miércoles, 28 de febrero de 2007

Anatomía de la modernidad


El cuerpo popular no supone frontera alguna. Se trata tan solo de una partícula inmersa en el viento cosmogónico del universo, en ese fluir impreciso donde se entremezclan y reencuentran permanentemente todos los estados de las cosas existentes. No hay separación entre un sujeto-cuerpo y un objeto-naturaleza. La piel no es una muralla divisora, sino una membrana permeable que permite al cuerpo sumergirse de manera poco juiciosa en otros cuerpos semejantes, proyectarse hacia el domino de lo impredecible, de lo caótico, de lo incontrolable, de lo misterioso. No es un cuerpo que pueda (o quiera) recluirse en esa parcela de alambre perimetral electrificado que hoy llamamos “individuo”, sino uno que deja correr sus impulsos más profundos y con ellos anega el mundo sin pruritos ni segundas intenciones. Es, por ende, un cuerpo incontrolable, sin cauce, difuso, que a través de sus cavidades jugosas y sus protuberancias turgentes se constituye en una nebulosa comunitaria con otros cuerpos. No hay sujeto. No hay individuo. Hay un mundo unificado donde todo vive. El mundo epitomizado en una plaza medieval en semanas de Carnaval, donde caen los estamentos sociales y zozobran las coartadas físicas; donde el fraseo incoherente que canta John Lennon en “I Am The Walrus” se revestiría de súbito sentido: “I am he, as you are he, as you are me and we are all together".

Es el cuerpo popular de las épocas premodernas. Ese mismo que la modernidad se encargará de aniquilar, al amparo de una implacable racionalidad matemática que primero comete la osadía de aplicar cierto principio de electrólisis al mundo, aislando así al hombre de su sustrato natural, y después nos pone en una disyuntiva: ¿A cuál de estos dos nuevos entes conceptuales (naturaleza y hombre) pertenece el cuerpo humano?

La concepción moderna nos trae algo nuevo: un sujeto, un individuo, algo que transita en la naturaleza pero que ya no pertenece a ella. Entonces, el cuerpo humano adquiere un significado mucho más problemático y ambiguo que antes. Por un lado, es aquel que reafirmará la individualidad de los sujetos al exteriorizar las diferencias a través de los rasgos físicos (sobre todo en el rostro); por otro lado, será trascendido por este mismo ente conceptual de “individuo”, a través de ciertas figuras extra-corporales como el “artista” del renacimiento. Se podría decir, con un poco de humor, que el cuerpo hace el trabajo sucio de individualizar al sujeto para que luego éste, muy desagradecido, lo desplace y lo jerarquice por debajo, como un objeto más.

Los primeros modernos se atreven a tomar posición; el cuerpo humano es parte de esa naturaleza objetivada, que no se debe comprender con las patrañas sensoriales del dolor y el placer, sino con triángulos y ecuaciones y formulitas anotadas en un pizarrón. Bajo cierta perspectiva, puede decirse que sigue siendo lo que era antes: una parte integrante que fluye por los canales del universo natural. El detalle es que ahora el papel central de la comedia de la vida lo ocupa la persona, el individuo, el sujeto. Persona, individuo y sujeto que, en un alarde de abstracción, se da el lujo de separarse de su propio cuerpo y considerarlo un elemento más de la naturaleza, una cosa susceptible de ser mensurada y calculada como cualquier potus o gatito del vecino. El cuerpo es “un otro” y, como tal, pierde su carácter sagrado.

La naturaleza, y por ende el cuerpo, se hacen controlables a través de la ciencia. El sujeto regula su cuerpo; las membranas antes permeables se pueblan de murallas y gendarmes; las aberturas húmedas que antes nos hacían mundo son ahora soeces; los fluidos corporales se privatizan y los impulsos irracionales deben ser templados. El cuerpo se cierra y se pone así al servicio del individuo racional; ese que no quiere ser parte de otros ni del universo, ese que no quiere ser invadido, ese que quiere ser él mismo y preservarse ante las amenazas de otros. El cuerpo aparece entonces concebido como una posesión más, una herramienta que le permite al individuo obtener información de la naturaleza pero sin mezclarse con ella. Vos allá y yo acá. Nadie me quita mi ser yo mismo.

Es René Descartes quien, a través de sus meditaciones, propicia las bases de esta cosmovisión. Según sus elucubraciones, el cuerpo es un elemento que, como cualquier objeto de la naturaleza sensible, se percibe; es decir, sabemos que está ahí no porque nosotros seamos ese cuerpo sino porque lo percibimos. Sentimos nuestros dolores internos, vemos nuestras extremidades, tocamos nuestra piel. Por lo tanto, el cuerpo es un ente externo; el cuerpo no es la esencia de nuestro ser; nuestro ser no puede constituirse sobre algo que tengamos que sentir como un estímulo que nos llega desde afuera sino que, justamente, debe solamente ser. “Cogito Ergo Sum”. El ser es el que tiene conciencia de esos estímulos, el cuerpo es quien los envía desde afuera de esa conciencia. Son cosas diferentes.

¿Puede considerarse que un sujeto está efectivamente dentro del cuerpo, como si éste fuera una especie de jaula? El cuerpo premoderno no era un mero portador de almas, espíritus o esencias sino un todo indivisible. Indivisible no solo con respecto a sus supuestas partes internas sino con relación a la integridad del universo natural. La modernidad, en cambio, dirá que el cuerpo es ese resto lúgubre que sigue estando cuando decimos que el individuo ha muerto; es eso que se corrompe y se marchita. Eso que podemos manipular sin culpas como un ensamblado industrial de huesos, músculos y tendones. Es “ese monstruo amable y torpe que nos ha tocado cuidar, esa sombra hecha carne que se yergue sobre dos patas como un oso y se lava a sí misma y desde dentro de su sangre”.

Pero en este entramado hay una contradicción incómoda: el individuo trasciende al cuerpo y lo utiliza, pero a su vez es su prisionero, está atado a él. Entonces aparece el problema que pone en aprietos a nuestro amigo René; conceptualmente el cuerpo objeto está separado del espíritu sujeto pero, en la realidad material… ¿Pueden ambas cosas ser por separado? ¿No siguen formando acaso parte de una ontología única que no se puede dividir más que en términos de abstracción pura? ¿Puede el alma ser sin cuerpo? ¿Puede el cuerpo ser sin alma?, o mejor dicho ¿Tiene el mismo status un cuerpo vivo que uno muerto? (Recordemos que Descartes perturbadoramente equipara su propio cuerpo a un cadáver). Si nuestro cuerpo es lacerado ¿No sufre acaso nuestro espíritu?

Más allá de los cuestionamientos, cabe advertir que este pensamiento es la implicancia a nivel filosófico de un “proceso civilizatorio” político que corresponde al moderno ejemplar. La especificidad de lo que hemos llamado “cuerpo popular” está en los impulsos liberados, en los instintos incontenibles, en el irrefrenado flujo de humores hacia el mundo a través de aberturas irrestrictas. Ese cuerpo entrelazado con la naturaleza, impredecible, volcán de pulsiones ingobernables se convirtió, en cierto momento, en un cuerpo peligroso. Los cuerpos naturales aman el caos, se destruyen recíprocamente, no pueden explicarse ni controlarse. La vida humana, por extensión, está signada por el miedo. Los espacios de la vida son entonces espacios indefinidos de oscuridad y amenazas inasequibles, espacios sin forma, ni contorno, ni lugar, donde nada puede pensarse ni anticiparse. Es el dominio del puro impulso. Del puro instinto.

En nombre de un novedoso concepto como el de “bienestar humano” (antepuesto bruscamente al bienestar espiritual de la vida eterna) se hace necesario empezar a trazar límites. Límites que contengan los impulsos corporales y repriman sus instintos potencialmente destructivos. El cuerpo debe entonces replegarse sobre sí mismo; debe cerrar las aberturas que lo comunicaban aleatoriamente con el mundo-caos y de esta manera fundar un nuevo espacio ordenado de paquetes atomizados, medibles, clasificables, previsibles, jerarquizables. En una palabra: individuos. Este es el proyecto civilizatorio, y tiene éxito. El miedo al entorno disminuye, porque éste se hace calculable. Ahora todos guardan la compostura, los buenos modos, y cualquier pequeño gesto corporal que evoque el caos animalesco de antaño es impugnado como una aberración. Nadie va a salir desnudo a la calle, nadie va a aparecer gritando desaforadamente por ahí, nadie va a vomitar en la mesa, nadie nos va a partir un palazo en la cabeza porque sí, nadie nos va a violar ni acometer indiscretamente en nuestra privada existencia. Es la moral. Es el orden. Es la seguridad. Es el bienestar.

Este proceso civilizatorio también cuenta con el cuerpo como una esencial herramienta de la técnica. El cuerpo utilitario, el “cuerpo máquina” de nuestras modernas rutinas. Una vez moralizado y atomizado, el cuerpo es susceptible de descomponerse a gusto en unidades concretas de movimiento racional, lo que permite controlar, medir, contrastar y clasificar a los cuerpos en función de maximizar su utilidad para ciertos fines. Espacios tales como la escuela, la milicia, el hospital, la oficina y la fábrica están orientados al ordenamiento de cuerpos en una suerte de “base de datos” de impecable minuciosidad, en donde cada dato es calculado y cada centímetro es medido.

Marchas militares de ineluctable sincronía y coordinación de movimientos; alumnos del colegio formados en hilera según la división, ordenados según la estatura y tomando distancia uno del otro; empleados escudriñados con cámaras de TV mientras tiempos de productividad son rigurosamente medidos y analizados en gráficos de barras. La prisión y el monasterio le han ganado a la vida: los horarios y las rutinas productivas se han naturalizado en el cuerpo. Cuerpos discretos, emplazados en jerarquías, abarcables en puntos fijos en el espacio, secuenciados según movimientos ajedrecísticos con arreglo a fines. Siempre es necesaria una clasificación, un ordenamiento, un sometimiento simultáneo sin brechas, un panóptico que permita observar a todos, un mecanismo de relojería que dicte los pasos a dar. El proceso moderno, civilizatorio o como se quiera llamarlo se encarga de que los cuerpos tengan una forma precisa, un lugar propio, un movimiento predecible; que funcione como una máquina orientada a tareas cada vez más concretas y productivas.

¿Qué poderes orquestan semejante burocracia? Poderes sin nombre y sin rostro, poderes encarnados en la misma racionalización técnica que es una ontología con vida propia, que se autoconstruye permanentemente, reafirmándose, interponiéndose como fin en sí misma más allá de la voluntad de cualquier grupo identificable de hombres. El cuerpo está al servicio de la técnica.

Y la técnica está al servicio de la técnica misma, a ese fetichismo de la productividad burguesa. Los gestos improductivos, los impulsos corporales de la animalidad del hombre se ocultan, se velan, se condenan. El cuerpo moderno se proyecta hacia su propia supervivencia, hacia un simple estar en el mundo, hacia la reproducción sistemática y medible de las formas, sin que se le permita escuchar el llamado profundo de lo natural, de lo caótico, de esas vísceras revueltas que quieren volver a eclosionar porque sí, sin preguntas, sin registros, sin historia.

Hombres modernos, somos solo agentes que, como trenes, recorremos las trazas preexistentes del entramado racional, incapaces de pensarnos por fuera de ellas, consagradas nuestras biologías finitas a la construcción del aparato técnico. No tanto trabajamos para vivir como vivimos para trabajar; nuestra existencia tiene sentido en tanto seamos útiles, en tanto seamos perfectas herramientas de productividad. Desde el más remunerado ejecutivo al más ad-honorem cadete, todos asumen su papel y saben que el trabajo es dignidad; las horas no laborables, los recreos, los momentos de esparcimiento son funcionales en tanto sirven para recuperar energías y poder seguir con lo mismo al día siguiente. El hedonismo, el relax, los lujos, la belleza, el entretenimiento industrial operan para acolchonar los bordes filosos de la máquina y evitar que el cuerpo se quiebre, o que estalle en pedazos. Pero que no se nos ocurra a definirnos como humanos a través de lo no productivo, de lo que no sirve para nada. El individuo del “piensoluegoexisto” cartesiano, el sujeto higiénico, recatado, “civilizado”, la tuerca contada y numerada en la línea de montaje; son entidades conceptuales diferentes que remiten a un denominador común: la dictadura sobre el cuerpo cárneo, ajeno, objetivo, que debe ser contenido de sus impulsos para que no falle el aceitado mecanismo de la modernidad.

El proyecto civilizatorio es mezquino. Amortigua el miedo al entorno, pero potencia un nuevo tipo de miedo; el que aparece en el interior mismo del nuevo individuo. Es el miedo que surge de la represión constante de los instintos; el miedo a la desaprobación; el miedo al estado que vela por el orden; el miedo a la sociedad que lo juzga todo con ojo avizor; el miedo a los desvíos oscuros del camino, el miedo a las miradas fijas y a los cuerpos que se aproximan demasiado. Es la vergüenza, es el pudor, es la culpa, es rendirse ante un súper-yo dominante que absorbe las presiones externas y las retransmite desde adentro, las hace internas. El individuo moderno es pura tensión entre un manojo de impulsos y una dura restricción moral. Y de esta contradicción se nutren nuestras frustraciones, locuras y crímenes, que proliferan en esos inmensos océanos de insatisfacción llamados ciudades.

Y aún así, empotrado en un destino parcelado y etiquetado de herramienta, el individuo moderno le teme, más que nada, a la muerte. Hablar del instinto básico de supervivencia no alcanza para explicar el fanatismo por las cirugías estéticas, el terror de la vejez, el fetichismo de la “vida sana”, el dolor insoportable de la pérdida, el alargamiento obstinado de la vida, incluso a través de sueros y respiradores cuando apenas quedan signos vegetales ¿Qué nos ata tanto a este mundo-fábrica? ¿Qué nos impide encontrar sentido alguna a la idea de dejar de existir? Acaso la ingenua idea del progreso, de que la inteligencia del hombre es capaz de lograr en la vida terrena la verdadera felicidad, aquella que la vida en el Reino de los Cielos había prometido una vez a los religiosos. Pero la inteligencia del hombre no domina; sino la de una máquina anónima que, a través de esa promesa de felicidad, nos mantiene vivos antes que muertos. Porque así le convenimos: con este apego apasionado a una existencia miserable.