jueves, 3 de agosto de 2006

El gran dilema edilicio

No sé qué decirle. Entonces, simplemente me quedo callado. Me vendría bien, ahora mismo, poder recostar el mentón sobre mis manos entrelazadas y mirar al frente sin pensar en nada. Decidir de una vez que no me entregaré a esto. Porque: ¿Quién, más que yo mismo, me está obligando a ser partícipe? Debo burlar esta necesidad apócrifa, desequilibrada, de decir lo que no tengo por qué decir; de soltar, una tras otra, terminologías sin arquitectura; de probar lo que tantas veces antes resultó improbable. Y, aún así, suficiente para mí. También (Y esto, ¡Cómo cuesta!), el rechazar con toda solemnidad la vigilia por una palabra suya. Pero es que el silencio, que a veces es aliado, ahora recorre la trinchera enemiga con la moral por las nubes, hirsuto como un avispal y demasiado violento. Quiero maldecirlo.

Es imposible, pero también busco deshacerme de una peligrosa idea fija: quizás, detrás de un disfraz de desdén, oculta sin que la advierta entre esos lugares que no son aquí (y esos tiempos que no son ahora), exista la cavidad por donde se hayan filtrado mis tropas mercenarias. Aquellas que, desde el principio, se sublevaron con un gesto altivo ante el timorato mando central. En ese caso, mascullo, habrán tomado algún bastión para la bandera; habrán comenzado con la maquinaria propagandística. Montado ese escenario, el silencio tan temido bien podría, ahora mismo, estar marchando con la sombra de una duda tildando sus pisadas. La chispa de una imaginación que de pronto empieza a pervertirse.

Entonces, cunde la alarma. Y cada atisbo de transparencia en el frente enemigo, ya, puede ser tomado como una debilidad. Incluso, como un fonema de victoria. En el círculo íntimo causará un espasmo de celebración lo que bien podría ser solo una mascarada de corrección política. Pero, solamente cuando todos se hayan retirado, quedará expuesto el tendal de interrogantes. ¿Acaso hay algo más que la especulación? El frente se volverá de pronto tan pixelado como antes, y se desdibujarán irremediablemente las fronteras entre la concesión y la sangría. Si me preguntan, está claro: quiero que sangre, pero las hemorragias, si las hay, son demasiado internas. No se dejan inteligir. (Suponiendo que, claro, haya una inteligencia como Satanás manda para deshilvanarlas desde el otro lado).

Por eso. Abajo con todo. No llegaré a nada con unas falacias amontonadas como escombros, asoléandose como lagartos. En esto estoy; sigo cruzando mis dedos frente a mis ojos. Solvento una apariencia meticulosamente estudiada, casi de manual de estilo. Sensatez. Necesariamente debe ser así ahora. El régimen no puede desestabilizarse, no debe haber señales de inquietud, exageradas o no. Si allí en el sótano las aldeas se incendian y los espectros connotan efervescencia, las terrazas se obligarán a lucir brillantes, celebrando sin culminaciones una fiesta de sociedad, animada con personajes que llegarán navegando en angelados sedanes. Y trasnoches que sigan desfilando iguales, sin más que un cascabeleo de copas en la distancia. Lo decreto sin miramientos, porque es lo que me parece justo.

La única estrategia se desmaya. No se puede saber qué senderos minar si no hay certezas. He aquí al verdadero enemigo. La carencia de certezas: heredera natural de ese silencio que, una vez más, ha sembrado con un genio cabal su hilera infinita de peones. Aquellos que se arman del desconcierto, al dejar una brecha invitante para luego tomar al paso. Noble o plebeyo, caerá el primero que se aventure en su impericia. El viejo truco. El viejo evangelio de los viejos zorros. Noble y plebeyo, me niego a ser yo el que caiga en la trampa. Justamente por nunca haberme desplomado en ella, la imagino demasiado.

Aún así, a pesar de su sometimiento, queda un palmo de orgullo trazando espirales hacia arriba y hacia abajo por el conducto de mi espina. Suficiente, al parecer, como para no abandonar los ejes cartesianos. Aquellos donde, me han confiado hace mucho tiempo, se hunden los sabios y florecen los intrépidos. Sordo, o acaso aturdido, procuraré por hoy rociar dardos sobre esquinados laberintos. El blanco yace muerto como un mártir, y allí estaré cuando el tiempo lo decida. Después de todo; ¿Quién toma mejores decisiones que el tiempo?

No yo. Ahora que lo pienso.

4 comentarios:

Dios dijo...

Creo, sinceramente, que HAY bastante de genio en este tipo. La verdad es que me gustaría conocerlo personalmente alguna vez, Sr Fernandez.

PD: Creo que sabés quien soy, no?

fedefer dijo...

Claro que sé quién eres.
Me falta agregar el link de tu blog... lo haré mañana.

Dios dijo...

cool

Lorena dijo...

La verdad es que no comenté antes porque, a decir verdad no lo había leído con suficiente cabeza, hoy, curiosamente con todas las cosas que tengo que hacer y con lo cansada que estoy lo hice, y ahora, paradójicamente, como dije antes, lo entiendo mejor...
Definitivamente hay bastante de genio en este tipo...siempre lo creí, tienes una forma de escribir bastante especial...humana...buenísimo!
(a esto aca se le llama LAMBONERIA) jajaja pero en un comienzo no fue la intención así que ahí se queda...