miércoles, 30 de junio de 2010

Echenme a patadas

Retomo con un impromptu del “nuevo” Exile On Main St. remasterizado y con bonus tracks y con nuevo packaging y con documental para TV y con toda la movida.

Una movida bastante mediática – Jagger en Cannes a la cabeza – que en el caso de los Stones ya empieza a resultar cansina cuando te das cuenta de que todos los años son noticia por algún motivo más bien tirando a superfluo (o por la palmera, o por Scorsese). No sé quién habrá sido el necesitado de dinero fresco esta vez; Jagger y Richards no. Mick Taylor por ahí sí. Seguramente la discográfica, que ya no sabe qué hacer para venderte un CD original.

O sí sabe, puesto que me lo compré.

Sea cual sea el caso, a Exile On Main St. no le sienta para nada bien este vedetismo. Es el disco maldito. El disco maldito, puto y oscuro de los Rolling Stones, aquel que los ubica todavía en el panteón de los peligros terrenales y no en el safari de la idolatría pop. ¿Qué tienen que hacer ahora los animadores de shows de noticias hablando de un disco mítico que nunca escucharon? ¿O babeando en cámara ante el pack deluxe como si éste les significara algo? ¿O reproduciendo por todas partes un “guau, se reedita el mejor disco de los Rolling Stones”, como si esto fuera un hecho comprobable y como si interesara siempre catalogar algo como lo mejor, lo peor, lo más o lo menos?

Salvando el ardor de los fans de siempre, todo lo mediático sobre los Stones ya parece un montaje de entusiasmo publicitario fingido (con torpeza). Urticante en algún punto, aunque tampoco para rasgarse las vestiduras: desde el comienzo que Exile On Main St., en todo su hecho artístico, fue algo para vender. No es de extrañar que ahora salga a la reventa, y que sea caro.

Porque ocurre que Exile On Main St. es, pese a todo su misterio, un álbum popular.

“Pese a” porque, por ejemplo, no tuvo ni tiene hits. “Pese a” por ese mixing que acaricia lo amateur y siempre tendrá ese sonido “chiquito”, como que está metido en una lata de atún. ¡Ah! Pero que es popular, lo es y cómo. Básicamente se han dicho sobre Exile tantas veces tantas cosas que ya no queda mucha opción, salvo caer en lugares comunes y hacer como si nada.

(que es lo que trataré de evitar, sin éxito, en esta entrada)

Lo que sí no voy a decir es eso de “ah, escribir sobre un disco como Exile es tan difícil / complicado / imposible porque las palabras no le hacen justicia / honor / sombra”, porque no, no es difícil: las palabras manan porque ellas son lo único que tenemos cuando hay una hoja en blanco y miles de sensaciones pasando por tu cabeza.

Y Exile On Main St. es un poco eso: miles de sensaciones.

Pasando por tu cabeza.

Es el gran disco de los Stones por antonomasia, sin importar que haya mucha gente que no se lo traga demasiado (el mismo Jagger, sin ir más lejos) y sin importar que andá a saber cuántos te tiran – sin repetir y sin soplar – más de dos títulos del tracklist.

Ante tamaña popularidad, que encima crece y crece, sus creadores tuvieron que ponerse a ensayar varias veces varios temas del disco para tocar en vivo, sabiendo que el popolo quiere escucharlos más seguido. Solo para comprobar que la mayoría les sale bien para la mierda.

No porque sean temas de mierda (pese a las comparaciones tópicas, el White Album no es lo que aquí nos ocupa), sino porque tienden a comunicarse en el ecosistema irrepetible en el que fueron creados – Nellcote, Francia, el exilo, las anécdotas – y fuera del cual pierden esa pátina extraña que sí recubre una escucha a Exile de principio a fin, asociándolo todo, apelmazándolo todo, buscando y encontrándolo todo. Algo hace que las versiones en vivo de, por ejemplo, Tumbling Dice o All Down The Line se paseen rutinarias, sobresignificadas y como sapos de otro pozo en el parque de diversiones que son los Stones en vivo hoy en día. Algo hace, al escuchar el álbum, que estas canciones solo pertenezcan a Exile, que solo tengan sentido dentro de Exile, que solo sean sublimes dentro de Exile, y que uno no pueda ni quiera imaginarlas en otro disco.

Una frase hecha: el todo es más que la suma de las partes. Horrible, pero que me sirve. Exile On Main St. no se valora criticando canción por canción ni se abarca comparándolo con el resto de la discografía Stone.

De hecho, es hasta raro caer en la cuenta que este rejunte (eso es, un rejunte) proviene en gran parte de descartes de Sticky Fingers, Let It Bleed y Beggars Banquet; escuchando Exile uno se olvidó que esta misma banda hizo esos otros álbumes; Exile es como otro mundo. Un microcosmos. El invernadero capaz de preservar una de esas encrucijadas sobre cuyos caminos tributarios mejor ni preguntarse (y sin embargo acá estoy, haciendo eso mismo; qué tipo boludo).

Por eso es un álbum maravilloso.

Por eso es un álbum.

La primera vez que lo escuché me pareció impresentable. ¿A mí me van a hacer devorar que esto es un tótem cultural después de cosas como Brown Sugar, Gimme Shelter, Sympathy For The Devil?

Después vino la especificidad, me dejé de comparar al disco con todas esas canciones y ahora ya no puedo creer que no me gustara, pero tal desprecio tiene su lógica a la distancia y sé que no estuve solo: nada te prepara para algo como Exile.

En la práctica, no se lo recomiendo a nadie como disco para debutar con esta banda (miedo a que me lo tiren por la cabeza), pero aún escuchando varias veces todos los demás álbumes con anterioridad – que son un número, eh – con Exile es empezar todo de cero y tirarse en la pileta a ver qué canción y qué tropiezo. O sea: cada uno tendrá su propio trip con esto, y será una formidable experiencia vicaria de ese happening desbordante, vital, que existió por obra y gracia de los Stones en Villefranche-sur-mer allá en 1971, o será una cosa rayana en el sinsentido, en el bodoque.

O ambas cosas alternativamente.

Cualquiera sea el caso, no me toquen una nota por favor, que así está perfecto.

Exile On Main St. no es el típico álbum. ¡Ni siquiera es el típico álbum doble! Lo primero que impacta y que sigue impactando es lo poco profesional que suena. Hasta se puede presumir que es el primer álbum lo-fi hecho por una banda de alcurnia.

Lo registraron en pleno verano en un sótano choto de varios compartimentos, sin luz natural ni aire, donde las cuerdas se desafinaban solas por la humedad, con unos cables tirados hacia el estudio móvil por la ventana de la cocina y con energía eléctrica ilegalmente prestada por las vías ferroviarias de por ahí (era una mansión de no sé cuántos doblones, ok, pero se entiende la idea). Y ni hablar de las horribles mezclas que empantanan la voz de Jagger hasta fundirlo en un monoblock de alaridos. Como suele suceder en estos casos, todos andaban entre medio curdas y medio dormidos y medio drogados y con un montón de tipos que ni cortan ni pinchan pululando en la casa a todas horas.

Los estándares de la industria, bien gracias. Fechas organizadas en un estudio para plasmar un diseño, bien gracias. Una idea previa de cuál es la estación de destino, en qué va a terminar todo esto, bien gracias. Muchas gracias.

Exile On Main St. es el acto puro de – resumimos – una panzada de libertinos (iba a poner forajidos, pero sonaba tan obvio y tan mentira) tocando cualquier cosa del alma en un sótano.

Como cuando vas con tus amigos a una sala de ensayo, solo que en vez de tus amigos hay una banda jodidamente buena que ya rodó unos cuantos (y unas cuantas) y que después de horas de hacer cualquiera, de repente se miran en medio de la noche, dicen "bue vamos" y te ametrallan la cuca con alguna zapada final.

Es el soundtrack de una vacación colectiva: tipos con fortuna pero sin agendas ni obligaciones, dándose a una bohemia de lujo, durmiendo a cualquier hora, de noche al casino, a cada rato pileta, playa, porro, opiáceos y sexo con quien anduviera rondando por la vida. Y que nos regalan este holograma sonoro para engañarnos y hacernos ver que estuvimos un poco ahí, atisbando.

Suerte que Mick Jagger en un momento se avivó, puso fin a la pachanga y con los pies otra vez en la tierra (a Mick estas cositas de andar sin rumbo por la vida no le van tanto) terminaron el trabajo en Los Angeles, limándole un poco los bordes de la excesiva espontaneidad, meta emparchar acá, meta agregar voces de coristas allá. Sino vaya uno a saber qué colección de demos habría quedado dando vueltas por ahí.

Eso es lo que hace de Exile un bicho singular que se escurre divinamente de comparaciones y varas para medir. Eso es lo que lo convierte también en esa síntesis incunable, casi un museo que cada uno lleva en su cabeza, de las diferentes músicas del jardín cultural norteamericano (y epa! que son británicos y estaban en Francia, o sea, nada que ver) y que a la vez se manda esos sonidos inéditos, enterrados pero inéditos, hasta entonces postergados por el discurrir de la creación.

Porque les salió lo que les salió, porque esto es algo de la música que se la pasaron amontonando y absorbiendo como autistas, esto es lo que tenían dando vueltas para escupir en ese momento en ese lugar y entonces palo y a la bolsa. Salvo los refinamientos finales en L.A., no hubo más limitación para tocar que la propia humanidad de los integrantes de la banda (que no es lo mismo que una suma de solistas), es decir: sus propias limitaciones. Exile es, lejos, el álbum más personal y “de autor” de los Rolling Stones y así sale: un hueso muy duro de roer, pero con un tuétano casi inagotable, eterno.

No debería defraudar, entonces, que el disco bonus de la nueva edición aporte poco al legado de Exile On Main St.

Los outtakes pueden ser de las mismas sesiones en esa misma casa, pero así descolgados no te meten en la maraña de sensaciones del álbum original. Y es que el álbum hace exactamente años que ya está cristalizado para siempre: nadie puede pensar en agregarle un tema o sacarle otro. Los de afuera simplemente son de palo, dejaron pasar el tren y listo.

Por eso, antes que una parte perdida del opus original, el disco bonus pasa mejor como el nuevo álbum de estudio los Stones, con la conveniencia – a lo Tattoo You – de que las canciones son de períodos más prolíficos. Con los retoques de Jagger, Richards, e incluso la vuelta de Mick Taylor (chau Wood por un ratito), temas como el funky Pass The Wine y Plundered My Soul se destacan y suman un bienvenido híbrido entre el feeling vitrólico de antaño – sótanos y casinos – y la respetable parsimonia actual que remite a Streets Of Love. El single Plundered My Soul, particularmente, suena un poco al suflé de Exile, y aunque no lo podemos encajar en ningún lado, pinta como clásico (y la voz de Mick se sabe que es la de ahora, pero no parece tanto).

Después hay para repartir caramelos. La torch-ballad Following The River sabe al viejo Dylan sin dejar de ser casi una canción de recetario; Good Time Women es puro Bleed hasta que enseguida caes: así sonaba Tumbling Dice antes de ser Tumbling Dice; lo más insólito es la reutilización del riff de Paint It Black en Aladdin Story (So Divine), con el efecto casi humorístico de que enseguida se amalgama en la nueva lógica de la nueva canción y al final ya no se piensa más en que volvió Mr. Jones.

El disco uno: lo mismo de siempre y estoy de huelga para ahondar en detalles, porque no hace falta.

La fina madera de siempre con un sonido rejuvenecido pero hasta ahí; las mezclas siguen siendo la misma incorrección, las voces de Jagger y Richards el mismo entongue que pone los pelos de punta y las canciones la misma catacumba soñadora de pura música y puro abandono.

Está Rip This Joint con su punkabilly desaforado machacando cabezas de buey.

Está Just Wanna See His Face y su indie vudú predestinando la metamorfosis de Tom Waits.

Está Rocks Off con los borboteos amontonados de heroína (“I can’t even feel the pain no more”) y esas guitarras new-wave en el fantasmagórico break.

Está Ventilator Blues, maligna, sórdida, que te frunce el toor ya desde su título.

Está Let It Loose con su liturgia de quien quiere probar todos los daños posibles.

Y antes de que siga diciendo pavadas está Soul Survivor, maravillosamente exhausta como siempre, diciendo chau, diciendo que está amaneciendo, diciendo se acaba la fiesta y ese sentimiento tan extraño que se apodera de nosotros entonces, que parece mirar mitad atrás con congoja, mitad adelante con euforia.

Pero sobre todo están esos riffs blues de la hostia de Richards y Taylor apuntalados por la sección rítmica más puta y pura del rock: Wyman (aunque muchas veces el bajo lo toca otro) y Charlie el genio.

Al final Exile On Main St. termina entrando; uno nunca está seguro de si es porque te lo repiten tantas veces que al final te forzás a creerlo, o porque es tan así que al final no hay otra que desasnarte o quedar como un pelele. Lo mismo da. Y no es que haga falta tener muchos detalles de las circunstancias en las que fue grabado, allí en Nellcote lejos del asedio impositivo de la Reina zátrapa; Exile es una experiencia en sí misma, que conlleva todas las demás experiencias juntas, aquellas que vos, que estás ahí escuchando rock and roll, le quieras arrebatar. Con esto solo ya alcanza para levantar la copa del amor y brindar por este disco que, permítanme ser medio solemne y boludo otra vez, está sin la más mínima duda entre los mejores y peores que nos hemos dado como humanidad.

Publicado en Revista Spazz

jueves, 3 de diciembre de 2009

Árboles


ESCENA XII - Personajes: Árbol 1 - Árbol 2 - (presumiblemente hayas, los dos) - Pájaro.

Árbol 1 y Árbol 2 (presumiblemente hayas) conversan acaloradamente al borde de un acantilado, en un sector reservado de la Costa Atlántica Bonaerense. A sus pies, la espuma salada lame las rocas con pronunciada lascividad, y entre sus follajes el viento filtra un perfume a yodo. Es el atardecer, y la desdibujada sombra de nuestros héroes llega hasta la superficie rugosa del Mar Argentino.

ÁRBOL 1: Qué viento, viejo, y qué océano tan ancho. Será por estas cosas que hay que plantarse más que nunca en la parcelita de tierra en la que nacimos, largar una buena mata de raíces y no moverse más, como se nos ha enseñado desde que éramos unos yuyitos acunados en macetas. Total, decime, vos que sos alto y de madera dura, ¿De qué nos perdemos? ¿De qué nos perdemos siendo árboles?

ÁRBOL 2: (con tono de fanfarria, si pudiera mirar al cielo, lo haría) ¿De qué nos perdemos siendo árboles? ¡Vos me estás cargando! ¡De nada! ¡De qué te vas a perder! Siendo árboles vemos más allá del horizonte, nos abandonamos a ese placer del viento narrador entre nuestras ramas, bebemos de las napas más dulces que corren bajo la hierba, escuchamos los ultrasonidos que nos llegan desde el lecho submarino, y sobre todo, sobre todo, nunca damos esas cosas que otros llaman "pasos en falso" y que en nuestro caso nos terminarían arrojando al mismo océano, como verás. No. Nosotros siempre seremos los vijías del mundo.

PÁJARO: (interviene sin que se lo solicite desde una rama, perteneciente no se sabe muy bien si a Árbol 1 o a Árbol 2 o a un tercero en discordia) ¡Parecen sabias tus palabras, oh gran árbol que hoy me cobijas de las tormentas del ancho mundo! Pero cuando el sol caiga habré de volar e irme, y aunque no te olvidaré, sabes bien que ya no he de volver. No más, amigo árbol, porque entre tanto mi vida se desvanece y tengo mucho aún por recorrer. Ruego al aire que me traiga vientos propicios para cruzar este gran mar, y sabré que al menos habré volado tan alto como para ver aquello que mis ojos no conocen.

Pájaro levanta vuelo y planea en dirección al mar, donde no se ve ni una isla emerger del gran manto de agua. Árbol 2 mira amenazadoramente a Árbol 1, y levanta las cejas como preguntando "y al pajarraco quién le dio vela en este entierro". A Árbol 1 le asalta de golpe este vertiginoso deseo de irse volando, pero todavía no dice nada. Se quedan callados y quietos, mirando el mar.

miércoles, 14 de octubre de 2009

¡Que la chupen!

Que la chupe Maradona. Que la chupe Toti Pasman. Que la chupe Tabarez. Que la chupe Lio Messi. Que la chupe Ronaldo. Que la chupe San Palermo. Que la chupe Riquelme. Que la chupe Buonanotte. Que la chupe Cholo Simeone. Que la chupe Sensini. Que la chupe Chamot. Que la chupe Tino Asprilla. Que la chupe Guardiola. Que la chupe Mariano Closs. Que la chupe Colorado Liberman. Que la chupe Gordo Bonadeo. Que la chupe Héctor Magnetto. Que la chupe D'Elia. Que la chupe De Angeli. Que la chupe Jorge Rafael Videla. Que la chupe Matilde Menéndez. Que la chupe Fujimori. Que la chupe(te) De La Rúa. Que la chupe Ahmadinejad. Que la chupe Dimtri Mevdedev. Que la chupe Michelle Obama. Que la chupe Zapatero. Que la chupe Amalia Granata. Que la chupe Adrián Suar. Que la chupe Carlos Sims. Que la chupe Rafa Nadal. Que la chupe Micheletti. Que la chupe Marta Minujín. Que la chupe Jennifer Aniston. Que la chupe Laura Pausini. Que la chupe Gary Kasparov. Que la chupe Indio Solari. Que la chupe Cumbio. Que la chupe Félix de Amador. Que la chupe Don Juan Manuel de Rosas. Que la chupe Piotr Ilich Tchaikovsky. Que la chupe Juana de Arco. Que la chupe Robespierre. Que la chupe Hegel. Que la chupe Torquemada. Que la chupe Santo Tomás de Aquino. Que la chupe Calígula. Que la chupe Adán y Eva.

Chupémosla todos. Pero por favor, que esta selección Argentina empiece a jugar al fútbol, la reconcha bien de su madre.

martes, 13 de octubre de 2009

26.522 - Un cuento de terror

Voy a exagerar, mi fiebre no es tan alta

Finalmente, la Ley Mordaza y Grillete de Control Absolutista, Totalitario e Inquisidor de Medios Klu Klux Klan quedó aprobada en el "Honorable" Senado de La Nación el pasado sábado 10 de octubre por la madrugada.

Una madrugada triste.

Una madrugada oscura y nefasta para la democracia, para la libertad de expresión, para las instituciones ciudadanas y para el diálogo entre compatriotas, ultrajados ya por tanto ánimo de confrontación, de litigio, de debate, de tanto atropello que insiste en dividir a los argentinos, que somos, ante todo, derechos y humanos.

Una forma lamentable de comenzar este fin de semana largo en el que nos preparábamos para disfrutar unas minivacaciones en la costa y para celebrar el día en que la civilización europea descubrió la salvaje e inhóspita América para poblarla de riqueza, de pax romana y de iglesias. De todo aquello que aún se nos quiere negar.

La Ley Mordaza y Grillete de Control Arbitrario, Déspota y Dictador de Medios Klu Klux Klan representa un auténtico paso atrás, un retroceso de diez, veinte, doscientos millones de años para quienes amamos este hermoso país que, bendecido por Dios - a juzgar por sus latifundios, la princesa Máxima y una población más bien tirando a blanca y/o caucásica - aún no puede levantar cabeza por culpa del revanchismo de una pareja de monarcas que quieren hacernos creer solo una parte de la historia.

Fue una larga sesión en la Cámara Baja, una sesión de falsos debates y varias infamias la que terminó perpetrando la embestida K al Congreso, a la Justicia, a la Constitución, a la independencia de poderes, a los emprendimientos individuales, al libre mercado, a la libertad de culto, a la bandera y la escarapela, a los próceres, a la patria.

Favorecidos por un parlamento ilegítimo que no nos representa, envalentonados por la sordera ante el claro mensaje que dejaron las urnas en las pasadas elecciones, asistidos por senadores tránsfugas y traidores que recibieron numerosos aprietes, amenazas, teléfonos pinchados y cocktails de bombas molotov, los K pudieron finalmente hacerse con el control total de los medios en la Argentina, por intermedio del cual atarán de manos y pies a todo aquel que quiera decir lo que ellos no quieran escuchar.

Como no escucharon al Rabino Bergman. No escucharon a Macri. No escucharon Mirtha Legrand. No escucharon ni a Botonelli ni a Siniestre.

Van por todo. Son insaciables. Quieren más.

Vivimos en una Argentina socialmente crispada que atraviesa uno de los momentos más críticos de su historia.

Los alarmantes índices de pobreza e indigencia siguen disparándose a tasas filipinas; hoy en día la situación es tan grave que ya es corriente ver chicos castizos con gorra o capucha en las calles de Capital Federal, e incluso limpiavidrios y demás menesterosos.

La inseguridad llega a tal extremo que los delincuentes ya no hacen secuestros express, ni entran a robar countries, ni trafican autopartes, ni venden efedrina, sino que directamente salen a matar a tiros a cualquiera que salga de su casa.

La hiperinflación rampante que día a día se sufre en los comercios ya no puede disimularse por más manipulaciones corruptas de Moreno en el IndeK.

El flagelo del desempleo progresa mientras los sindicatos se dedican a politizar las factorías y sus líneas de producción fordistas.

El sector agrario está totalmente paralizado y se encuentra a punto de comenzar la importarción de ensalada de radicheta.

Las inversiones extranjeras prefieren recalar en países que se van para arriba como Chile, Brasil, Uruguay, Paraguay, Haití, Belice y la Isla de Pascua.

Los piquetes solo generan caos y miedo todos los días y atentan contra el libre derecho a circular por rutas de peaje.

La pripe porcina y el dengue amenazan con exterminar a toda la población a través de una muerte lenta y cruel.

La selección de fútbol no sabe a qué juega, Messi no puede ni parar una pelota y estamos a punto de quedar afuera de Sudáfrica 2010, única alegría que le queda a la gente con cómo está el país en su bicentenario.

Marcelo Tinelli pierde rating.

El paco, etc.

En este contexto de ruina total, el ex presidente en funciones y su esposa nos siguen entreteniendo con cosas de poca importancia como Honduras, juicios a militares y la aprobación apurada - sin consenso - de la Ley Mordaza y Grillete de Control Tirano, Nazi y Autoritario de Medios Klu Klux Klan, que acerca a la Argentina cada vez más a Venezuela, Bolivia, Cuba, URRS, Vietnam, Irán, Afganistán, Al Quaeda, IRA, ETA, FARC, Congo Belga y otros.

A través de la nueva Autoridad de Aplicación consagrada en el artículo 14, entregarán licencias a amigos, parientes, conocidos, contratistas, artistas, sindicalistas, cooperativas, ONG's, organizaciones civiles y demás obsecuentes de diversa estirpe. Con la pauta publicitaria oficial, llenarán las arcas de aquellas voces dispuestas a hablar bien de ellos, al tiempo que desfinanciarán y asfixiarán al periodismo independiente que quiere decir la verdad. Aplicando el artículo 161, avasallarán derechos adquiridos, destruirán propiedad privada y desguazarán a los grandes multimedios del país, cuya única e inalienable función es auditar a los gobiernos para que hacerles llegar lo que la gente expresa en la docta mesa de café. Saldrán a secuestrar, matar y cobrar impuestos a periodistas, ensayistas, columnistas, lobbystas, oportunistas y a todo aquel que piense diferente.

Ya no podremos, por ejemplo, ver a Mauricio Macri exponer sus inagotables credenciales de cultura política, a Gabriela Michetti deleitar con su profundo conocimiento de la realidad circundante, a De Nárvaez dando cátedra con sus audaces propuestas, a Mirtha Legrand poniendo en aprietos a todos con sus preguntas como dentelladas, a Botonelli y Siniestre ilustrándonos con sus apasionantes entrevistas en TN, o a la crisis causando dos nuevas muertes. Todo desaparecerá.

Mientras tanto, Brasil organiza los juegos Olímpicos.

Mientras tanto, Chile va al mundial.

Mientras tanto, Uruguay crece.

Mientras tanto, Colombia sigue luchando contra la droga.

Mientras tanto, Honduras defiende la constitución.

Solo nosotros nos hundimos.

Todo gracias a la Ley Mordaza y Grillete de Control Stalinista, Sandinista y Chavista de Medios Klu Klux Klan.

A preparar las cacerolas, las alhajas y el miedo; nos vemos en Callao y Santa Fe.

martes, 29 de septiembre de 2009

Democratizadora ley de destrucción de medios K

¿Qué se encuentra en los medios sobre la Ley de Medios? Básicamente, desinformación.

Se habla mucho, demasiado. Se dice poco, nada.

Debemos sospechar, suponiendo que realmente nos interesa lo que pasa y lo que puede pasar a nuestro alrededor, de la información ausente, la que se retacea, se censura o no se publica en los medios de comunicación. Pero mucho más aún debemos - y no solo porque es más fácil - sospechar de aquella que de repente empieza a manar como un aluvión incesante, como un zumbido de sordomudo que se da manija a lo pavote sin más argumento que pronósticos agoreros o, también, coloridas promesas de edenes y encantamientos. No hay peor desinformación, y me sujeto con uñas y dientes a mi propia opinión, que el exceso de información que no sirve para nada.

Afortunadamente, el tema de la Ley de Radiodifusión se ha arraigado con fuerza en la agenda mediática, ya sea a causa de la infatuación de algunos o del espanto de otros, dados lógicamente por la relación directa entre las competencias del proyecto y las actividades que realizan estos algunos y estos otros. No es que no exista el debate, como acusa, frustrada en TN, la legisladora Patricia Bullrich; al contrario, hay un debate encendido, jugado de pasiones e intereses, que colma a toda hora el espectro audiovisual y los periódicos y los blogs y todo lo demás. Todos (los que aparecen en los medios) se pronuncian. Todos (los que aparecen en los medios) quieren decir algo al respecto. En principio, es casi para pellizcarse de incredulidad que este debate esté floreciendo y que no haya muerto antes de gatear, como tantas otras veces, en extemporales freezers guardados por lobbystas y operadores de diversa calaña. Hay que repetirlo a riesgo de caer en el cliché que trato de criticar: que ya de por sí se esté hablando de esto, y que ni el más aguerrido de los contreras se atreva a sostener que es mejor mantener la actual Ley 22.285, es un triunfo (no del gobierno, no de la democracia; un triunfo sin depositario, un triunfo puro).

Pero, como canta la canción, el debate hace bien tanto como hace mal. Y así como es legítimo celebrar que se hable y se hable coralmente de algo tan necesario y tan pendiente, también es legítimo cuestionar, sospechar (me gusta "sospechar" porque lo mío no es la fe ciega) acerca de qué se habla y qué se dice y qué se opina. En síntesis: cuál es el valor de servicio de todo lo que se informa sobre el proyecto. Un debate en el que todos hablan, todos se encienden y todos velan por sus intereses e ideologías, así como es a todas luces democrático y polifónico, solo puede generar confusión en el espectador cuando no está anclado a nada. Mejor dicho, cuando está anclado a la propia cruzada, al embanderamiento enamoradizo, al atrincheramiento en una posición irreductible que no se presume deba ser explicada. Mejor dicho aún, cuando está anclado, tan solo, a símbolos.

Lo que se está sacando a relucir en el debate sobre la Ley de Medios consiste, a mi entender, en una suerte de pautado guión discursivo que varía diametralmente según el "bando" en el que unos y otros actores militen, según quién pague sueldo o sobresueldo, según de dónde llueva la pauta publicitaria o la dádiva de turno. He aquí el problema de la mayoría de las cuestiones políticas importantes - y la ley de medios es, como ninguna, una cuestión importante - que se debaten en la democracia televisada, esta especie de batalla naval cuyas coordenadas son verbos y símbolos: el problema es que terminamos arrancándonos los pelos y los ojos en torno a significantes comodines, vacíos e inútiles (tales como "libertad de expresión", "derechos humanos", "democracia", "dictadura", "pluralidad de voces", "K") pero a nadie (o a pocos) se le ocurre leer textualmente un mísero artículo de la ley al aire y discutir a fondo - durante días y bajo muchas luces - sus implicancias, sus eventuales resultados, su justicia o injusticia, algo que haga a la "educación" del oyente, el tan mentado "ciudadano común" que, porque no le queda otra, habla siempre por boca de ganso. El ganso es los medios.

¿Cuán exasperante puede llegar a ser un debate cuando la dichosa ley es llamada de maneras tan irreconciliables como "Ley de control de medios K", "Ley de destrucción de medios", "Ley de Radio Defunción" (los que están en contra) y "Ley de medios para todos", "Ley anti-monopolio" o "Ley de medios democráticos" (los que están a favor)? En última instancia, se ve a leguas que hasta la forma de nominar las cosas (los sustantivos) responde a interpretaciones libres pero interesadas que nunca aparecen cabalmente argumentadas y se quieren hacer pasar por llana información. Ese es, por llamarlo de alguna manera, el drama de significación del debate sobre la ley: no es aberrante o condenable que haya posiciones tomadas a favor o en contra (nunca podría serlo), pero se cae en la manipulación - incluso en la llana mentira - cuando ninguno de los que hablan y hablan y repiten y repiten conceptos como si fueran verdades reveladas tiene la suficiente honestidad como para blanquear esas posiciones y justificarlas con la letra de ley.

Clarín bombardea con institucionales autocompasivos y mete zócalos en TN sobre la "Ley de Medios K" (la "K" te mata). Sus empleados (casi tirando más bien a "empapelados") se refieren a la "mordaza" al periodismo, a los cercenamientos de la "libertad de expresión" y a la amenaza inminente de los "derechos adquiridos". Morales Solá especula desde el llano y desde su columna en La Nación con la creación de un holding mediático propiedad de los Kirchner que vendría a reemplazar un monopolio por otro, al tiempo que denuncia el desguace de los grupos mediáticos actuales con el non-sancto objetivo de someter a los periodistas al ya tópico "estilo autoritario K". Cuando no se compara el proyecto con las políticas de Hugo Chávez o Evo Morales (viles demonios), gente como Vila lo hace nada menos que con la última dictadura militar. Macri y Cobos se ponen la camiseta y acusan al gobierno de atropellar la sanción de la ley con un congreso que "no es el que eligió el pueblo en las últimas elecciones"; no dudan en hablar de "improvisación" cuando la ley recibe cambios en una de las cámaras y acusan a ciertos bloques de diputados (como el Socialismo) de "venderse" y "traicionar a sus votantes" cuando, luego de lograr algunos cambios explícitamente solicitados por ellos mismos, votan a favor de la ley. Ninguna de estas espectaculares acusaciones, conspiraciones y escenarios apocalípticos aparecen jamás respaldados con la cita de algún artículo concreto, con número, apartado e inciso, de la letra de la ley. No aparece el artículo que demuestre ni la mordaza, ni el ataque a la libertad de expresión, ni la coima ni nada de nada de lo que sostienen.

Del otro lado la retórica no necesariamente resulta más servicial. En Radio Nacional, ATC y Página 12 (escenarios de los discursos con una mayor militancia - esa es la palabra - a favor de la ley) se asume que el nuevo proyecto es poco menos que la panacea simplemente porque la actual ley es un decreto promulgado por una dictadura genocida (obviando que algunos de los mayores defectos de la regulación vigente fueron introducidos en democracia). Frente a las acusaciones de la oposición, se limitan a burlarse de Macri o Cobos (blanco fácil si los hay), hablan de gorilismo, de que es todo mentira y que hay que tomarlo como de quien viene, o sea, Grupo Clarín. Ninguna de estas celebraciones exaltadas de alegría y esperanzas aparecen solventadas por alguna cita de la ley que despeje dudas. Unos y otros declaran para su tribuna de fieles convencidos, dejando información clave y útil que podría convencer a muchos más flotando en una nebulosa.

En esencia, tenemos una especie de duelo de simbolos en medio de una problemática que de simbólica - incurriré en un marxismo algo ortodoxo - tiene poco y nada (siempre están la tajada grande y la tajada chica y la no tajada detrás). La ley es democrática o no es democrática. La ley fomenta la libertad de expresión o atenta contra ella. La ley desmantela monopolios o los reemplaza por otros aún más siniestros. La ley está hecha a imagen y semejanza de las potencias europeas o a imagen y semejanza de Venezuela y Cuba. La ley es de todo un pueblo o de los nefastísimos "K". Y así sucesivamente. Quien haya podido leer el proyecto de ley y tenga un mínimo de conocimiento técnico sobre las cuestiones que en ella se dirimen tienen los elementos para, con esfuerzo, superar estas engañosas dicotomías y decidir con cierto conocimiento de causa de qué lado está la razón, a quién le creen más y a quiénes menos (cosa que personalmente ya hice). Pero el ya mencionado "ciudadano medio", que nunca va a leer la ley entera pero irónicamente es a quien más le compete todo lo que está en juego, no tiene nada en claro y nadie le explica nada. En cambio, se le ofrecen slogans atractivamente marketeados como quien anda vendiendo puerta por puerta. Así, no tiene a qué aferrarse más allá de la simpatía o el grado de identificación que le produzan Mirtha Legrand o Sandra Russo; Joaquín Morales Solá o Victor Hugo Morales (cada uno con su moral, permítaseme el oportuno chiste malo); Macri o Cristina; Merkel o Chávez.

Los buenos y los malos. Los malos y los buenos.

Con esta introducción me propongo dar inicio a un ciclo de posteos acerca del nuevo proyecto de Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (tal es su título, escasamente aludido) en donde intentaré, con lo que tengo a mano (entre otras cosas, el texto completo del proyecto), reflexionar sobre lo que se dice en los medios sobre la ley y lo que la ley dice sobre (los futuros) medios. Es bueno que haya un debate; esto es lo que, desde mi lugar, puedo y quiero aportar en este momento tan importante de la vida democrática argentina. Naturalmente, esto también es una invitación implícita a quien lea para contrastar con su propios puntos de vista a riesgo de que, en un intento por aclarar un poco las cosas, terminemos embrollándonos cada vez más.

Que es lo que siempre termina pasando.

Cáncer

Labios rojos. Curvas perfectas. Miradas de papel tapiz. Musas de grandes diseñadores y pasatiempo de miles de hombres aficionados al estupro mental. Favorecidas por la sutil combinatoria genética y por casi todos los cánones estéticos socialmente impuestos. Bijouterie de los orfebres de la iluminación eléctrica, del prosaico arte del copy-paste. Mutantes plásticos, sumisos a las reformas de la postproducción informática y otros anestesiantes certeros. Rehenes de una pátina higiénica como toda mediación posible. Inmaculadas militantes del vaticano trashumante de la moda. Sumergidas en un formol de momentáneo xenón ya ni defecan, ni orinan, ni respiran el aire enfermizo. Derrotadas, fulminadas bajo un meticuloso bronceado y un brillo cadavérico. Sometidas al imbécil congelador fotográfico y su mordaza. Repeticiones pixeladas de nada. Codificaciones o eslabones de una red criminal de castidad.

Cómo ansío tus muslos en los míos, pegoteados y saludables, y tu boca desbordándose como un panal destrozado, como gelatina.

jueves, 26 de marzo de 2009

Really happening

15 step - airbag - there there - all i need - kid a - karma police - nude - weird fishes / arpeggi - the national anthem - the gloaming - no surprises - pyramid song - street spirit (fade out) - jigsaw falling into place - idioteque - bodysnatchers - how to disappear completely [BIS] videotape - paranoid android - house of cards - reckoner - planet telex [BIS] go slowly - 2+2=5 - everything in its right place - creep.


En determinado momento de Idioteque, Thom Yorke declama con elocuencia que "this is really happening"; dos canciones más tarde, en How To Disappear Completely, se despacha con una frase similar, pero al revés: "this isn't happening". Con toda probabilidad, no hay contradicción más clarividente - más sincera - para desentrañar con el lenguaje lo que se pudo haber sentido en el Club Ciudad de Buenos Aires la noche del último feriado, cuando Radiohead por fin se presentó en Argentina por única vez.

Porque ¿Cuántas veces nos habremos detenido, sumidos en la vorágine de un apretujamiento de nervios y transpiración, a caer en que sí, esto "realmente está sucediendo"? ¿Y cuántas más nos habremos quedado mudos, convencidos de que - más allá de toda evidencia - la irrealidad prevalecía triunfal? Y así, canción tras canción hasta que, sin advertirlo (por estar en las nubes), las dos horas se pasaran volando con el inconfundible regusto de lo efímero, lo inaprensible, o quizás lo onírico.

¿Demasiado aspaviento para un espectáculo de música y luces? Tal vez, pero hay que entenderlo en perspectiva: luego de años oyendo estas canciones en cinta, CD, mp3, streaming o el soporte que sea; luego de años escuchándolas en habitaciones vacías, bares concurridos, trenes repletos o autos varados en el tránsito; luego de años incorporándolas a la memoria, a la piel, haciéndolas símbolos o usándolas de señaladores para las páginas de nuestras vidas, de nuestras secretas elucubraciones mentales... Luego de todo eso, es muy difícil creerse la corporalidad brutal de la banda en vivo. No es tan sencillo como pareciera aceptar que los flacos están ahí y están tocando. Que no es que otra vez le dimos "play" a algo y nos pusimos, como de costumbre, a ensoñar.

Mi hipótesis, no obstante, es que a pesar de la borrachera y la resaca, Radiohead realmente pasó en el Club Ciudad. Que un tímido pero expresivo Thom Yorke, un circunspecto Jonny Greenwood, un afable Ed O'Brien, un sobrio Phil Selway y un entusiasmadísimo Colin Greenwood pasaron en el Club Ciudad. Y que dieron un show desbordante, intenso, de esos que no estamos acostumbrados a presenciar. Un show que amén del profesionalismo impecable (luces impecables, sonido impecable, performance impecable) trascendió el mero circo para convertirse en un genuino ritual, capaz de lo sumamente vandálico (2+2=5, sobre el final) como de lo solitario e íntimo (Pyramid Song, y un nudo en la garganta).

Pero la inteligencia del setlist no se agotó en su ancho abanico de emociones. Haber interpretado In Rainbows casi en su totalidad sirvió para confirmar en carne viva sus credenciales de álbum clásico. Weird Fishes, con sus intoxicantes arpegios a todo volumen, se logró inmisucir como un viejo hit; Jigsaw Falling Into Place, esa obra maestra del crescendo y el no dar respiro, dinamitó todo con una virulenta versión eléctrica que bien pudo haber aniquilado a su público; Reckoner directamente fue como un himno. El único signo de debilidad lo aportó Nude, una canción vieja en la peor connotación de la palabra, una parodia apenas maquillada por sus lujosos colchones de cuerdas y la fenomenal performance vocal de Yorke (y su voz de sirena en un naufragio).

Otro acierto relevante fue la inclusión de un puñado de arreglos alternativos entre tanto calco de estudio, sobre todo en los números más electrónicos del recurrente Kid A y Hail To The Thief, como la embrujadísima The Gloaming ("genie let out of the bottle, it is now the witching hour"), una monstruosa The National Anthem con el escenario prendiéndose fuego y la excelente versión neo-fiestera de Everything In Its Right Place (introducida con un pequeño homenaje de Thom a Tim Buckley y Song To The Siren) con su extensa coda llena de clicks y beeps y cositas funky ante las cuales era improbable mantener el cuerpo estático.

El segmento bajonero de rigor estuvo capitaneado por esa sobrecogedora oda a la muerte que es Pyramid Song, que con su elegante piano a lo Satie, su psicodelia y sus guitarras tocadas como cellos fue el único, y oportuno, giño al olvidado Amnesiac. Complementaron una versión algo plana de No Surprises y la sorpresiva inclusión de su análoga Go Slowly, un tema del disco bonus In Rainbows que amenaza todo el tiempo con reventar sin hacerlo nunca. La depresiva in-extremis How To Disappear Completely, fue tocada expresamente (O'Brien dixit) para homenajear a los 30.000 desaparecidos del PRN en el feriado del 24 de marzo, gesto que fusionó de manera brillante la correccion política clásica con el humor negro.

El Radiohead más guitarrero también se sumó a la deliciosa marea de contrastes, aunque el legendario The Bends fue escasamente revisitado. En compensación, se presentó quizás el tema más emotivo de aquel álbum, la desolada Street Spirit, mientras que Planet Telex, con su tremolo a lo How Soon Is Now?, fue una grotesca medusa de distorsión pegoteándose a los oídos. Otros momentos bien al palo fueron otorgados por el infravalorado Hail To The Thief (el final de There There y 2+2=5 provocaron la absoluta apoteosis del público) y la ubérrima Paranoid Android, el momento clave; el momento en el que muchos de los presentes nos apiolamos de que todo esto estaba "really happening".

La frutilla del postre fue, inesperadamente o no tanto, Creep, aquel hit maldito de Pablo Honey al que se le da más prensa (positiva y negativa) de la que merece. Una canción adolescente, sólida como cualquier otra, ostensiblemente manoteada del clásico de Phil Everly y The Hollies The Air That I Breathe y llevada a la inmortalidad por esos paranoides eructos eléctricos de Jonny Greenwood. La respuesta de amor y odio que genera en los fans hace que su inclusión no pueda escapar a los comentarios y bisbiseos. Luego de años de repudio por parte de propia la banda, la aparición de Creep puede ser leida de múltiples maneras: una señal de pura y llana hipocresía; una reconciliación con las raíces; una crítica implícita al snobismo que la banda abrazó con discos como Kid A; una ironía apenas disfrazada; una pequeña concesión a la nostalgia por ser este el primer tour en Sudamérica; o cualquier cosa.

Poco importa después de todo, ya que el final-final, con Yorke en primer plano, cantando casi a cappella las siempre resonantes "What the hell I'm doing here, I don't belong here" y el público coreando a todo pulmón, fue un epílogo más que apropiado para uno de los mejores conciertos de rock que jamás se hayan visto en Buenos Aires.

BONUS:

LAS ENTRADAS: carííííísimas, nos vieron la cara, pero ya fue.
EL LUGAR: medio choto, pero así suelen ser los festivales, qué se le va hacer.
LA GENTE: quilombera, empujones, forcejeos, desmayos, paquetes masculinos en mi culo, encima varios filmando como boludos con las camaritas y celulares, pero bue.
KRAFTWERK: muy groso, especialmente Radioactivity.
LA PORTUARIA: muy groso también, qué se yo.

Se nota que me chupa todo un huevo después del flor de recital que se mandó Radiohead ¿no?

lunes, 9 de febrero de 2009

Vida o muerte

Cada vez que salen a la luz casos de eutanasia como el de Eluana Englaro – la italiana que vivió 17 años en coma irreversible hasta que le desconectaron la alimentación artificial – las pasiones humanas se ven azuzadas de tal manera que casi nadie puede o quiere permanecer indiferente ante los hechos. Hechos que, por lo general, le ocurren a gente anónima, gente desconocida, gente que muchas veces vive a miles de kilómetros, en otros países o continentes. Hechos que, además, no son más que coletazos de acontecimientos olvidados: accidentes, tragedias de hace diez o veinte años que ya nadie tiene presentes y cuyas consecuencias a nadie afectan (exceptuando, claro está, a los familiares de las víctimas). En suma: hechos que, tristes como son, pertenecen al ámbito estricto de lo privado.

Con todo, ante el anuncio público de una eventual eutanasia, algo explota. De pronto los medios del mundo comienzan a publicar fotos sonrientes de la persona (¿la llamamos víctima? ¿la llamamos sobreviviente? ¿la llamamos algo?) en sus portadas. Los políticos se ven irresitiblemente movidos a pronunciarse - y actuar - con una vehemencia que desafía cualquier razón (lo de Berlusconi declarando que Eluana podría tener un hijo es maravilloso), para ser insultados como parias y aplaudidos como héroes. La iglesia, por su parte, se lanza a proferir advertencias y tampoco sus dichos caen en saco roto; conmueven o resienten profundamente a quien las reciba. Gente “equis” que hasta hace poco nada sabía - y que probablemente siga sin saber - del tema se aglomera en las puertas de alguna clínica encendiendo velas, desplegando pancartas e improvisando martirios (tales como bloquear el paso de una ambulancia). A todo esto, los familiares que resolvieron, con el aval de la justicia, la desconexión de respiradores y sondas sienten de golpe que el mundo los señala con el índice, aprobándolos y condenándolos por partes iguales, casi sin medias tintas. El hecho en principio lejano, privado, anónimo, de repente ha conmovido una fibra colectiva irrefrenable; y sin proponérselo en absoluto – porque ya tiene bastante – calienta el caldo para el más variopinto guiso de dogmas y fanatismos.

No es para menos: despues de todo la persona, esa persona sonriente y viva que nos mira desde diarios y revistas, va a morir. Y no solo eso, sino que va a morir asesinada. ¿Quién puede mantenerse ajeno?

Uno de los aspectos más perturbadores de este tipo de debates – y acá cuentan también los que versan sobre el aborto o el suicidio – es cómo siempre acaban planteándose en términos de “vida” versus “muerte”, como si se tratara de un superclásico del domingo. La postura a adoptar no es a favor o en contra de la eutanasia: es a favor o en contra de “la vida” y a favor o en contra de “la muerte”. Claro que sin obviar las sutilezas semánticas de rigor: los que dicen bancar a “la vida” acusarán a sus antagonistas de apoyar a “la muerte”. Los que apoyan a “la muerte" replicarán, con un poco más de ayuda del léxico, que en realidad están a favor de “la muerte digna” y acusarán a sus oponenetes de defender “la vida en condiciones indignas”. Lo que comienza como una discusión sobre un procedimiento clínico concreto (mantener, o no, viva a una persona con mecanismos artificiales) termina jugándose en un terreno tan abstracto que se hace insoluble, quimérico. Y aún así, ambos términos están tan arraigados en nuestra cultura simbólica que son pocas las personas que se toman un minuto para extrañarse de su propio discurso y preguntarse: ¿Existe acaso algo más tenebrosamente ridículo que pronunciarse a favor o en contra de la vida y de la muerte?

Esta aparatosa danza de significantes vacíos, la utilización de “la vida” y “la muerte” como palabras-comodines que se llenan con el sentido que la ideología disponga, no responde simplemente a una manipulación intencional del lenguaje. Hay algo estructural, mucho más problemático, obrando en los entretelones de casos como el de Eluana: y eso es, sin más, el pensamiento que concibe la vida y la muerte como opuestos. Esta falsa antinomia, esta nefasta y horrenda antinomia sigue siendo - a pesar del racionalismo y el iluminismo y el secularismo y toda esa inútil parafernalia moderna - el molde del que se extrae buena parte de la cosmovisión occidental.

La vida y la muerte son inseparables. Son lo mismo. No existe, no es concebible, no es pensable la una sin la otra. Solo aspira a morir quien está vivo; solo vive quien aspira a morir. La vida es un proceso bioquímico que, al realizarse, no tiene otra opción que destruirse a sí mismo y a otras vidas, cumpliendo así su ciclo para dar comienzo a otros nuevos. ¿Cómo? Tomemos el ejemplo de la cadena alimenticia: ¿De qué nos alimentamos? De seres vivos - lechugas, peces, vacas - que, para cumplir con la burocracia nutritiva, deben previamente pasar por el trámite de morir (o incluso abortar la procreación como ocurre con las frutas y las semillas). En síntesis; nos alimentamos de muerte, de vida, para seguir viviendo. Si preferimos un abordaje menos prosaico, aunque análogo, entonces digamos que la muerte no niega la vida sino que la reafirma y le da valor. Solo ante la muerte podemos observar, con plena certeza y más que nunca, que eso que se está completando es vida y no algún fenómeno monstruoso. Y es solo ante la perspectiva de la propia muerte - algún día, viejos, enfermos o estrolados contra una vidriera - que podemos argumentar que nuestra vida tiene algún valor (de igual forma que el placer sexual se disfruta por su condición efímera; quien lograra provocar un orgasmo perpetuo podría jactarse de haber inventado la más siniestra de las torturas).

Cuando, guiados por alguna retorcida superstición, pretendemos separar de la vida la naturaleza de la muerte, aislándola como si fuera una cosa diferente y negadora, ésta se transforma en un fantasma pútrido, incomprensible, terrorífico, como bien lo caracteriza Settembrini en La Montaña Mágica. Y ese concepto puramente negativo de la muerte, que la asocia con imaginería macabra y colores oscuros, es el que lleva a estos enfrentamientos increíbles en los que se elige entre estar a favor de la vida o de la muerte, armando bandos de cruzados que se descalifican mutuamente, con todo el pathos que el protocolo de la imbecilidad exige.

Lo profundamente irónico es que esta deplorable concepción de la vida y la muerte como antónimos se inspira tanto en la religión como en el secularismo moderno. Son el Antiguo Testamento y el Evangelio los que introducen con fuerza esta idea extravagante de la “salvación”, de salvarse y salvarnos. ¿Salvarnos de qué? De la muerte, claro, socia por excelencia el pecado original. ¿Qué logró Jesús al resucitar sino hacernos zafar de la muerte? Es a partir de la mitología bíblica que toda una civilización entendió, sin más, que la muerte, esa especie de enemigo, de terror, era algo de lo que debíamos - o debemos aún - ser salvados. Lo interesante es que, una vez derrotada, la muerte quedaba reducida a nada, a un mero boquete en la eternidad. Es por eso que en la Edad Media, momento histórico asociado al mayor oscurantismo religioso, la muerte biológica ya no tenía mala reputación; después de todo, era el momento en el que por fin se abandonaba este Valle de Lágrimas para retozar eternamente en la gracia divina. Nuestros antepasados de la Edad Media - cuyos carnavales celebraban el nacimiento, el sexo y la muerte como una misma cosa - hubieran llorado de la risa de solo pensar en mantener viva a una persona a través de tubos y sondas.

Es con el advenimiento de la igualmente extravagante idea de “progreso” que la ecuación de la muerte vuelve a oscurecerse. Dado que por intermedio de la industria y las artes la plenitud puede alcanzarse físicamente, aquí y ahora, en este mismo mundo, la degradación de la muerte se convierte en un soberano insulto a la humanidad. Y esta vez, iluminismo mediante, ya no hay Reino de los Cielos que valga. La Iglesia sigue proclamando la salvación, pero los tiempos que corren ya no le creen. ¿Qué mejor demostración que la propia postura de la Iglesia sobre la eutanasia? Le parece más piadoso mantener artificialmente con vida a alguien que debería haber muerto hace rato, que dejarlo cruzar el umbral y llegar hasta Dios. A pesar de amparar su postura en una supuesta “sacralidad de la vida”, la Iglesia parece tenerle demasiada fe a la medicina, y muy poca a sus buenas noticias de felicidad eterna.

¿Qué estoy queriendo probar con toda esta disgresión? ¿Que es absurdo llorar seres queridos que fallecen? ¿Que no es tan terrible pegarle un tiro a cualquiera en la cabeza? No. Solamente procuro resaltar la bestialidad de algunos discursos que se dieron con respecto al caso de Eluana Englaro. Hacía diecisiete años que sobrevivía como un conjunto de funciones sin conciencia de sí, sin esperanza alguna de recobrarla; ¿Qué extraño sentido de la compasión quiere ver vivir a toda costa a alguien en ese estado? ¿Qué tan infame puede ser que una colección de tejidos alimentados por electricidad y fármacos se deslice de a poco a su anhelada, a su prometida muerte? ¿De dónde viene ese fanatismo que carga contra un padre que simplemente hizo lo que creyó adecuado, después de esperar en vano diecisiete años? ¿Qué tan terrible, qué tan doloroso, qué tan malo puede ser morir en estas circunstancias?

sábado, 22 de noviembre de 2008

No hay banda - White Album 1968 - 2008

¿Qué nombre le ponemos al álbum? No sé, ni idea, a ver... ¿Cómo le habíamos puesto al anterior? "Banda de Corazones Solitarios del Sargento Pimienta" ¿no? El nombre de una banda ficticia. ¿Y por qué no hacemos lo mismo? O sea, otra banda ficticia. ¿Qué bandas ficticias se nos pueden ocurrir esta vez? Bueno, teniendo en cuenta cómo andamos por casa, una buena banda ficticia sería "The Beatles". De hecho.


Hoy, justamente, se cumplen cuarenta años - ¿ya? ¡cuarenta años! ¡cómo pasa el tiempo! - de la publicación de The Beatles, noveno álbum de estudio de la banda de rock ficticia del mismo nombre (décimo si contamos el EP "Magical Mystery Tour"). Son treinta canciones distribuidas en dos discos que suman noventa y tres minutos con cuarenta y tres segundos de pura música. Más allá de lo que ciertos trasnochados fans de los Beatles suelen sostener con loca pasión, los temas son en general bastante flojos. Aún así, el alienante efecto de aura que aporta el nombre sacrosanto "The Beatles", sumado a la frondosa megalomanía que se inhala desde los crujientes riffeos de Back In The USSR hasta el edulcorado final "joligudense" de Goodnight, convierten automáticamente a esta más bien inocua proyección de egos paralelos en una obra... ¿Maestra? Para ser justos, digamos, en todo caso: digna de ser discutida.

Sí, digna de ser discutida aunque, en rigor, en estos cuarenta años se ha discutido hasta el hartazgo; como todo lo que han hecho y dejado de hacer los cuatro "fabulosos" de Liverpool pero, si cabe, aún más. Casi es imposible abordar cualquier verbalización sobre The Beatles - que en un rapto de ingenio la plebe ha rebautizado como el White Album - sin desplomarse en los más arratonados clichés. Tan imposible es, que yo mismo incursionaré, aquí mismo, en unos cuantos.

Empecemos por aquel que tiene que ver con si-tendría-que-haber-sido-o-no-un-álbum-simple. No, no tendría que haber sido un álbum simple. De haberlo sido, no habría llamado tanto la atención de los mitos y las leyendas. Porque ¿Qué tiene de llamativo un disco de los Beatles repleto de grandes canciones? Para eso están Rubber Soul, Revolver, el referido Sgt. Pepper's y tantos otros. No. Precisamente lo subversivo del White Album es que los Beatles renuncian a cualquier cosa que huela a control de calidad - incluso aquella que proviniese de ellos mismos - y le vomitan al oyente sus conspiraciones más espontáneas y descabelladas. Tras años de fatigante meticulosidad para hallar hasta el más recóndito ribete de coherencia - que los llevó a dejar de tocar en vivo para convertirse en bicharracos de estudio -, los Beatles se animan a ser cuatro tipos locos y exclamar con alegría "ey! somos los Beatles, podemos hacer lo que se nos ocurra (la gente lo va adorar, y si no, ¡Nos importa un soberano huevo!)". El nombre sacrosanto, que en otra oportunidad podría haber ejercido como un ajustado corsé - el que intentó abrocharles George Martin, quien quería solo canciones dignas de los "Beatles" - sorpresivamente hizo que se les suelte la correa. Eran tan poderosos entonces que podrían intentar, literalmente, cualquier cosa. No iban a fallar de ningún modo.

El White Album es una obra catártica, pero de catarsis individual. John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr no solo se liberan, en cierta forma, del supuesto estándar que los Beatles debían alcanzar por llamarse así, sino que fundamentalmente se liberan uno del otro. Todos, incluso Ringo en su escala, tienen pista libre para hacer con sus ideas lo que se les antoje la reverenda gana, sin censura de nada ni nadie, casi como si estuvieran trabajando en un proyecto solista. Y aquí aparece otro viejo y conocido cliché: aquel que dice que The Beatles suena como cuatro - dos y medio para ser justos - álbumes solistas entongados. Paul McCartney grabando Why Don't We Do It In The Road? solo con Ringo (a quien había apartado de la batería en Back In The USSR para tocar él mismo el ritmo que quería); Harrison invitando por su cuenta a Clapton a tocar en su While My Guitar Gently Weeps, Lennon con su novia japonesa masturbándose con las cintas de Revolution 9; son postales que hablan de cómo se gesta el álbum. Cada uno en la suya, alejado y desinteresado de los otros tres, elucubrando sus propios proyectos sin contar demasiado con nadie más. La sinergia que hasta entonces los convertía en algo mucho más grande que la suma de las partes, ya no existe más. Los Beatles para 1968 son cualquier cosa, excepto una banda de rock.

Y se nota desde kilómetros escuchando el álbum. Las canciones, en su mayoría, suenan secas, plomizas y carentes de gracia; esa vibración especial (única, compacta) por la que la habitación cambia de aire o de textura cada vez que suenan los Beatles, simplemente está ausente. Son viñetas desencantadas que solo parecen estar ahí para vehiculizar los caprichos fatuos de cuatro flacos, talentosos pero mezquinos, haciendo más o menos lo primero que se les viene a la cabeza. La cosa no se queda ahí: hay canciones verdaderamente impresentables en el álbum, y no hablo en términos relativos. Ringo, por ejemplo, debuta como compositor con resultados catastróficos (Don't Pass Me By); todo bien, adentro. A McCartney, indulgente consigo mismo, se le escapa una ventosidad anal y saca Why Don't We Do It In The Road?; todo bien, palo y a la bolsa. Lennon, sin quedarse corto ante tanto desatino, idea un collage cacofónico de diez minutos; todo bien, suma.

Pero lo que pierde en calidad intrínseca, el White Album lo gana en enigma. Lo gana en amplitud. Lo gana en alcance. Se ve claramente a los Beatles intentando una huída hacia todas partes, como una colonia de insectos que disparan para cualquier lado cuando se levanta una pierda del jardín; el resultado es, valga la redundancia, el álbum más increíblemente disparatado que existe. Lejos. Habrá obras más ambiciosas, más complejas, más elaboradas, sin dudas. Pero ninguna más incoherente; ninguna más sinuosa; ninguna más encantadoramente anárquica. En The Beatles cualquier cosa puede ocurrir, nada queda descartado y todo género está al alcance de la mano. Desde el ska de Ob-la-di Ob-la-da (diez años antes de Madness y The Specials) o el hard-rock extremo de Helter Skelter, hasta el country de Rocky Raccoon o la música concreta de Revolution 9, el álbum, hablando mal y pronto, da para todo. Un poco deja la impresión de que los Beatles quisieron escribir una enciclopedia que abarcara todos los tipos de canción que habían escuchado en sus vidas. Diría que, si esa fue la intención, no estuvieron nada errados.

Aún así, escuchar el White Album entero es un plan chino. En lo personal, hace años que se me hace una experiencia hondamente frustrante; tanto que ya ni lo intento. En determinado momento, antes de que termine el primer CD, el diluvio de temas "medio pelo" - aunque alternados con ocasionales joyas - se hace tan copioso que me genera un grave malestar y termino apagándolo todo con la cabeza quemada (y una sensación ambigua de alivio y fracaso).

Todavía me acuerdo cuando vi por primera vez los CD's en las bateas del Musimundo de Unicenter; una cosa gorda y completamente blanca, con una cubierta minimalista (diseñada por Richard Hamilton) que recuerda a una lápida, y títulos improbables como Everybody's Got Something To Hide Except Me And My Monkey. La fascinación fue inmediata, y cuando finalmente lo tuve en mis manos - regalo de navidad - me sumergí en su laberinto con un abandono exquisito. Mirando una por una las minúsculas fotos del librito, aprendiéndome poco a poco, afanosamente, el orden de las canciones y después las letras: un laborioso acto de amor que hoy en día ya no podría replicar con ningún otro álbum. Con el correr del tiempo, me volví mucho más gruñón e intolerante ante números auténticamente espantosos como Birthday, o simplemente abúlicos como I'm So Tired o Rocky Raccoon.

De todas formas sigue siendo, para mí, un artefacto muy especial. Siempre me gusta pensar en el White Album como la "Rayuela" del rock: un profuso mosaico de fragmentos para recortar y armar a gusto, saltando de un tema al otro, cambiando las secuencias, salteándose sin culpa las partes que se hacen engorrosas o sencillamente escuchado mis canciones favoritas (y las de todo el mundo), como la preciosa While My Guitar Gently Weeps, la imponente Dear Prudence o esa impactante gema dadaísta llamada Happiness Is A Warm Gun.

Entonces ahí está. Cuarenta años para uno de los álbumes más mitológicos, sino el más mitológico, que se haya grabado. No. No es el mejor álbum de los Beatles. Hay discos mejores de ellos mismos y muchísimos discos mejores de otras bandas. Hay discos más interesantes, más contundentes, más emocionales, más expresivos o con más propósito. Eso sí: no hay ningún disco igual. The Beatles, con esa cubierta sin maquillaje que anuncia de antemano las verrugas contenidas dentro, es en sí mismo una especie de un solo ejemplar. Tal vez por eso, merezca ser juzgado con una vara completamente diferente a la que usualmente se usa. Y en ese caso, un juicio definitivo sobre el mismo parece imposible, además de fútil.

Felicidades al White Album, y por cuarenta años más.

martes, 18 de noviembre de 2008

Sin problemas

Me miraste y me dijiste "¿no podés dormir?"; te dije "no, no me acostumbro a dormir al lado de alguien"; me dijiste "¿pero qué, te molesto?"; te dije "no, pero no quiero dormir, me quedo mirándote y pensando que no estoy tan apurado por escaparme"; me dijiste "¿escaparte?"; te dije "sí, dormir, soñar"; entonces te diste vuelta y apoyando la cabeza en la almohada me miraste más seriamente y me dijiste "¿por qué?"; te dije "no me hagas tantas preguntas, no sé qué contestarte"; me dijiste "está bien, no siempre tenés que contestar"; entonces no te contesté e hicimos silencio un rato; de repente me dijiste "a mí me gusta dormir con alguien al lado"; te dije "¿por qué?"; me dijiste "porque sí, porque está bueno, está bueno despertarme y que estés ahí"; te dije "¿aunque no me pueda dormir y me mueva todo el tiempo?"; me dijiste "sí"; te dije "pero vos dijiste alguien, y ese alguien podría ser cualquiera"; me dijiste "ahora sos vos"; yo te dije "mañana quién sabe"; te reíste, te reíste porque pensaste lo mismo; entonces me volviste a dar la espalda, te acurrucaste y me dijiste algo que no me puedo acordar; te dije "en vez de dormir me quedo mirando por ejemplo esto" y dejé caer mi mano abierta en la curvatura tonta de tu cadera; no me dijiste nada pero me parece que te seguías riendo o ya estabas medio dormida de nuevo; te dije "cuando voy por la calle siento que la ciudad tiene como un pulso perfecto, todos están yendo del punto x al punto y, pero yo estoy a destiempo, estoy de paso como una corriente de aire o como una llovizna y esté donde esté, estoy ahí sin ninguna razón de peso"; te dije "solo da la casualidad de que hay una ciudad, edificios, gente, justo por donde yo camino"; no sé si me escuchaste; te dije "pero cuando estoy acá y vos estás acá, eso no me pasa tanto, por eso no puedo dormir ¿entendés?"; no sé si me escuchaste; te dije "a mí también me gusta dormir con alguien, con vos, al lado"; no sé si me escuchaste; te dije "ey!"; después ya no te dije más nada porque no me escuchabas y porque por fin ya me había dado sueño. Esa fue una de las últimas veces que hablamos. Ahora me duermo sin problemas.

martes, 11 de noviembre de 2008

Ahí nomás...

Ahí nomás...

Igual:

A- El último álbum tampoco es para andar tirando cohetes.
B- Los precios de las entradas van a ser para desaparecer completamente y nunca ser encontrados.
C- Después del gran concierto de Maroon 5 de esta noche, a quién le puede importar esto...

En. Fin.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Ariembre

living well is the best revenge - i took your name - what's the frecuency kenneth? - drive - driver 8 - man-sized wreath - ignoreland - fall on me - electrolite - imitation of life - hollow man - everybody hurts - she just wants to be - the one i love - nightswimming - let me in - horse to water - bad day - orange crush - it's the end of the world as we know it (and i feel fine) [BIS] supernatural superserious - losing my religion - great beyond - man on the moon.


Twentieth century go and sleep.
Really deep.
We won’t blink.

Electrolite

Empezó noviembre. En mi caso particular, empezó noviembre con un soberano recital de R.E.M. en el Personal Fest, lo que me inspiró a chapucear uno de los más inefables títulos de la historia de este blog. Comentarios derogatorios de cualquier tipo: abstenerse, claro está.

Fue una espera diferente a otras, sin la adrenalina de luces que se apagan de golpe o de roadies probando instrumentos. Ni siquiera fue una espera, ya que apenas terminaron de tocar los Kaiser Chiefs en el segundo escenario - todavía no había encontrado mi lugar reservado entre la masa - en el escenario de enfrente apareció R.E.M. y procedió, como quien dice, a romperla.

Esta no es la típica banda de sexo, drogas y rock n' roll que uno iría a ver para hacer pogo o gesticular cuernitos a la Beavis and Butthead. Los tipos tomaron el nombre al azar de una enciclopedia y eso lo dice casi todo. R.E.M. - Rapid Eye Movement - es la fase del sueño en la que soñamos; en los sueños residirá acaso el dejo poético de un sustantivo propio que alardea ciencia y saber. Si su bandita universitaria no la hubiera pegado, estos tipos estarían en sus casas de Georgia, conjeturo, recortando enredaderas para que queden más prolijas y trabajando en negocios de computación. O administrando una granja, como lo hace hoy el ex batero Bill Berry en un elocuente ejemplo de lo mundano.

Por suerte para muchos, la banda la pegó y los otros tres - Michael Stipe, Michael Mills y Peter Buck - siguen grabando discos y haciendo giras, aunque alguno argumente, sin originalidad y con razón, que ya están lejos de sus días de gloria. Claro: no tiene mucho sentido hablar de "días de gloria" para bandas que ya han trascendido algo tan vulgar como el tiempo. R.E.M. fue y volvió muchas veces: el 1ro de noviembre, anteayer, volvió a Buenos Aires (después del Hot Festival en 2001) para presentar su flamante disco Accelerate.

Tal vez la palabra "profesional" sea demasiado glacial para calificar lo que fueron el sonido, lo visual y la performance de la banda. No obstante, ni más ni menos que eso fueron; profesionales. Kilómetros y años de giras encima no se cargan en vano; amén de la excelente reputación que tienen como banda en directo, la cual fue totalmente avalada en las puntuales dos horas de show que brindaron. Todo salió como tenía que salir: el sonido potente; la banda ajustada como un par de calzas; Stipe robándose la noche con sus credenciales de showman y una voz impecable que parecía directamente de estudio; y las pantallas gigantes dinamizando con un arte visual de una calidad inverosímil. En suma, hacieron valer el billete invertido.

El setlist se dio el grosero lujo de omitir material de los primeros dos álbumes, lo cual sería apenas un frívolo detalle sino fuera que Murmur (1983) es una de las obras de arte más perfectas que ha parido el rock - esto no es ocurrencia mía solamente - y que su sucesor Reckoning (1984) no le va en zaga. Un gesto al que no termino de prodigar aquiescencia, aún sabiendo que "el R.E.M. de la gente", apareció mucho después con el pase de IRS a Warner y el éxito espectacular de Out Of Time (1991) y Automatic For The People (1992). Que hace rato se hayan constituido en una rentable banda de (pequeños) estadios para (pequeños) burgueses no elimina que, en sus albores, R.E.M. hayan sido los padrinos absolutos de lo alternativo-indie-under o como-quieras-llamarlo. Y si la gente no lo sabe o lo olvidó, hay que recordárselo; hay que escupirle en la cara mitos como Radio Free Europe - temazo fundacional que hace años casi no tocan - o South Central Rain.

Sea como sea, que aún descartando su obra maestra hayan brindado un setlist del carajo, por decirlo así, habla a las claras del intimidante repertorio que hornearon estos muchachos en veinticinco años de trayectoria. Para compensar la mencionada omisión, dejaron constancia de todos los demás álbumes a excepción de Up (1998) y Around The Sun (2004). En efecto, hasta incluyeron un tema de Fables Of The Reconstruction (1985), aquel oscuro y poco mencionado tercer LP del cual no florecieron ni éxitos ni clásicos reconocidos. ¿La canción? Driver 8 ("we can reach our destination, but we're still a ways away"), dedicada expresamente a Barack Obama, en quien Stipe parece tener depositadas muchas esperanzas.

Esta canción, la más vieja de toda la noche (Stipe mismo lo reconoció: "this is a very old song"), sirvió de hecho para abrir el fuego del segmento más politizado, a lo largo del cual siguieron Man-Size Wreath, furibundo tema de Accelerate dedicado a George W. Bush, y Ignoreland, tema igualmente furibundo (esa carrera-hacia-el-estribillo me liquida) dedicado al otro Bush, al que no tiene la W. pero es igual de odiable y que también invadió Irak en algún momento. Por si no quedaba claro, Stipe subrayó que él - y todos los que compartían el escenario - odian al actual gobierno de EEUU, ese "very big and very strange place" del cual provienen.

Los guiños a las viejas épocas de IRS culminaron con la preciosa Fall On Me de Lifes Rich Pageant (1986), más las infaltables It's The End Of The World As We Know It - cerrando el show - y The One I Love, en la que Stipe fue presa de la síndrome-Bono y bajó del escenario para abrazarse con la gente; ocurrencia bastante ridícula si se tiene en cuenta que estabámos coreando una de las canciones más odiosas jamás escritas ("A simple prop to occupy my time, this one goes on to the one I love").

Como era de esperarse, Automatic For The People recibió una cobertura exhaustiva en la que no faltaron los clásicos Everybody Hurts, ramplona como siempre pero efectiva, Man On The Moon, Drive, la mencionada Ignoreland y la increíble, espeluznante, tristísima Nightswimming inaugurando el "momento bajonero" de la noche, con Mills al piano. En contraste, el otro caballito de batalla, Out Of Time, solo figuró a través de - no podía ser de otra manera - Losing My Religion, una de esas canciones monumentales de ácido desoxirribonucleico que nos sale cantar de memoria aunque no hayamos visto Out Of Time ni en figuritas (que no es mi caso, lógico, yo sí lo ví en figuritas).

Siguiendo con el desglose, se despacharon con tres (TRES!) canciones de Monster (1994), tal vez con la intención de reivindicar un álbum poco respetado, lo que dio como resultado algunos de los recodos menos memorables de la velada (salvando What's The Frequency, Kenneth?, claro). Hubo dos de Reveal (2001) - incluida la cantarina Imitation Of Life - y una sola de New Adventures In Hi-Fi (1996) - por lejos mi disco preferido de los cinco que sacaron en los 90 -, la hermosa Electrolite. Naturalmente, Accelerate fue profusamente promocionado con sus cuatro primeros temas, entre ellos el corte Supernatural Superserious que sonó a clásico en el BIS, más Horse To Water.

El momento más espectacular del show provino, sin embargo, del álbum Green (1988): una estremecedora rendición de Orange Crush, una cosa titánica que hizo saltar todo con su feedback desatado y su apoteósico coro, mientras Stipe correteaba por ahí medio loquito gritando con un megáfono. Bad Day y The Great Beyond, solo hallables en el compilado In Time, completaron el generoso panorama de un concierto que para mí ya es inolvidable.

¿Temas que extrañé? Muchos o muchísimos pero... ¿Qué más se le puede reclamar a un espectáculo de dos horas? Sí, podrían haber tocado Begin The Begin, que es mi canción favorita del grupo. De hecho, la tendrían que haber tocado. De hecho, cuentan los rumores malintencionados que estaba anotada en uno de los setlists que Stipe desparramó sobre el público al finalizar el concierto. Faltaron algunos hits como Stand (que de todas formas no me mueve tanto) y clásicos como These Days. Faltó que tocaran algo más de Hi-Fi, como la impresionante E-Bow The Letter. Faltó Houston, por lejos la mejor canción del último disco. Faltó, faltó, faltó. Siempre falta algo si nos lo proponemos.

Me cuesta hilvanar alguna conclusión profunda o remate con gancho para quedarse pensando. Las palabras se hacen fútiles con bandas como R.E.M., que hace tiempo que son leyenda y todo lo que se pueda escribir de ellos queda pequeño en comparación con lo que inspiraron y siguen inspirando sus canciones. Solo invito a seguir escuchando los discos y esperar a que vuelvan pronto a tocarnos más Murmur y más Reckoning.

SOBRE LOS APERITIVOS:

MARS VOLTA: Realmente no me pude meter en lo que vino a ofrecer The Mars Volta y tampoco me esforcé demasiado para tratar. Me acerqué a escucharlos con alguna expectativa, básicamente por Frances The Mute, una obra cumbre del rock progresivo de la cual no tocaron nada. De hecho, solamente interpretaron cuatro canciones (Drunkship Of Lanterns, Viscera Eyes, Wax Simulacra y Goliath) que sonaron todas más o menos a lo mismo: una zapada deforme y epiléptica para la cual no estaba demasiado predispuesto, a decir verdad. Una de las grandes virtudes de Frances The Mute es su cuidado balance entre freak-outs ensordecedores y pasajes más misteriosos donde hay lugar para el jazz, la psicodelia y hasta la música concreta. Lo de Mars Volta el sábado se hizo muy predecible y hasta monótono: estuvo bien que fuera improvisado, pero faltaron matices y picos de tensión. Se hizo muy difícil distinguir algo entre los aporreos interminables de Rodríguez López y los grititos de Bixer-Zavala. No es que me disguste este tipo de música: lo dije, me encanta Frances The Mute, solo que no estaba psicológicamente preparado para ese free-jazz-metal cósmico que trajeron, o como diablos se denomine esa cosa. Goliath, con sus claras influencias de King Crimson, fue lo que más disfruté. Cuando se fueron del escenario, no obstante, les agradecí de corazón el haberse llamado a silencio.

BLOC PARTY: No conozco Bloc Party y luego del derretimiento parcial de mi cerebro causado por los Mars Volta no tenía muchas pilas para iniciarme. Los escuché de lejos comiendo un paty y no sonaron para nada mal, pero tampoco me llamaron mucho la atención. Por momentos me recordaron a New Order. Fue música de fondo. No puedo opinar mucho.

KAISER CHIEFS: Divertidos y saltarines pero dolorosamente inocuos. El guitarrista parecía un Byrd. El cantante, un Beach Boy. El bajista, un Stroke. Suenan como un refrito de Blur y Supergrass, que a su vez eran un refrito de XTC. Honestamente estoy medio hasta los huevos de refritos; hace falta en Inglaterra alguien que quiera hacer algo original. Urgente. Es ante este tipo de fiascos que se me ocurre revalorizar un poco la propuesta ultra-arriesgada de Mars Volta. De todas formas reconozco que para lo que se proponen son muy efectivos: le ponen onda, son simpáticos, hacen canciones bailables y coreables y toda la bola. No tienen personalidad ni contenido alguno pero te hacen pasar el rato, como quien se divierte en una fiesta de cumpleaños. Ellos mismos no podían ponerlo más claro: everything is average nowadays.

viernes, 31 de octubre de 2008

Pilgrimage (Peregrinaje)

Ahí contraté todo lo que son turcos ladrones, geishas desnudas, carminas buranas y ansiolíticos para duendes de belfos con silueta de cono. Todo lo que tiene que ver con el síndromo, el palíndromo y el anticonceptivo de emergencia. Todo lo relacionado con el gran vertidor de epopeyas y los profes proxenetas que acopian cantimpalo. Porque ahora en el campo está muy en boga lo que llaman un rollo, un amigovio, un perejil, un tuerca. Están saliendo también mucho los arcos y flechas, los ombúes/portales, los magos del tenis, los obstetras metaleros y, cúando no, los piluqui. Y ahora, más adelante, se avecinan las diligencias del miedo (Quiroga va en coche al muere, supuse), los potros del ártico y las águilas de mal agüero con sus capas luctuosas y sus chambergos.

Para qué quiero yo ahora los pisos de goma, los tubos de helio, los cristales de azufre y las bambalinas transatlántias. Hay huecos en la ciudad donde se mea, se lamenta, se duerme y se derraman lágrimas de aceite de oliva extra-virgen. En estas calles se han visto remises alados, purretes en remojo, algas pluricéfalas, entierros en cápsula y tantos de esos jardines verticales que se recorren con la velocidad de los sueños. Y quién pudiera regresar a los días venturosos, de lunas errabundas, volcanes calcinados y médanos de oro, allí donde pastan los coloridos mandriles, los desplumados buitres, los homínidos de pueblerinas certezas. Fue allí donde alcé mis binoculares al astro rey y descubrí el triangular secreto de los caleidoscopios.

Todo lo vinculado al caudal, al fueye, al metatango y a la esclerosis. Casi todo lo que importa menos que un ópalo, un zafiro de gloria, un mocasín en la penumbra. Aquello que vinculamos con la esfinge macabra, el mártir soldado, el shot de fernet o la Colombia uribista que intercambia rehenes por porcentajes en las encuestas de popularidad. Si me nombran que me nombren esclavo, servidor, hijastro de ésta, mi patria égloga y de deidades greco-romanas, de Machiavelli y Macbeth, su servidor literario incondicional. O que me lleven con respirador artificial a las planicies de Alabama donde los del norte han liberado al supermercado, por fin oh! por fin, de los confederados negreros, de estancias e inquilinatos, de fatigadas banderolas de la Confederación.

Y, en caso de ser posible, mi último deseo; abandonar de una vez este tablero, esta jaula de vidrio, este calendario que no es más que un obstinado mapeo del tiempo, para montar de una vez sobre las tormentas de Arabia y regresar por los avinagrados ríos y las avinagradas noches hasta la aorta desgarrada de mi pueblo, mi Mecca, mi Medina, mi última visión, mi última montaña o despojo de nombres, con la ansiosa esperanza de que en algún postrero refugio del espíritu se me versione en mil mañanas distintas, en mil frutos comestibles, en mil iones que serán disparados por lo incalculable del universo esquelético, tendiendo un rechinante puente entre el mundo de los aún-no-nacidos y el de los felizmente muertos. Ese puente que es la vida, esa cosa imposible de escribir, que es el desatino al elegir, que es la ignorancia o la indiferencia, que son las muecas impías del orgasmo, que es el vacío tenebroso del futuro, futuro espeso, del color de un vendaval, de un laberinto, de un esófago-acueducto romano que encauza mis pensamientos-vómitos hacia el albañal de los sueños, o de un vulgar Cristo en miniatura - yo mismo - que al tercer día resucita, arte de magia, y descorre la piedra de la vagina de su madre María en el pesebre viviente: sepulcro del sexo, hábitat de juglares con cosquillas y néctares frutícolas, volviendo a nacer como cuando su vientre de tambor alumbró una ciudad, y de cuando sus pechos de propóleo amamantaron una ciudad, una Roma, una Getsemaní, una Atlántida, una Buenos Aires correosa y enamorada de la lluvia, una Habana en 1959, y sus coches antiguos como tumbas rodantes, como epitafiando que aquí yace una utopía, una religión, un ideal, un amor, un sistema de seres humanos que se devoran mutuamente hasta el hartazgo pero que, aún, siguen exclamando: ¡MÁS!.

Tales los colores de mi ensoñación, magra como esta tristeza.

martes, 21 de octubre de 2008

President

Más de una vez le han preguntado a Herminius Watt en qué país le gustaría vivir si no lo hiciera ya en esta habitual - e irresoluta - República Argentina. La mayoría de las veces ha contestado sin mentiras: en Estados Unidos.

Tal respuesta, me comenta, tiende a provocar en sus interlocutores reacciones que pendulan entre la la sorpresa y el rechazo (con sus correspondientes muecas incrédulas). Sorpresa y rechazo que suele comprender con inmediatez, lo cual lo lleva a no defender demasiado su torpe elección para, en cambio, aclarar que ¡claro!, también le gustarían Inglaterra, España, Letonia, Marruecos, Egipto, Singapur, Islas Maldivas, etc.

Tenemos claro que para incorporar una experiencia de vida culta y cool y literata hay que mandarse a Europa (aterrizando en pólis como Amsterdam o Barcelona, más bien, y no en Zürich o Liverpool) ¿Para qué? Para amamantar la modernidad progre de la Unión; para viajar en pulcros trenes bala entre ciudadelas medievales; para comprar vinilos, hablar en lenguas y conocer gente bella al amparo de pintorescas luces.

Si, por el contrario, quisiéramos descubrir las vísceras profundas de una Latinoamérica de la que formamos parte sin tal vez sospecharlo - tan cosmopolitas que somos en B.A. -, nada más exótico que internarse una temporada en Bolivia y Perú (Paraguay nunca va a estar de moda, que nos perdone Saturnino) ¿Y para qué? Para volver - porque de allá volvemos - exclamando que cómo puede ser que estos cholos tomen coca-cola de bolsitas y que se amontonen como animalejos en colectivos maltrechos y que vivan o hablen o huelan así (eso sí: el paisaje, increíble).

Últimamente parece que también otorga mucho status irse a Nueva Zelanda a trabajar de mesero, valet parking o cualquier cosa. Te hacés unos dólares, conocés un país pletórico de animales curiosos, selvas vacías y montañas nevadas, además de que los locales vienen con todas las ventajas primermundistas (hablan inglés, juegan al rubgy, navegan, gente civilizada) sin sus contraindicaciones (no te van a hablar de armas de destrucción masiva, ni del precio del petróleo, además de que son, fundamentalmente, muy pocos).

El último grito de la moda, según entendemos, es Costa Rica. Ni Panamá ni Nicaragua: Costa Rica. Litorales Atlántico y Pacífico a una conveniente hora de distancia; mucha playa, sol y algún que otro chubasco tropical; no mucho más para ver o hacer. Da para fogatas en la arena, escuchar dub en algún bar rústico, fumarse todos los porros del mundo y filosofar sobre la existencia o no de un alma inmortal. Si alguien se puede sacar toda esa modorra de encima, hay un par de junglas para hacer canopy y otras aventurillas turístico-familiares súper espontáneas. Sobre la plebe vernácula y su forma de vida, poco y nada para interesarse. Óptimo.

Y Herminius, ante tanta oferta tentadora, contesta: en Estados Unidos. Tierra de los seres más fóbicos y estresados del planeta; paraíso del consumo épico de huevadas y el coleccionismo de rifles; autores intelectuales del fast-food y el cine pochoclero; factoría de insulsos prejucios; vaticano del culto al propio ombligo; fan-club del anodino libre mercado. Este Herminius debe ser un pelotudo.

Así lo explica él con sus propias palabras: "vos anda a vivir a donde quieras; pero si realmente querés entender el mundo contradictorio en el que vivimos, hay que ir a las fuentes. Y los EEUU son la fuente, el manantial; todas las incongruencias y fabulaciones sobre las que construimos nuestra vida de cada día se encuentran condensadas en ese extraño conglomerado de gente agrupada bajo el administrativo nombre de "Estados Unidos de América" (denominación de la cual los lugareños rescatan el "América", para furia del resto del continente).

No nos engañemos: Estados Unidos, así como lo ven, es una de las mayores potencias culturales del mundo. Y aquí hablamos de cultura "culta" como de cultura popular y masiva. El mismo país que fabrica cantidades incomprensibles de bombas - tantas que a cada rato necesita salir a dejarlas caer por ahí - es el país que parió cineastas como Woody Allen, artistas como Bob Dylan y ensayistas como Susan Sontag. El mismo país repleto de niños obesos que solo comen papas fritas es el país que produjo películas magistrales como "El Padrino", sátiras de culto como "Los Simpsons" y obras musicales seminales como "The Black Saint And The Sinner Lady". El mismo país que nos vende carroña como "American Idol" nos da las películas de David Lynch. El mismo país donde cada tanto algún estudiante sale a los tiros por la facu nos dejó la poesía de Whitman, Elliot y Poe. El mismo país que ve viable construir una muralla en una de sus fronteras (al mejor estilo de la dinastía Ming) es el mismo que le abrió las puertas a inmigrantes de las más variadas procedencias y religiones. El mismo país cuyos habitantes no tienen la menor idea de dónde queda ni qué es Chile - es solo un ejemplo milimétrico - es el que desarrolló los artefactos de información más poderosos de la historia como lo son la televisión e Internet. El mismo país que encolumna un sistema financiero mastodóntico regido por el laissez-faire no duda en nacionalizar todo lo que camine cuando los numeritos se caen. El mismo país que vota a Bush y marcha con él en su cruzada mesiánica, lo condena a la temible mazmorra del papelón. El mismo país que alumbra a Martin Luther King, lo mata.

Y así, sucesivamente.

Este video incómodo, hasta shockeante, da una idea tenebrosa del costado más choto de los Estados Unidos. El republicano John McCain, que basó su campaña en cuestionar el patriotismo y la legitimidad de su rival Obama, se encuentra cara a cara con "la sal de la tierra" que lo va a votar y no puede disimular su disgusto. Es en parte su culpa, cierto, pero si le queda algo de ética e inteligencia, debería odiarse a sí mismo por asociarse a semejante nivel de ignominia. Y la misma nación que mece la cuna de estos renacuajos de inoperante cerebro es la que nos da, oh! tantas cosas.



Un asco. Pero Herminius Watt no tiene dudas: Estados Unidos es un país fascinante.