Cuando el espacio está muerto y aterciopelado. Cuando las nubes parecen óleos a una distancia incalculable. Cuando el sol es una puñalada dirigida desde el cielo. Cuando hasta el mínimo roce nos fulmina. Cuando todo es resplandor. Cuando todo se aplasta bajo una menarca rojiza que discurre lentamente por entre las calles y las tejas. Cuando el concreto refracta un masacote de aire que levita en vahos invisibles y espejados. Cuando las plantas se repliegan como gusanos agonizando. Cuando la vida se desploma, se achata, se hunde en los surcos de la brea burbujeante.
Cuarenta o más de térmica. La ciudad se pudre, se hace inmunda, colapsa en su propia sinrrazón de ser. Las calles son esos viaductos vacíos de los que la gente huye con indisimulado pavor. Un colectivo cruza a lo lejos como una ondulación deforme. Una lágrima mercurial cuya imprecisión es la que nos arranca el aliento, la que nos duele de solo contemplar con los ojos vidriosos. La ciudad es un fósil. La ciudad no existe más. Los edificios amontonados son chatarra en un basural demasiado antiguo. La muerte sale a rondar como un perro sin dientes, como un animal crucificado que aúlla venganza. Un pozo, un pantano aguachento, una maceta de andrajos y bichos chamuscados, eso es la ciudad hoy.
Y quién me lo va a negar. Si todos estamos ahora en cueros, apoltronados en sillones a la sombra, evitando la motricidad como peste, con los hocicos aferrados a una botella de colores chillones. Ataviados estamos con los últimos resabios de nuestro pudor, con mallas o redes a duras penas conteniendo el rebalse de la ingeniería adiposa, los pechos marchitos, la piel derretida entre lociones y goteos titiladores. Recostados estamos, como ostras bajo el aleteo inútil de un ventilador de techo, esa máquina infernal de la que solo sopla una brisa nefasta. Aquí estamos, así es, chapoteando en nuestra inmovilidad cartesiana, en nuestras edades somníferas que claman una muerte serena, en nuestros treintayseis grados que nos van cremando desde el núcleo del monstruo interior. Mientras, latimos groseramente como un puchero cavernoso y nos lamentamos por esta vida que vemos sigilosamente ser exudada por múltiples poros entreabiertos. Como vaginas dilatadas, como floreceres macabros, como plantas carnívoras que se untan de veneno ante la inminencia de una mosca o de un ocaso.
El asco nos subleva, la vida en combustión, este panvitalismo odioso, queremos ser rocas, queremos ser astros o planetas perdidos en el gélido universo; no este desequilibro de tejidos y humedades, no este laboratorio ambulante que inventa sufrimiento. Que se quema.
De pronto, hosanna, un capricho del aire transporta una frescura que nos emponzoña el alma. El alivio es esa cortina descorrida sin querer, pero es solo un paréntesis, un engaño gratuito que al desaparecer reinventa el horror, el morbo calcinante de una sed estrepitosa. Entonces, gritos silenciosos se elevan de la tierra blanquecina por sobre los osarios y las grietas y las lápidas crujientes, cuando el sol cobarde raja los suelos moribundos donde habitan las hienas en celo.
Cuándo acabará este día, oh Dios. Cuándo acabará.
Cuarenta o más de térmica. La ciudad se pudre, se hace inmunda, colapsa en su propia sinrrazón de ser. Las calles son esos viaductos vacíos de los que la gente huye con indisimulado pavor. Un colectivo cruza a lo lejos como una ondulación deforme. Una lágrima mercurial cuya imprecisión es la que nos arranca el aliento, la que nos duele de solo contemplar con los ojos vidriosos. La ciudad es un fósil. La ciudad no existe más. Los edificios amontonados son chatarra en un basural demasiado antiguo. La muerte sale a rondar como un perro sin dientes, como un animal crucificado que aúlla venganza. Un pozo, un pantano aguachento, una maceta de andrajos y bichos chamuscados, eso es la ciudad hoy.
Y quién me lo va a negar. Si todos estamos ahora en cueros, apoltronados en sillones a la sombra, evitando la motricidad como peste, con los hocicos aferrados a una botella de colores chillones. Ataviados estamos con los últimos resabios de nuestro pudor, con mallas o redes a duras penas conteniendo el rebalse de la ingeniería adiposa, los pechos marchitos, la piel derretida entre lociones y goteos titiladores. Recostados estamos, como ostras bajo el aleteo inútil de un ventilador de techo, esa máquina infernal de la que solo sopla una brisa nefasta. Aquí estamos, así es, chapoteando en nuestra inmovilidad cartesiana, en nuestras edades somníferas que claman una muerte serena, en nuestros treintayseis grados que nos van cremando desde el núcleo del monstruo interior. Mientras, latimos groseramente como un puchero cavernoso y nos lamentamos por esta vida que vemos sigilosamente ser exudada por múltiples poros entreabiertos. Como vaginas dilatadas, como floreceres macabros, como plantas carnívoras que se untan de veneno ante la inminencia de una mosca o de un ocaso.
El asco nos subleva, la vida en combustión, este panvitalismo odioso, queremos ser rocas, queremos ser astros o planetas perdidos en el gélido universo; no este desequilibro de tejidos y humedades, no este laboratorio ambulante que inventa sufrimiento. Que se quema.
De pronto, hosanna, un capricho del aire transporta una frescura que nos emponzoña el alma. El alivio es esa cortina descorrida sin querer, pero es solo un paréntesis, un engaño gratuito que al desaparecer reinventa el horror, el morbo calcinante de una sed estrepitosa. Entonces, gritos silenciosos se elevan de la tierra blanquecina por sobre los osarios y las grietas y las lápidas crujientes, cuando el sol cobarde raja los suelos moribundos donde habitan las hienas en celo.
Cuándo acabará este día, oh Dios. Cuándo acabará.
3 comentarios:
ODIO el calor, con todas mis fuerzas.
Jajaja qué apocalíptico! Y después me decís que sea optimista?? Oh sí, aguante este horno! Qué bien que me siento toda transpirada! Aleluya hermanos, Dios ha hecho el calooooor!
Oye que bueno está tu blog. Cada día más literario. Me gustó harto tu anterior post, se me hizo a las cordenadas literarias-urbanas de Córtazar, está muy buena. Todo me hace pensar que debo ir a Buenos Aires luego.. aunque en realidad toda urbe tiene su encanto, no hay como la experiencia callejera, ya lo sabía Lou Reed, no?
El post de las fotos está re bueno igual... no sabía que gustaras de la fotografía, re bien.
Pásate por el mio, a ver si hay algo que te agrade.
Saludos fedefer nos simposiamos!!
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