es que se acerca mucho a su objetivo: recrear casi a la perfección el "feeling" singular - y efímero - del momento y plasmarlo en celuloide para la posteridad. El mayor problema es que no pasa de ahí, de ser un "documento de época". Vale oro para la cápsula del tiempo, pero como documental no revela casi nada, ni entretiene gran cosa. Salvando el humor muy british de Michael Caine y la confesión lunática de un pintor de cuerpos desnudos ("me he vuelto pervertido haciendo esto"), los reportajes resultan algo superfluos: queda claro que Mick Jagger no es el más lúcido pensador contemporáneo y la retórica de Julie Christie no parece muy alejada de la que hoy esperaríamos de alguien como Rocío Girao Díaz (aún cuando, en un brevísimo rapto de lógica, señala que la mayoría de los londinenses no deben tener ni idea de lo que es el "Swinging London"). Por lo demás, un par de bonitos logros visuales, mucha lucecita y colorido, algún que otro hallazgo curioso (Imperdible Vanesa Redgrave alabando a Fidel castro y farfullando "Guantanamera") y no mucho más.
12° Cream's Farewell Concert / Sandy Oliveri & Tony Palmer - BAFICI (Vista en Atlas Gral. Paz, Miércoles 11/04)
Problemático desde el vamos por su perversa calidad de audio y video, este modesto concierto-documental no deja de regalarnos un par de curiosidades de máximo interés: a) Los cineastas se acercan a Cream siendo completos outsiders del mundillo del rock y con una hipótesis apenas disimulada: "El rock y el pop son, básicamente, una mierda"; b) En consecuencia, proceden a hacer un estudio virtualmente etnográfico de la banda, en los cuales los músicos de Cream son retratados casi como "otros" culturales pertenecientes a un mundo raro y desconocido. Es así que en las entrevistas a Bruce, Clapton y Baker (en ese orden) un periodista sin rostro les pide que enseñen sus instrumentos y expliquen cómo se tocan, llegando incluso a requerir la repetición alguna maniobra "extraña" ("haga eso de nuevo, por favor", le pide a Clapton con súbito entusiasmo luego de que éste enseñe un vibrato) o a insistir con cierta impaciencia cuando no obtiene lo que quiere escuchar ("ahora intente algún patrón rítmico, por favor" le pide a Baker al ver que éste no hace más que redobles y redobles). También aparecen preguntas paternalistas del estilo "¿Qué le parece que el pop de hoy en día sea una basura?" (!) o "¿No tiene miedo de que el volumen al que tocan le haga mal a los oídos?" (!), a las que que Bruce replica con la eficaz diplomacia que provee el hacerse el boludo. Estas entrevistas redondean una mezcla entre lo bizarro y lo hilarante, sobre todo porque los músicos se encuentran visiblemente incómodos con la situación, siendo sin dudas lo más valioso de la película.
El concierto en sí deja bastante poco: las performances son monumentales, pero los directores no saben aún cómo filmar un concierto de rock: casi no encuadran a los instrumentos ni las manos, por lo que no llegamos a ver cómo tocan; tampoco aparecen planos generales que nos permitan representarnos el lugar desde otras perspectivas. Nada. Solo primerísimos planos eternos de un inexpresivo Clapton, a quien no se le ven los ojos, y un pálido Bruce, cuyo cadavérico plano detalle de la boca orbitada por feos granos constituye una formidable violación de cualquier sentido estético. Todo esto adornado por los más cutres efectos especiales imaginables (zoom in-out a toda velocidad ¡Excitante! y ¡Conmovedor!) para aportar una espantosa sensación de claustrofobia. Está bien que en aquellos años recién comenzaba el concepto de "filmar rock", aunque teniendo en cuenta lo que Pennebaker había hecho un año antes con "Monterey Pop", esta excusa no permite abrigar indulgencias.
Otro documental, pero en este caso no tiene nada que ver con música, sino con urbanismo. Su tema: las denominadas "comunidades" en norteamérica, enormes barrios privados emplazados en las periferias metropolitanas, fabricados en serie, con casitas grises todas iguales y más baratas que en los cascos urbanos tradicionales (Si lo pensamos de cierta forma, vendrían a ser una cruza entre nuestros countries de Pilar y nuestros monoblocs de Lugano, menuda ironía). En realidad, antes que un documental, se trata de una suerte de editorial filmado; los realizadores no salen con la cámara a buscar respuestas en el mundo, sino que parten de un mensaje concebido de antemano y arman la película sólo con el objeto de transmitírselo al espectador y, en lo posible, convencerlo. ¿Y cuál es el mensaje? Básicamente, que estas comunidades son maaaalas para vivir. Para demostrarlo, Brown y Burns echan mano a una genuina batería de argumentos que se pueden dividir en: a) Opiniones de expertos en urbanismo; b) Estadísticas cuantitativas (cómo nos gustan!) y c) Testimonios de una familia que se mudó hace un año a una de estas comunidades y, naturalmente, la está pasando mal.
Sorprende el tono satírico, hasta burlón, que recorre la película desde el principio. ¡Si los mismos habitantes de la comunidad se mofan de sí mismos por el tipo de vida que llevan! Esto le da una bienvenida dosis de humor a la trama, pero también parece haber excesiva unilateralidad en los juicios; sólo la madre de la familia defiende la vida que llevan en la nueva casa, aunque está claro que busca con desesperación convencerse a sí misma antes que al espectador. Lo que se nota demasiado pronto es que no hay mucha espontaneidad en los testimonios, sino que todo lo que aparece en cámara está ahí porque apunta a reforzar el argumento de los directores. Aún así, la crítica se sostiene bastante bien, especialmente a través de las opiniones autorizadas: que los vecinos no se conocen, que no se puede ir caminando a ninguna parte, que hacen falta dos autos, que las casas son feas, que el espacio público no existe, etcétera. Cabe preguntarse si muchas de estas críticas no son aplicables a cualquier ciudad moderna, pero... dejemos el debate para una secuela.
Bien. Cuando todo parece haber sido dicho de forma más o menos prolija, "Radiant City" colapsa. Así como así, los directores deciden mostrar en pantalla una insólita deconstrucción de lo visto anteriormente (algo así como una reflexión metodológica, pero no doy más detalles), lo que no tiene mucho sentido en tanto no modifica la argumentación inicial y en tanto nos impone quince minutos más de película en los que no se dice nada nuevo. No se entiende qué quiso hacer, ¿Algo más "festivalero"? ¿Algo para que el film sea digno de una mesa de debate con invitados especiales? Quién sabe. Intencionadamente o no, los directores logran el mejor momento "WTF?" de todo lo que ví en el BAFICI cuando, antes del punto de quiebre, incluyen secuencia de suspenso con arma de fuego (sí señores). Las musas a veces son impredecibles. La credibilidad de la película, en el proceso, toma el siguiente vuelo y se despide para siempre. De todas formas, sigue siendo recomendable para estudiantes de urbanismo.
Hay directores a quienes les gusta maltratar a su público, y hay cierto público al que le gusta mucho ser maltratado. Dos condiciones objetivas para una buena sesión de sadomasoquismo cinematográfico, tal vez para aquellos cuya civilidad le teme al látex ajustado pero que están dispuestos a gozar de una buena cachetada en la oscuridad secreta de una sala. Hay películas que, entonces, parecen filmadas solo con el objeto de proveer a esta industria del sufrimiento. Para ser justos, "Geo-Lobotomy" no merece ser reducida totalmente a dicha categoría. Primero, porque su contenido dista de ser extremo y, segundo, porque le quedan algunas cosas interesantes más allá de su condición general de "soy-una-película-jodida-conmigo-vas-a-sufrir-hijo-de-puta".
En efecto, cosas interesantes. Algunas. Unidades visuales poderosas (las minas abandonadas, sobre todo), la voz en off de un muerto que narra la película pero que a la vez parece verla con nosotros, uno o dos personajes bien conceptualizados y humor negro al por mayor capaz de momentos memorables (ejemplo: una chica llorando desconsoladamente porque su novio egoísta se tomó todo el veneno y ahora ella no se puede suicidar cómo él). Aún así, la sensación es que todos estos elementos no convergen en nada. La narración principal - un hombre que busca dinero para conmemorar la muerte de su padre - se termina perdiendo muy pronto entre tanto artificio freak que montan los hermanos Kim. La voz en off sigue hablando aún cuando ya no tiene nada interesante para decir. Sobre el final, queda revelado un misterio que, en rigor, no existía... y si existía, ya ha dejado de importar. Ahí es cuando lo narrativo del film acaba fracasando. "Geo-Lobotomy" se convierte velozmente en un despropósito generalizado, una confusión sin más; en determinado punto deja de tener interés el destino de los personajes; todo da lo mismo y, por lo tanto, aliena.
Cabe preguntarse si la búsqueda de lo bizarro en el cine, por sí misma, merece ser un arte. Si una película tiene un mérito intrínseco al retorcerse hasta los límites de lo comprensible, aunque en el fondo no tenga nada que contar. Siempre vuelve la disyunción opinable de la forma y el contenido; el debate de nunca acabar. Por lo pronto "Geo-Lobotomy", en su búsqueda empalagosa de la bizarrez, termina siendo una película brumosa, una sumatoria de intrigas que al final no le importan a nadie. Hasta su alegoría anti-capitalista, quizás el único tegumento expresivo del film, queda empañada por su verbosidad intencionalmente grotesca. Tal vez viéndola otra vez otras luces iluminen el cuento, pero, francamente, con una me basta y sobra.
¿Y qué onda? Ambigua, digamos. Por un lado, como documental aporta lo mínimo. Hay mucho backstage de la banda y si algo queda en limpio mirándolo es que los tipos no son personalidades de mayor interés. Cada uno será un excelente profesional en lo suyo, pero ante una cámara tienen poco que decir. David Gahan es el único que se expone un poco más, el único que confiesa un par de cosas (por ejemplo, que le divertía más trabajar de repositor en un súper que salir de gira con la banda). Los demás, sobre todo Fletcher y Gore, están en mute, solo agraciando la pantalla con sus cuidados looks. La que sí queda muy bien reflejada, a mi juicio, es la condición de laburante del músico pop; el que cada noche sale a hacer su circo bajo las luces para que todos lo crean un dios, pero que puertas adentro es un empleado más de la industria; el que con su trabajo hace ganar toneladas de plata a fulanos anónimos; el que se cansa y de a ratos preferiría mandar todo al carajo para volver a casa. El que gana fortunas, también... pero eso ya se sabía.
El error del film es que, por algún motivo, también se decidió documentar intercaladamente el viaje de siete u ocho fans descerebrados que ganaron un concurso para presenciar el concierto. Gente simpática, pero embarazosa. Los vemos tiñiéndose el pelo, emborrachándose y declarando idioteces en el micro que los lleva al Rose Bowl. Irrelevante, en un sentido granhermaniano. Solo zafan un puñado de tomas on the road bien acompañadas por una excelente versión de "Route 66" de los mismos Depeche. En el mejor de los casos, quedará como un documento antropológico sobre los 80's y su gente, para ver dentro de 100 años, mejor.
Pero vale la pena. Y esto se debe en un 90% a las performances en vivo que, por suerte, ocupan una buena parte del film. Se ve a las claras que los flacos estos estaban en quinta marcha: clásicos como "Behind The Wheel", "Everything Counts" y "Master & Servant" nunca han sonado mejor, solo por mencionar algunas, ya que virtualmente todos los clásicos de la banda hasta el momento participan con una performance completa. De hecho, mis momentos favoritos de la película llegan cuando alguien dice "Could we start the tapes please?" y enseguida la dramática secuencia de "Pimpf", más el griterío del público, van anunciando que es hora de mandarse para el escenario; mientras, la banda se va juntando tras bastidores y haciendo chistes para distenderse. Es cuando la película logra recrear magistralmente la adrenalina del show-por-comenzar pero desde el otro lado.
Probablemente la película más radical que ví en mi vida, "Un Portait Du 21e Siécle" se balancea entre dos ópticas posibles al momento de evaluarla: por su valor como experimento y por el nivel de disfrute que uno, como espectador, puede llegar a vivir en la sala de cine. El film parte de una premisa tan sencilla como risqué: seguir con no-sé-cuántas cámaras a Zidane, y solamente a Zidane, durante los 90 minutos de un partido de fútbol. No un partido cualquiera, sino nada menos que su despedida del Real Madrid, frente al Villarreal en el Bernabeu, antes de su retiro definitivo en el mundial de Alemania.
Es difícil armarse de prejuicios frente a semejante concepto. Al escoger la peli me sabía totalmente entregado; me tocaría un embole granítico o bien una revelación. Como suele ocurrir siempre que nos preparamos para blancos o negros, finalmente hubo grises. Voy a directo a los bifes: ya promediando el segundo tiempo del partido la cosa no da para más. La novedad del asunto, que hace que el primer tiempo se pase volando, ya está agotada; todas las cosas que Zidane tiene para mostrar ya han sido mostradas; y el resultado del partido pierde relevancia. La película simplemente deja de generar cosas nuevas; vuelve a lo mismo. Uno de pronto se encuentra ahí sentado, en silencio, simplemente esperando que todo termine.
Ahora bien: como manifiesto artístico es excepcional. Filmando a Zinedine, los directores de alguna manera capturan su alma. Seguramente lo hemos visto muchas veces jugando por TV, pero nunca así; nunca habíamos visto su figura solitaria, casi despegada del mundo, que va buscando algo en la cancha o bien, más probablemente, fuera de ella. El Santiago Bernabeu aparece en las lentes como una bestia ruidosa pero también distante, oscura y envuelta en melancolía. El fútbol pasa a ser una excusa y se pierde: Zidane ya no es el héroe, sino el hombre aislado por electrosis; una mente de derroteros misteriosos, capaz de dar vida a la más fina artesanía (en el primer gol de su equipo) como de echarlo todo a perder sin contemplación alguna (sorpresa...). "Zidane" es un documento antropológico que nos habla del fútbol, pero más del hombre y su época. Es, con todas las de la ley, un retrato del siglo 21.
¡Claro que el punk no está muerto! Es este quizás el único mensaje claro que deja este documental. Por lo demás, solo plantea el principio de cuestiones varias que terminarán de resolverse, o no, en la charla post-película, tomando un café por ahí o directamente en el colectivo de vuelta a casa. El punto de partida es lo contrario de algo como "Radiant City"; la directora se pregunta por el punk y sale cámara en mano dispuesta a encontrar lo que sea, y llevarlo a la pantalla. Por supuesto, encuentra varias cosas. Sobre todo, nuevos interrogantes.
Lo cierto es que "Punk's Not Dead" no necesita bajar línea para tener sentido y ser entretenido a la vez. Cada uno de los entrevistados (y hay muchos, muuuchos) tendrá una visión diferente; polemizarán entre ellos, referirán sus experiencias personales y fundamentalmente girarán en torno a la pregunta clave: ¿Qué significa ser punk? A partir de ella, la directora va hilvanando una reflexión fascinante que casi no deja aspecto sin cubrir: el punk actual vs. la vieja guardia; el punk vs. el gran mercado; punk vs. otros tipos de música; el punk como secta; el punk como un estilo de vida; el punk como una filosofía de "hazlo tu mismo"; punk y permanencia en el tiempo; punk y revolución... y sigue una larga lista de etcéteras. Pareciera demasiada tela para cortar, pero la película fluye casi sin costuras; las temáticas se van encadenando en una relación lógica y nunca se expanden más allá de un par de palabras iniciales que tan solo ponen "el problema sobre la mesa", y después se verá.
A mi gusto, el mayor hallazgo del film está en la semblanza de ciertas bandas inglesas de 1977, principalmente UK Subs y The Adicts, que ¡siguen tocando al día de hoy! Ver cómo una patota de viejos derruidos, que seguramente llegan a fin de mes sin un mango partido al medio, arman sus contorsiones maníacas sobre un escenario mientras un grupúsculo de chicas jóvenes se tiran besarlos, constrituye una verdadera inmersión en OTRO mundo. Casi sin proponérselo, "Punk's Not Dead" nos va conduciendo hacia una reflexión sobre la urgencia omnipresente de escapar a las estructuras de la vida moderna, y también sobre la búsqueda infinita, desorientada, tentativa, que semejante empresa parece implicar.
La dificultad de revisar una película como "Monterey Pop" radica en que un 90% del disfrute que genera se debe a la performance de los músicos, en la cual el director no corta ni pincha. Claro que hay que reconocerle a Pennebaker el mérito de estar en el lugar justo en el momento correcto (además de un puñado de aciertos en la filmación y edición, lógico), pero si por algo esta película destila excelencia, es por la que saben brindar las bandas que participaron del festival. Si fuera por la música, y solamente por la música, no cabría otra que darle diez puntos y ya. Pero no: me vestiré aquí con mi mejor traje de hincha-pelotas y procederé a dictar juicios.
Antes mencionaba aciertos. Hay uno mayúsculo: cerrar con la presentación de Ravi Shankar. En los papeles no me entusiasmaba la idea; pensaba que, pudiendo optar por tantos otros grosos, terminar con una raga exótica iba a ser anticlimático. Nada que ver, che. Se llame como se llame lo que toca el hindú, suena tremendo. La sensación de "el mundo se detiene y escucha" que se respira durante esta nerviosa performance es trascendental; uno nunca sabe cuánto va a terminar el asunto y eso eleva la tensión hasta niveles casi insoportables. Después de tal momentum, seguir con algo más - así sea el Cerdito Porky tocando el laúd - simplemente no iba a funcionar.
En contraste, me chocó que se incluyeran tan solo los cierres de dos titanes en el ring como son The Who y Hendrix. No hay ninguna anticipación; van directo al grand-finale de nada, de algo que no vemos. The Who rompe todo en una brevísima "My Generation" y Hendrix se manda su infame coito con guitarra en "Wild Thing". Y listo. Sin nada que nos vaya preparando para semejantes bombas, acaba siendo una eyaculación precoz; termina todo muy rápido y pierde gran parte del impacto histórico que dichas actuaciones tuvieron. No es tan larga la película; se podrían haber incluido un par más de canciones de cada uno sin ningún problema. Mucho más cuando después de Hendrix se vuelve a The Mamas And The Papas cantando "Got A Feelin'" cuando los tipos ya habían aparecido mucho antes con otras dos canciones. Todo bien con M&P, pero ¿Después de Hendrix? ¿Hay alguna buena razón? ¿Quizás enfriarnos antes de Ravi Shankar? ¿O solamente aguarnos la fiesta?
Pero qué me importa. Porque lo que hace Janis Joplin con "Ball And Chain" no tiene nombre ni en este mundo ni en ningún otro. Arranca con Big Brother & The Holding Company promediando el film y te deja tragando saliva, resoplando para encontrar aire, con la cabeza hecha polvo. La tipa estaba poseída y no es chiste. Uno intuye, en ese momento, que todo lo que venga después como que da lo mismo. Salvando a Ravi Shankar, honestamente, la intuición no se aleja de la verdad final.
Jia Zhang-ke narra dos historias. Un hombre y una mujer sin relación entre sí confluyen en Fengjie (China) tratando de localizar a algún pariente perdido desde hace tiempo y al primer golpe de vista son sus búsquedas inciertas las van llenando azarosamente el entramado de la película. No obstante, el espectador pronto empieza a comprender que el verdadero protagonista está por fuera: la construcción de la faraónica Represa de las Tres Gargantas, símbolo de la modernización China y el proyecto de este tipo más grande del mundo. Poco a poco nuestros personajes se nos van relatando como anécdotas; almas perdidas entre otras millones que trazan su insignificancia en la grandeza del paisaje, entre ruinas de viejos edificios demolidos al atardecer, en cuyo reemplazo surgen descomunales moles tecnológicas y futuristas puentes iluminados.
El embalse es, al final, un monstruo ubicuo que todo lo atraviesa. Aguas y montañas. Entre ellas, ultimátums del gobierno para evacuaciones de gente, marcas que en las paredes indican los futuros niveles de agua, barrios enteros que ya están sumergidos, y personas simples que van dejando atrás sus cosas de toda la vida, para empezar de nuevo en alguna acomodación transitoria. Más que dos historias, "Still Life" es una singular, y bellísima, pintura impresionista sobre los cambios sociales que está atravesando China gracias a su vertiginosa transformación en potencia mundial. Personas de otras épocas se pierden de golpe y sin querer en un mundo que les es extraño. Una pérdida que no habla de rebeliones ni gestos de histeria, sino de una resignación inquietante por momentos, pero eventualmente plena de humanidad: las cosas son así; el mundo te pasa por encima y es poco lo que se puede hacer, salvo bajar ringtones de celular y divertirse con eso (en China también, se ve, con las mismas bobadas: eso es globalización en su máxima expresión).
La película es lenta, quizás hasta cliché en el recurso de utilizar largas secuencias donde no pasa nada como recurso "poético"; no obstante las imágenes más absorbentes son aquellas que no persiguen ningún tipo de suspenso narrativo. Diálogos triviales, conciertos de música pop que aparecen sin razón aparente, y una pareja que ya no se ama bailando en medio de las obras para el dique. Jia Zhang-ke, en una búsqueda análoga a la de sus personajes, se las ingenia para que las imágenes siempre acaben diciendo algo más, y que terminen a veces con lo inesperado. En estas pequeñas sorpresas, en esa sinergía visual, y en esa narración en la que convergen estética y documento, radica la riqueza del film, uno de los mejores que ví en el festival.
"Factotum", o uno que performs many jobs. Eso mismo hace el escritor Henry Chenasky; va por la vida aceptando los más triviales empleos (picar hielo, meter zapatos en cajas) y gastado su sueldo en alcohol, mientras intenta (en vano) que la única editorial a la que respeta le publique sus escritos. Interpretado catedráticamente por Matt Dillon, el Chenasky de Bukowski parece tosco y repulsivo de entrada pero a medida que avanza la trama, va cayendo simpático. ¿Será que sintonizo con esa visión de mundo cínica, improductiva, pero a la vez brutalmente honesta?, ¿Por esa indolencia de autodestrucción, ese "me da todo lo mismo", detrás de la cual se esconde la quemante pasión de las letras? Chenasky, una suerte de fracasado cool, parece rechazar sistemáticamente al mundo, pero cada tanto muestra la hilacha y se pregunta, a la vez, cómo es que el mundo lo rechaza a él.
El alcohol es su válvula de escape. Apropiadamente, la película nos sumerge en una atmósfera de borrachera vaporosa y corporal, en la que no hay un encadenamiento climático de sucesos sino que éstos se van cruzando como encuentros con la vida. Un día es esto; al día siguiente lo otro. Un día Chenasky gana fortunas con los caballos y al día siguiente está quebrado; un día sale en yate con un playboy millonario compositor de óperas, y al día siguiente ya no vuelve a saber nada más de él ni de sus groupies. Podría haber pasado cualquier otra cosa, pero pasó eso. Todo tiene sentido porque en el fondo nada lo tiene. Nada para Chenasky tiene sentido; salvo escribir y emborracharse. La película sigue deleitando hasta el final en medio de una trama errante: ese es posiblemente su mayor mérito.
Ayudan mucho las actuaciones: la escena en el hotel en la que Chenasky se reencuentra con su ex-amante Jan es así de vívida, tan real como salir del cine y volverse en colectivo. La poesía de las palabras que cada tanto escribe el protagonista se fusiona de manera brillante con el humor más caústico (memorable el episodio de las ladillas) y aún en una situación que a todas luces es dramática, la película dista muchísimo de ser cruel. Comprendemos que Chenasky va triunfando en la titánica tarea de construirse un mundo propio, revulsivo y a la vez sustituto, en donde el sufrimiento se sublima en creatividad, permitiendo la supervivencia. Como recuerdo al final, mientras una bailarina en la semipenumbra se desnuda sólo para él: quizás haya que pasar por todas y cada una, pero cuando llegues, ahí se verá que no hay nada igual. Quién sabe. A lo mejor Chenasky tiene la posta.
"Haebyonui yoin" (lo escribo en coreano porque soy un cosmopólita bárbaro) es una película mundana. Bien mundana, pero más en el sentido positivo del término, si es que se puede hablar de tal cosa. Conservadora, aburguesada en su estética y sin grandes ambiciones narrativas, su sencillez aparente es tal que uno se siente tentado a encasillarla ipso facto como un bonito entretenimiento inconducente, sin un peso específico que amerite algún tipo de debate póstumo. Y aún así, por algún motivo, mientras estuve sentado en la butaca el disfrute fue incomparable.
Por algún motivo. Y el motivo, se me ocurre, es que al descartar cualquier artificio de grandilocuencia visual o heterodoxia artística (exceptuando el uso del zoom, que tiene un papel más narrativo que estético), Hong Sang-soo digita con maestría la ilusión de que es la vida misma, y nada más, la que avanza naturalmente, sin filtros, a través de la pantalla. Un director de cine, su guionista y la novia de este último viajan a un balneario para terminar de escribir un guión que se resiste a salir. Y basta. A Sang-soo no hace falta más que un trivial triángulo amoroso (bah, en realidad son dos triángulos, pero lo mismo da) para justificar dos horas de película que, además, pasan bastante rápido.
Lo que sorprende, y mucho, de "Woman On The Beach" es cómo un país tan remoto como Corea del Sur, poblado de personajes hablando en una lengua imposible, se nos termina recreando como un mundo totalmente familiar, que podría estar pasando a la vuelta de la esquina con nosotros de protagonistas. El coqueteo, el misterio sexual, el romance son lenguajes universales, y esta película lo comprende con perfección; el paseo nocturno del Director Kim con Mun-suk en la playa es un homenaje a las palabras que tropiezan con torpeza y alegría cuando nos enamoramos de golpe. La espontaneidad de los diálogos es maravilosa, y el humor que atraviesa la película (sobre todo la primera parte) no es del sketch forzado del cómico profesional, sino el de las bromas que cualquiera de nosotros hace en cualquier día normal de su vida. Quizás por eso sea una película mundana; porque es una película de y sobre este mundo, que parece ser igual Argentina y en Corea del Sur. El mundo de lo que nos pasa todos los días, a veces sin que nos demos cuenta, hasta que lo vemos en películas como "Woman On The Beach".
"Electroma" es una de esas películas que la tecnocracia de las palabras no aspira a nombrar. ¿Qué se puede decir sobre dos robots que, sin emitir fonema en hora y cuarto de film, vagan por el desierto en busca de algo que ni siquiera está muy claro qué es? ¿Qué se puede decir sin caer en la frivolidad? A ver, por algo es muda la película: el idioma es inoperante, no queda mucho para comentar por fuera de la experiencia misma de sentarse ahí en la oscuridad de la sala y ver. Y escuchar. Porque si hay una premisa que caracteriza a "Electroma" (y a la sección del festival en la que se incluyó) es que el soundtrack, esta vez, es tan relevante como la imagen, a tal punto de que casi son la misma cosa, la misma materialidad expresiva, inseparables una de la otra.
Ahí hay un concepto interesante para empezar. Lo cual no garantiza que sólo por eso valga la pena el trance. Más de un espectador, segurísimo, se habrá pegado el embole de su existencia con las "aventuras" de héroe 1 y héroe 2 (ni nombre tienen los pobres); y pongo comillas porque ni siquiera hay mucha aventura. Tan solo un road-trip errante cuyo final, al igual que su comienzo, no tiene historia. De dónde vienen nuestros robots. Nadie lo sabe. A dónde van. Alguien dirá que quieren convertirse en humanos, que esa es su búsqueda, y está bien. ¿Pero entonces "Electroma" es una metáfora de la automatización del hombre-máquina moderno? ¿Una crítica a la alienación post-industrial? ¿Una alegoría sobre la eterna búsqueda del hombre por la esencia de su vida?
Cualquiera de esas hipótesis parece razonable, pero en realidad mi sensación es que "Electroma" no tanto es una película para el cerebro como sí lo es para los sentidos. Podemos intentar pensarla, pero más nos conviene vivirla. No importa tanto concentrarse en anticipar la trama (uy, y ahora qué pasará), sino dejarnos atravesar por cada uno de los detalles del momento. Y esto es porque sensorialmente es una película superlativa. Desde esos muros rocosos del principio, donde acaso haya rostros humanos ocultos, hasta el hipnotizante cuadro final, las imágenes, tanto visuales como sonoras, consituyen un genuino tratado estético. Su preciosismo ofrece cientos de cuadros elegíacos; ¿Quién hubiera imaginado la belleza de un robot explotando en astillas? ¿O la insoportable tensión de unos tubos fluorescentes que no dejan de relampaguear? ¿O el melodrama de una agónica cuenta regresiva? Y la cúspide: la escena en la que uno de los robots se saca el casco y lo rompe en pedazos contra el piso es uno de los instantes más magnéticos, líricos y palpitantes que he visto en una pantalla de cine. La música, por si hiciera falta aclararlo, es excelente; no hay nada de la onda discotequera Daft Punk, sino una selección que incluye temas de grosos como Brian Eno, Curtis Mayfield, Joseph Haydn y un doliente "Miserere" de Gregorio Allegri.
Pero la mayor genialidad que quiero retomar del film es su estremecedora paradoja: nunca nos parecen más irremediablemente humanos los robots que ante el evidente fracaso de convertirse en tales. No es en los rasgos faciales de esas efímeras, caricaturescas máscaras que acarician su objetivo, sino en esa lenta desesperación final, vulnerable y solitaria. Humana. Acaso en su derrota haya finalmente una incuestionable victoria.
Que nadie se tiente a pensar que sólo porque me gusta Bob Dylan ubico a "Don't Look Back" en el escalón más alto del podio. El Sr. Zimmerman tiene SU papel, de la misma manera que un actor fetiche siempre ayuda a que una película guste más allá de cualquier otra vicisitud. Pero esta ópera documental de Pennebaker funciona y sorprende en tantos otros niveles que supera con creces el círculo cerrado de los "fans" del cantautor yanki, además de aportar un sinúmero de sensaciones que no pueden explicarse exclusivamente a partir de su presencia.
Obviamente influye, y cuánto, que sea Dylan y no otra persona el objetivo del documental. Su personalidad excéntrica, electrizante, imponente, subyuga inevitablemente todas las miradas, incluida la de la cámara. En 1965, además, en pleno tour británico, el músico acababa de conocer el cénit de su brillantez. El monstruoso "Bringing It All Back Home" sonaba recién publicadito, y la legendaria actuación plugged en el festival folk de Newport estaba en vísperas. Aún así, el director se lleva los aplausos: es prácticamente impensable que con una premisa tan sencilla como seguir a Dylan tras bastidores con una cámara (cosa tan cliché hoy en día; en 1965 esto era cine experimental con todas las letras) se pudiera lograr una cinta que no solo es reveladora en tanto documento histórico sino que además cautiva narrativamente, hasta el punto de que ni guionada podría haber salido mejor.
La perfecta semblanza de este Dylan recorre un arco contradictorio y lleno de misterio. Hasta el más superfluo gesto produce sentido y ninguna escena, de las tantas que se muestran, tiene el más mínimo desperdicio. Las situaciones son íntimas, y la vez parecieran contar la historia grande de su época. Y quién es Dylan. ¿Genio admirable, ser despreciable, o ambas cosas a la vez? No queda claro si el encuentro con Donovan (cuya supuesta competencia con Bob atraviesa el film como un efectivo leit-motiv) es amable o entraña una chispa de duelo malintencionado. No queda claro si el enojo de Dylan con Alan Price por haber arrojado un vaso por la ventana es una parodia para la gilada o un imparable brote de histeria. No queda claro si durante el ríspido diálogo con el periodista de Time Dylan es un sabio rebelde o un llorón sin argumentos. No queda claro tampoco si el brusco intercambio con el estudiante de ciencias es una muestra de inteligencia o la más miserable soberbia. Lo que sí queda claro es que estas ambiguedades le dan a cada imagen, cada escena, cada situación, un filo de tensión extraordinario, fascinante, contrastante con el tedio infinito que suelen producir la mayoría de los "Behind The Scenes" que vemos hoy.
"Don't Look Back" es el retrato de un artista pero, sobre todo, de un hombre. Como tal, aparecen condensadas en su figura todo lo bueno, lo malo y lo que, en realidad, nunca se puede terminar de juzgar en una persona. Cabe preguntarse cuán honesta es la imagen de un Dylan que sabe que la cámara está ahí, o si acaso se había olvidado de ella lo suficiente como para relajar su pose artística y revelar el núcleo de su forma de ser. De todas formas no importa, ya que aún si estuviera actuando, el tipo no deja de mostrarse a sí mismo, desde la paralizante indiferencia que prodiga a Joan Baez (hasta que ésta desaparece por una puerta de hotel para no ya no volver) hasta las dificultades que encuentra al ser encasillado por la prensa como alguien que no tiene ningún interés en ser (pero que un poco, inevitablemente, es) Además ¿Acaso no tiene algo de "actuar" lo que hacemos cuando salimos por la vida y nos presentamos ante los demás?
.- El institucional que rezaba "Si no es para vos, no es para vos" fue malinterpretado por muchos. Me pareció claro que no se estaba refiriendo a que el festival "no es para vos" (lo cual sería un elitismo sin demasiada explicación desde el punto de vista publicitario) sino que hacía referencia a la situación tan común en los festivales, y tan saludable por qué no, de clavarse un bodrio por meterse en la sala a ciegas y que, para colmo, los demás salgan de la sala opinando qué maravillosa que estuvo la peli. Situación que, seguramente, al día siguiente se invierte totalmente. Es una referencia a la variedad, al pluralismo, a la ensalada incoherente de propuestas que suelen tener los festivales, en cuyo contexto las chances de ver una genialidad que a otros le pareció una bosta son equivalentes a las de ver cualquier bosta que a otros le pareció una genialidad. Y está muy bien que así sea. No tiene sentido que en un festival con 400 películas de todos los colores y tamaños no haya NADA "para vos". Salvo que seas Carlitos Tévez o algo así, pero en ese caso, parece claro que el institucional no está dirigido a él, sino, justamente, a quienes están dentro de la sala. Que por algo están ahí ¿No?
martes, 6 de marzo de 2007
Noticias de la Guerra (Letters from Iwo Jima)
All the neighborhood is talkin' 'bout your son
Mrs. Reiley get his medals, hand them 'round to everyone
Show his gun to all the children in the street
It's too bad he can't shake hands or move his feet
He's a hero of the war
You can see his picture in the local news
Mrs. Reiley seems the girl next door is nowhere to be found
Once you couldn't keep that boy from hangin' 'round
Never mind dear, you're with your mum once more
He's a hero of the war
Like his dad he gave his life the war before
It was tragic how you almost died of pain when he was born
With no husband there beside you through it all
Ring the bell if you get hungry or you fall
You're a hero of the war
Why those teardrops on your cheek? it's so absurd
Feelin' empty it's the emptiness of heroes like your son
And what made him leave his mother for a gun
Driven forward driven back and nothing more
Tengo problemas con las películas bélicas. He visto unas cuantas, la mayoría muy buenas, pero usualmente me quedo con la insatisfactoria sensación de que el mensaje no es completo. Siempre llego a la misma conclusión: por más explosiones, llantos y ríos de sangre que se muestren en pantalla, un filme nunca podrá comunicar cabalmente la locura de la guerra. Nunca podrá, lo ilumino con otras palabras, lograr que el espectador comprenda en carne propia lo que puede significar para una persona ser arrancado de su vida, reducido a soldado y llevado al desperdicio de una muerte y/o mutilación dictada por burocracias invisibles.
Tal falencia carece de peso en películas que utilizan la guerra como mero contexto para contar alguna aventurita de acción y suspenso (Caso True Lies, por citar un quasi-ejemplo). Pero las grandes épicas bélicas, como Letters From Iwo Jima, son en realidad anti-bélicas en su expresión y siempre quieren contarnos algo más: contarnos, básicamente, que la guerra es una mierda. La aventura y la acción pasan a un plano secundario; lo que se resalta es el descenso espiritual que implica la guerra moderna para un combatiente, en franca oposición a discursos tradicionales que enaltecen abstracciones como el "honor", la "hombría", el "patriotismo" y el "orgullo" de pelear por la nación.
En realidad, el mensaje es claro; pero como espectador lo que hago es descifrarlo a partir de las imágenes e incorporarlo a una suerte de base de datos junto con otros mensajes tales como publicidades, recortes de diarios, noticieros, etcétera. Entonces queda en mi cabeza una bonita colección de enunciados: "sí, el soldado se volvió loco por toda la cagada que lo rodea", "sí, pobre tipo, qué garrón debe ser saber que te vas a morir", "sí, mala leche la esposa que se queda viuda", "sí, qué triste cuando el otro se muere en la explosión" y "sí, la verdad es que la guerra es una mierda, viejo".
Hasta ahí todo fenómeno. Entiendo el mensaje y, aún mejor, me pongo totalmente de acuerdo con él. Pero nunca, nunca jamás, logro abarcar realmente lo que le pasa a los soldados. Veo montada en la pantalla toda esa destrucción, esa muerte, ese dolor, ese sintentido; entiendo racionalmente la trama y también sé que no es un invento sino algo que incluso está pasando ahora mismo en Irak. Ahora, salgo del cine y me voy a mi casa tranquilo a dormir o a tomar unos mates. Me olvido del tema. El muerto, el mutilado y el que está por morir pasan a ser anécdota, objeto de comentarios con conocidos que vieron la película. No soy insensible: la realidad de la guerra debe ser de una dimensión tan grotesca, tan terrible y tan alejada de mi órbita que no me queda otra que ser sustancialmente ajeno a ella. Y así como la enésima noticia sobre 34 muertos en Irak pasa de página para llegar a la sección deportiva, las crueldades de Iwo Jima quedan atrás cuando uno vuelve de ver la película y se reencuentra con lo suyo.
En contraste con otro tipo de emociones que se pueden ver plasmadas en la pantalla en simetría con la propia vida, las emociones de la guerra sobrepasan el entendimiento normal, y no pueden ser completamente encapsuladas en una película. Los guiones que tratan sobre, por ejemplo, problemas de pareja, alienación en la gran ciudad o conflictos laborales, se encaminan fácilmente a ser comprendidos en cuanto el espectador pone en juego parte de su propia experiencia para darles sentido completo. Una película de guerra es, en lo que a las emociones de los personajes respecta, una caricatura. El espectador que no sabe lo que es estar en la guerra no puede entender con exactitud qué pasa por la cabeza y el corazón de un combatiente, aunque lo vea en pantalla. Cómo será así que, en la realidad, los soldados que vuelven cuentan poco de lo que han visto; ni siquiera ellos tienen palabras. El esfuerzo de un filme bélico tiene una enorme validez artística, pero conlleva una limitación congénita difícil de remediar. Es el precio, pienso, de aventurarse con un tema de semejante complejidad.
Más allá de tal visicitud (y sí, necesité cinco párrafos para explicarla, vaya economía), Letters From Iwo Jima tiene el mérito de ser una de las películas del género que con mayor simpleza ponen sobre la mesa su mensaje. Sin recurrir a los excesos alegóricos de un Apocalypse Now o al distractivo humor negro de un Full Metal Jacket, la película expone a la vista del espectador ni más ni menos que lo que necesita para expresar lo que se propone. Por eso, además de sus escenas de combate impecablemente filmadas (recuerda mucho a Saving Private Ryan, que no casualmente narra un episodio contemporáneo como el desembarco en Normandía) y de un guión que no escatima en momentos de cortante tensión, la película consigue dar relieve al aspecto más hondamente humano de los supuestos estrategas y hombres de hierro del campo de batalla.
El soldado es, antes, un ser humano. Y para el ser humano, enfrentado a la situación límite de la guerra, muy en el fondo no significan nada el tan mentado "honor" ni la tan mentada "patria" en comparación con todo aquello que lo sigue invitando a la supervivencia: la familia que está en casa esperando, las cosas del vecindario que siguen su marcha, el mundo que más allá de las nubes de pólvora sigue respirando. Letters From Iwo Jima es un poderoso manifiesto no sólo contra la guerra en general, sino contra el militarismo: el soldado convertido en una máquina de matar, insensible para la piedad y sin el más mínimo apego a la vida, sometido a técnicas de imbecilidad servil y suicidio "patriótico". El hombre deformado para que sea simplemente un autómata más en la gigantesca industria de la guerra.
Los personajes principales de la película de Eastwood no revelan su grandeza en tanto artífices de heroicas hazañas militares en una campaña predestinada al fracaso, sino como rebeldes de corazón ante la implacable logística que los condena. Con esa rebeldía, impotente y plena de desesperanza, estará la simpatía de los que fuimos a ver Letters From Iwo Jima.