En el campo de la interrelación mutua, los humanos tenemos un vicio al que probablemente jamás renunciaremos; construir un otro cultural, tenerle un profundo miedo y, eventualmente, hacerle la guerra. Ha sido así a lo largo de toda la historia de la especie y dificilmente sea distinto cuando estemos en el año 15.670, batallando en algún nido espacial con proa hacia Alfa Centauri. Cuando nos situamos frente a alguien inevitablemente nos compete más el hecho de que sea un árabe, un judío, un inglés, un musulmán, un negro, un negro villero, un freak, un ateo, un ciego, (un "otro", en suma) que la condición de ser humano que compartimos. A veces incluso nos tienta descartar esta última como una posiblidad inverosímil, y nos sentimos con la conciencia más tranquila ubicando al "otro" entre los animales o las bestias. Estamos clasificándonos recíprocamente en forma perpetua, jerarquizándonos sobre la base de los más puntillosos rasgos culturales o políticos.
Muchos, con lógica, defienden esta operación como la única forma que tiene el ser humano de constituir su propia identidad, crear comunidades a partir de ella y tener algo concreto a lo que aferrarse en la pavorosa inmensidad del universo. Construir a un "otro" y separarse de él es la única forma que tenemos de construirnos a nosotros mismos; en la negación del "otro" descansa la propia afirmación. Pensar que todos somos igualmente humanos nos espanta por instinto; nos paraliza la idea de que esencialmente somos lo mismo que el yanki soberbio, el pordiosero andrajoso, el boliviano maloliente, el árabe fundamentalista, el homosexual pervertido. Si nos definiéramos tan solo como seres humanos de una única comunidad global no sabríamos dónde quedar parados entre tamaña diversidad; por eso nos reconforta hacer un culto de la diferencia, y por eso lo practicamos todo el tiempo, apegándonos con pasión religiosa a lo que sentimos más nuestro e inmediato.
El aspecto vicioso del asunto es que lo encaramos reaccionariamente, con fanatismo: tenemos la costumbre de universalizar nuestros valores como una verdad cerrada sin historia. Por eso es que el "otro" no solo es diferente sino también hostil; su cultura tiene algo de inhumano, de invasivo, y representa una continua amenaza. Así viven las comunidades del mundo; sintiéndose en jaque permanente, permanentemente jaqueando a otros, siempre dispuestas al escándalo, al malentendido, a la humillación.
Esta reflexión vale a propósito del reciente 25to aniversario de la toma de Malvinas; el recuerdo de aquel 2 de abril de 1982 en el que con la recuperación militar de las islas, vaya ironía brutal, comenzamos a perderlas, quizás para siempre. La ocasión pide rendir homenaje a quienes murieron durante el conflicto, pero también solemos aprovecharla para revisitar viejas hostilidades entre Argentina y el Reino Unido con discursos que, desde ambas partes, se empecinan en una rígida reivindicación nacionalista, desconociendo la posibilidad de reestablecer lazos concretos y medianamente amistosos entre vecinos; en este caso, argentinos y kelpers
No nos engañemos: pensamos y decimos que las Malvinas son argentinas porque es lo que nos repitieron constantemente desde primer grado, cuando todavía ni sabíamos limpiarnos la nariz. Pocos argentinos conocemos la historia del archipiélago previa al conflicto armado, la cual se remonta desde el s. XVI; nadie sabe exactamente cuáles son los fundamentos jurídicos que esgrimen los gobiernos de ambas naciones para defender sus posturas. Decimos que son argentinas porque sí, porque los piratas ingleses nos las robaron. No hace falta saber más nada. Cuando tenemos que explicarle a un ciudadano de cualquier otra parte del mundo por qué son nuestras, no sabemos qué decir; "porque están cerca", es lo que sale por instinto. Y no sabemos qué decir porque honestamente nunca se nos ha pasado por la cabeza tener que decir nada; el hecho de que las Malvinas son argentinas es un sentimiento, y los sentimientos no se explican.
El consenso en torno al tema que se observa en nuestro imaginario colectivo es el sueño húmedo de cualquier absolutista. Fachos y zurdos, peronistas y gorilas, conservadores y progresistas, ricos y pobres, propietarios y obreros, intelectuales y "gente del pueblo", gallinas y bosteros; todos viven eternamente divididos por los más complejos debates, pero se pondrán de acuerdo en una cosa: las Malvinas son argentinas. Esta doctrina ha sido el sustrato sistemático de todos lavados de cerebro programados en despachos y cuarteles; la única noción que se mantuvo incólume entre los grotescos vaivenes políticos a los que nos sometimos. Todas las ideologías han tenido su momento histórico y han luchado contra polos opuestos de férrea antagonía; nos hemos matado entre nosotros por la tierra, el libre mercado, la libertad de los pueblos, los derechos humanos, los salarios, el valor de la moneda y el orden público. Pero a casi ningún argentino en su sano juicio, ni ayer ni hoy, se le ocurriría argumentar que las Malvinas son para los kelpers.
No difiere demasiado el panorama si se atienden las posturas generalizadas en el lado británico. Con la guerra, la mayoría de los habitantes de las Falklands se han convertido en tatcheristas recalcitrantes que, casi como perros de Pavlov, parecieran escandalizarse ante la sola mención de la palabra "Argentina". En el Reino Unido, es relativamente común que muchos ciudadanos que ni siquiera saben ubicar a las islas en un planisferio rechacen con inusitado énfasis el reclamo argentino. Un ejemplo elocuente lo provee el caso del perdiódico izquierdista británico "The Guardian", que, con motivo del aniversario, publicó el pasado 2 de abril un artículo editorial escrito por el ex-funcionario Richard Gott, en el que el autor defiende la posición de nuestro país en torno al conflicto. Al poco de aparecer en el sitio web del diario, los comentarios de lectores ingleses llovieron con argumentos ad hominem y reacciones desmedidamente violentas para lo que, en definitiva, es solo una opinión personal.
El patriotismo es un peligro terrible. Hijo pródigo de la ignorancia exaltada y el adoctrinamiento militarista, no tiene relación alguna con el inevitable amor a la tierra donde se nace sino con fanatismos unilaterales que presuponen que la razón está de nuestra parte solo por eso: porque es la nuestra. Y a morir por ella. Los símbolos patrios que nos enseñan a venerar en las escuelas son artificios lava-conciencias que permiten, en el largo plazo, diseñar nuestras ideologías para que piensen más con las notas del himno que con las neuronas. Herramienta de incalculable valor para tiranos y dictadores de toda calaña, el patriotismo nos transforma con efectividad comprobada en una masa uniformemente enceguecida de miedo, sedienta de sangre. No es de extrañar que las más penosas canalladas políticas de los últimos tiempos, desde el holocausto nazi hasta la guerra en Irak, hayan sido respaldadas por masas histéricas agitando banderitas de un país y sus "valores". No es de extrañar tampoco que un dictador de poca monta como Galtieri, con solo apelar al patriotismo relativo a las Malvinas, haya sido aclamado como héroe por aquellos a quiénes su régimen oprimía, en esa histórica Plaza de Mayo cuyo recuerdo hoy da ganas de llorar.
Curar las deleznable adicción al patriotismo no implica dejar de pensarnos como argentinos, ni tampoco sepultar el reclamo de sobernía sobre Malvinas. Lo que sí implica, en este caso, es abordar el tema desde perspectivas amplias, superadoras del paradigma del loro que repite todo desde la escuela. Al hacerlo, nos hallaremos ante una cuestión de una formidable complejidad geopolítica, en la que ambas naciones cuentan con sus propios argumentos jurídicos e interpretaciones de la historia, las cuales se desafían mutuamente y, en el proceso, desafían también nuestras formas de pensar las coordenadas del mundo. El gobierno argentino esgrime una posición que, buena o mala, se ha sostenido durante casi dos siglos; los isleños tienen intereses concretos basados en una identidad formada por generaciones que también son atendibles. La historia de la colonización del archipiélago revela detalles tan sorprendentes como contradictorios, en los que no todo es necesariamente negro o blanco. Conocer más acerca de todo ello no respondería tan solo a una curiosidad de biblioteca, sino a una forma criteriosa de sostener la argentinidad de las Malvinas; de darle, si se quiere, un sentido del que no sea el patriotismo el hilo conductor sino un genuino conocimiento de la causa.
Implica también cuestionarse si el reclamo de soberanía, por más justo que sea, debe ser tan tirante como para condicionar posibles relaciones fecundas con los isleños. Además de ciudadanos británicos en una zona en disputa, son nuestros vecinos. Vecinos tan humanos y culturalmente afines como los miles de ciudadanos británicos que visitan, e incluso habitan, sin problema alguno nuestro territorio continental. El hecho de que para los kelpers la Argentina no exista ni como socio comercial, ni como interlocutor creíble, ni como destino turístico (confesable, al menos) no tiene ninguna excusa lógica, por más conflicto que medie entre ambos pueblos. Se puede objetar el irracional prejuicio que muchos isleños siguen teniendo hacia nuestro país, pero cabe preguntarse también si el gobierno argentino, en los últimos tiempos, no ha sido algo miserable en políticas de acercamiento.
Fomentar el intercambio con los kelpers podría representar no solo un enriquecimiento de nuestra cultura ciudadana, sino también una vía mucho más inteligente para reestablecer, a futuro, el diálogo sobre la soberanía. Así como los isleños no pueden pretender que la Argentina renuncie a un reclamo histórico, los argentinos tampoco podemos esperar que ellos acepten cambiar su nacionalidad de un día para el otro, o emigrar de la tierra que durante tanto tiempo han habitado. Mientras tanto, solo cavernarios prejuicios nacionalistas impiden que nos veamos recíprocamente como dos pueblos dignos de interés y, por qué no, capaces de la amistad.
Muchos, con lógica, defienden esta operación como la única forma que tiene el ser humano de constituir su propia identidad, crear comunidades a partir de ella y tener algo concreto a lo que aferrarse en la pavorosa inmensidad del universo. Construir a un "otro" y separarse de él es la única forma que tenemos de construirnos a nosotros mismos; en la negación del "otro" descansa la propia afirmación. Pensar que todos somos igualmente humanos nos espanta por instinto; nos paraliza la idea de que esencialmente somos lo mismo que el yanki soberbio, el pordiosero andrajoso, el boliviano maloliente, el árabe fundamentalista, el homosexual pervertido. Si nos definiéramos tan solo como seres humanos de una única comunidad global no sabríamos dónde quedar parados entre tamaña diversidad; por eso nos reconforta hacer un culto de la diferencia, y por eso lo practicamos todo el tiempo, apegándonos con pasión religiosa a lo que sentimos más nuestro e inmediato.
El aspecto vicioso del asunto es que lo encaramos reaccionariamente, con fanatismo: tenemos la costumbre de universalizar nuestros valores como una verdad cerrada sin historia. Por eso es que el "otro" no solo es diferente sino también hostil; su cultura tiene algo de inhumano, de invasivo, y representa una continua amenaza. Así viven las comunidades del mundo; sintiéndose en jaque permanente, permanentemente jaqueando a otros, siempre dispuestas al escándalo, al malentendido, a la humillación.
Esta reflexión vale a propósito del reciente 25to aniversario de la toma de Malvinas; el recuerdo de aquel 2 de abril de 1982 en el que con la recuperación militar de las islas, vaya ironía brutal, comenzamos a perderlas, quizás para siempre. La ocasión pide rendir homenaje a quienes murieron durante el conflicto, pero también solemos aprovecharla para revisitar viejas hostilidades entre Argentina y el Reino Unido con discursos que, desde ambas partes, se empecinan en una rígida reivindicación nacionalista, desconociendo la posibilidad de reestablecer lazos concretos y medianamente amistosos entre vecinos; en este caso, argentinos y kelpers
No nos engañemos: pensamos y decimos que las Malvinas son argentinas porque es lo que nos repitieron constantemente desde primer grado, cuando todavía ni sabíamos limpiarnos la nariz. Pocos argentinos conocemos la historia del archipiélago previa al conflicto armado, la cual se remonta desde el s. XVI; nadie sabe exactamente cuáles son los fundamentos jurídicos que esgrimen los gobiernos de ambas naciones para defender sus posturas. Decimos que son argentinas porque sí, porque los piratas ingleses nos las robaron. No hace falta saber más nada. Cuando tenemos que explicarle a un ciudadano de cualquier otra parte del mundo por qué son nuestras, no sabemos qué decir; "porque están cerca", es lo que sale por instinto. Y no sabemos qué decir porque honestamente nunca se nos ha pasado por la cabeza tener que decir nada; el hecho de que las Malvinas son argentinas es un sentimiento, y los sentimientos no se explican.
El consenso en torno al tema que se observa en nuestro imaginario colectivo es el sueño húmedo de cualquier absolutista. Fachos y zurdos, peronistas y gorilas, conservadores y progresistas, ricos y pobres, propietarios y obreros, intelectuales y "gente del pueblo", gallinas y bosteros; todos viven eternamente divididos por los más complejos debates, pero se pondrán de acuerdo en una cosa: las Malvinas son argentinas. Esta doctrina ha sido el sustrato sistemático de todos lavados de cerebro programados en despachos y cuarteles; la única noción que se mantuvo incólume entre los grotescos vaivenes políticos a los que nos sometimos. Todas las ideologías han tenido su momento histórico y han luchado contra polos opuestos de férrea antagonía; nos hemos matado entre nosotros por la tierra, el libre mercado, la libertad de los pueblos, los derechos humanos, los salarios, el valor de la moneda y el orden público. Pero a casi ningún argentino en su sano juicio, ni ayer ni hoy, se le ocurriría argumentar que las Malvinas son para los kelpers.
No difiere demasiado el panorama si se atienden las posturas generalizadas en el lado británico. Con la guerra, la mayoría de los habitantes de las Falklands se han convertido en tatcheristas recalcitrantes que, casi como perros de Pavlov, parecieran escandalizarse ante la sola mención de la palabra "Argentina". En el Reino Unido, es relativamente común que muchos ciudadanos que ni siquiera saben ubicar a las islas en un planisferio rechacen con inusitado énfasis el reclamo argentino. Un ejemplo elocuente lo provee el caso del perdiódico izquierdista británico "The Guardian", que, con motivo del aniversario, publicó el pasado 2 de abril un artículo editorial escrito por el ex-funcionario Richard Gott, en el que el autor defiende la posición de nuestro país en torno al conflicto. Al poco de aparecer en el sitio web del diario, los comentarios de lectores ingleses llovieron con argumentos ad hominem y reacciones desmedidamente violentas para lo que, en definitiva, es solo una opinión personal.
El patriotismo es un peligro terrible. Hijo pródigo de la ignorancia exaltada y el adoctrinamiento militarista, no tiene relación alguna con el inevitable amor a la tierra donde se nace sino con fanatismos unilaterales que presuponen que la razón está de nuestra parte solo por eso: porque es la nuestra. Y a morir por ella. Los símbolos patrios que nos enseñan a venerar en las escuelas son artificios lava-conciencias que permiten, en el largo plazo, diseñar nuestras ideologías para que piensen más con las notas del himno que con las neuronas. Herramienta de incalculable valor para tiranos y dictadores de toda calaña, el patriotismo nos transforma con efectividad comprobada en una masa uniformemente enceguecida de miedo, sedienta de sangre. No es de extrañar que las más penosas canalladas políticas de los últimos tiempos, desde el holocausto nazi hasta la guerra en Irak, hayan sido respaldadas por masas histéricas agitando banderitas de un país y sus "valores". No es de extrañar tampoco que un dictador de poca monta como Galtieri, con solo apelar al patriotismo relativo a las Malvinas, haya sido aclamado como héroe por aquellos a quiénes su régimen oprimía, en esa histórica Plaza de Mayo cuyo recuerdo hoy da ganas de llorar.
Curar las deleznable adicción al patriotismo no implica dejar de pensarnos como argentinos, ni tampoco sepultar el reclamo de sobernía sobre Malvinas. Lo que sí implica, en este caso, es abordar el tema desde perspectivas amplias, superadoras del paradigma del loro que repite todo desde la escuela. Al hacerlo, nos hallaremos ante una cuestión de una formidable complejidad geopolítica, en la que ambas naciones cuentan con sus propios argumentos jurídicos e interpretaciones de la historia, las cuales se desafían mutuamente y, en el proceso, desafían también nuestras formas de pensar las coordenadas del mundo. El gobierno argentino esgrime una posición que, buena o mala, se ha sostenido durante casi dos siglos; los isleños tienen intereses concretos basados en una identidad formada por generaciones que también son atendibles. La historia de la colonización del archipiélago revela detalles tan sorprendentes como contradictorios, en los que no todo es necesariamente negro o blanco. Conocer más acerca de todo ello no respondería tan solo a una curiosidad de biblioteca, sino a una forma criteriosa de sostener la argentinidad de las Malvinas; de darle, si se quiere, un sentido del que no sea el patriotismo el hilo conductor sino un genuino conocimiento de la causa.
Implica también cuestionarse si el reclamo de soberanía, por más justo que sea, debe ser tan tirante como para condicionar posibles relaciones fecundas con los isleños. Además de ciudadanos británicos en una zona en disputa, son nuestros vecinos. Vecinos tan humanos y culturalmente afines como los miles de ciudadanos británicos que visitan, e incluso habitan, sin problema alguno nuestro territorio continental. El hecho de que para los kelpers la Argentina no exista ni como socio comercial, ni como interlocutor creíble, ni como destino turístico (confesable, al menos) no tiene ninguna excusa lógica, por más conflicto que medie entre ambos pueblos. Se puede objetar el irracional prejuicio que muchos isleños siguen teniendo hacia nuestro país, pero cabe preguntarse también si el gobierno argentino, en los últimos tiempos, no ha sido algo miserable en políticas de acercamiento.
Fomentar el intercambio con los kelpers podría representar no solo un enriquecimiento de nuestra cultura ciudadana, sino también una vía mucho más inteligente para reestablecer, a futuro, el diálogo sobre la soberanía. Así como los isleños no pueden pretender que la Argentina renuncie a un reclamo histórico, los argentinos tampoco podemos esperar que ellos acepten cambiar su nacionalidad de un día para el otro, o emigrar de la tierra que durante tanto tiempo han habitado. Mientras tanto, solo cavernarios prejuicios nacionalistas impiden que nos veamos recíprocamente como dos pueblos dignos de interés y, por qué no, capaces de la amistad.
4 comentarios:
Excelente artículo y mejor aún punto de vista para encarar este espinoso tema.
Debería ser tenido en cuenta por nuestra "ilustrada" clase política.
Qué lindo lo que escribiste y qué bien lo escribiste. Te felicito.
Por si a alguien le interesa, yo casualmente bosquejé un proyecto que se denominaba "Falkvinas"- The Door to Mercosur??" que incluía además del posible mensaje económico interbloques (Union Europea-Mercosur), más un proyecto de intercambio de visitas de familias kelpers con familias argentinas,(tomando posibles experiencias de los intercambios de familias irlandesas norte y sur) cruzando tambien con ubicaciones en Ushuaia e involucrando otros actores que podrían ayudar culturalmente mucho,(comunidad galesa en Argentina) y también propuse la mediación de la marina de Alemania, que se que tienen muy buena relación a nivel oficialidad con ambas partes, además el futbol y el deporte nos pueden dar una mano, Tévez se está haciendo querer en Inglaterra, Los Pumas ahora estan con un pie adentro del Commonwealth ya sea 7 naciones del Norte o 4 naciones del sur, y etc. etc. En definitiva creo que se fallo tanto con la política de Seducción a los isleños como con el actual "corte de rostro" creo nos faltó probar si se quieren "integrar realmente con nosotros" para que realmente nos conozcan y nos respeten,(cuando los hagamos "sentir" como nosotros, y vean que "el continente" les queda al toque y puede dejar de estar aislados e integrarse a algo nuevo grande,(sin tener que perder su historia creo tendremos el problema casi resuelto) Bueh, un cordial saludo y si alguien tiene ganas de ponerse las pilas sanamente,( y preferente con algun apoyo oficial) a vuestra disposición mgenoni@hotmail.com
Man, me arruinaste la tarde. ¿Cómo vas a postear esa imagen? ¿No te das cuenta de que es un gato con una pipa? Sos un desubicado.
Publicar un comentario