domingo, 28 de octubre de 2007

Presidenta!

Ante tanto furor mediático busqué el término presidenta en el diccionario online de la RAE y, para mi total desagrado, me apareció como válido. Y yo que pensaba que era un invento marketinero de la Cristina (que es Fernández, como yo) para subrayar su condición de mujer y de no-hombre, como si eso hiciera alguna diferencia crucial en la elección (o como si alguien se la fuera a confundir con un travesti con tanta operación que tiene). No obstante, aunque a mí me siga sonando para el tuje, la palabra existe y lo cierto es que, más allá del aval de la RAE, todo el mundo la usa y la seguirá usando. Así, con el uso, es que se transfiguran las lenguas, y en este caso no hay bótox que valga: nada se puede hacer para evitarlo. Mientras tanto sospecho que para el feminismo la consolidación del término se trata de una importantísima conquista de profundas implicancias político-sociales (aunque no al nivel de recibir besos, tarjetas y flores en el Día de la Mujer, eso es groso). Pues bien compañeras; no hay que dormirse en los laureles, la lucha debe continuar; como nunca urge imponer otros cambios de sexo en la lengua tales como residenta, pacienta, videnta, recienta, urgenta, evidenta, inteligenta, calienta, excelenta, sobresalienta, dolienta, consistenta, agonizanta, aspiranta, insurgenta, significanta, exasperanta, farsanta, fascinanta, faltanta, rumianta, secanta, toleranta, extenuanta, incipienta, asfixianta, terminanta, obsecuenta, latenta, clementa, representanta, consecuenta, coagulanta, paralizanta, amenazanta, inmanenta, renuenta, reticenta, sufrienta, potenta, lactanta, ingenta, entranta, salienta, presenta, ausenta, anticongelanta, antideslizanta, trashumanta y enta.

Todas bah, salvo una que, todo lo contrario, hay que eliminar, y rápido: sirvienta, por supuesto.

martes, 23 de octubre de 2007

Una buena canción (volvió Soda, etc.)

some day one day (fragmento) - juego de seducción - tele-ka - imágenes retro - texturas - hombre al agua - en camino - en la ciudad de la furia - picnic en el 4ºb - zoom - cuando pase el temblor - corazón delator - signos - sobredosis de tv - danza rota - persiana americana - fue - en remolinos - primavera cero - no existes - sueles dejarme solo - (en) el séptimo día - un millón de años luz - de música ligera - [BIS] disco eterno - cae el sol - prófugos - [BIS] zona de promesas - nada personal.


No hay un modo, no hay un punto exacto.

Las palabras están sobrevaloradas. Esta afirmación no implica que tengamos que dejar de escribir, o de leer, pero sí que ellas (las palabras, no lo olviden), cuando las articulamos solo para llenar huecos, tienden a crear nébulas de significados pomposos que, una vez contrastadas con el mundo concreto (o sea, a la hora de los bifes), terminan desvaneciéndose en el aire o en el ridículo. Esta vez no me refiero a declaraciones de amor, o a promesas de políticos; todo eso que se habló, todo eso que se escribió sobre el regreso de Soda Stereo en no sé cuántos meses, antes de que la banda siquiera tocara un acorde, también se hizo trizas. Y se hizo trizas, no tras las dos horas y media del concierto del viernes pasado (el primero de todos), sino ya en los segundos iniciales de Juego de Seducción, cuando ese acorde único, eléctrico, suspendido, rasgó las vestiduras de la noche en una Buenos Aires ventosa. Las palabras, gente, son frágiles; hasta un guitarrazo las destierra al olvido.

Que vuelven por la plata, que no hacen nuevo disco, que es todo una careteada, que es todo marketing, que los tipos se siguen odiando, que es pura nostalgia, que está todo forzado, que las entradas son muy caras, que no van a sonar ajustados, patatín, que patatán. Todo ese blablablá enfermizo que nos gusta practicar. Todo por una banda de músicos que deciden volver a tocar juntos después de un tiempo, para ofrecer un puñado de canciones a su público. Algo tan normal, tan legítimo, y sin embargo no: chantas, ladris, mentirosos, marketineros sin alma y qué se yo qué más. Pero cuando las canciones empiezan a sonar, simplemente no hay con qué darles.

Hablando de las canciones, son viejas dirán algunos. ¿Y qué? Se habla demasiado del tiempo, del pasado, de la nostalgia. Hay, incluso en el periodismo, una obsesión malsana por anclar las canciones a una época o a un lugar determinado cuando justamente el atributo máximo de una buena canción (y Soda tiene unas cuantas, por favor créanme) es la atemporalidad. ¿Alguien se queja de que la quinta de Beethoven es muy vieja? Entonces porqué caemos como moscas en la banalidad de criticar a ciertas bandas porque siguen revisitando sus viejos clásicos. La pregunta es: ¿qué tiene de malo? Si sabemos perfectamente que, por más temas nuevos que siga sacando una banda, las canciones más emocionantes en un concierto siempre son los clásicos, también llamados temas "caretas" o "para la gilada", que a lo mejor tienen más años que nosotros. Y eso no ocurre solo porque le recuerden a alguno un verano que ya quedó atrás, sino porque son excelentes canciones que pueden significar miles de cosas en distintos momentos, tanto para el cuarentón que la escuchó por primera vez apenas salido el álbum, allá por la década del nosecuánto, como para el pendejo de quince años cuya cabeza acaba de ser volada por En la ciudad de la furia, descubierta por casualidad entre viejos discos, o aún más probable, entre downloads en mp3.

Soda no viene a hacer un disco nuevo. No lo necesita. Lleva a cuestas un equipaje de canciones inolvidables, que no tienen ni tiempo ni lugar, que no van a ser viejas ni cumpliendo cien años y que viene perfecto volver a escuchar en todo su poderío, sobretodo cuando el rock nacional al día de hoy no encuentra nada que realmente pueda reemplazarlas. Eso es en esencia la vuelta de Soda. Lo demás, el marketing, los rumores, los discursos, es en parte lógica de lo inevitable (vivimos en un mundo capitalista muchachos, nadie labura gratis), en parte cotillón discursivo del más barato. Cuando Soda volvió a tocar, cuando Juego de Seducción reventó River en pedazos, puedo apostar que nadie entre los 65.000 espectadores estaba pensando en comprarse un móvil marca Personal. Porque es la música, ese idioma inexplicablemente atractivo, misterioso, intraducible, lo que justifica con creces que Cerati, Zeta y Charly vuelvan a reunirse en el mismo escenario para tocar, sí, las mismas canciones de siempre.

El recital del viernes entonces es contundencia pura. El sonido, salvando alguna que otra vacilación en Signos o en Corazón Delator es aplastante por donde se lo mire, incluso mejor que el de, por ejemplo, los Rolling Stones o U2 hace dos años. No faltará después el que se queje de que los tipos "no tenían onda" con el público o entre ellos, como si Soda Stereo alguna vez hubiera sido una de esas bandas tribuneras que aprovechan las pausas entre los temas para contar chistes o mandarse algún discurso contra el Papa. Tocan 28 temas uno tras otro. Sin descanso. Sin desajustar una nota. Dos horas y media. Y Gustavo hasta deja que el público cante algunos versos ¿Qué más onda, qué más carisma que ese se necesita de una banda?

No faltará tampoco el que advierta cierta frialdad del público, que no grita demasiado en las pausas previas a los bises, o que no interrumpe el show con ovaciones de cinco minutos (recuerdo el interminable olé Richards cuando tocaron los Stones) o que no canta con toda la fuerza que debería, o que no baila todo lo que haría falta, etcétera. Puede ser, pero no hay que olvidar que el público de Soda tiende a ser de un nivel socioeconómico que no se comunica tanto con el cuerpo. Ya sea el fanático de toda la vida, el careta casual que va con su remera fachera, o el intelectualoide que además de Soda escucha a Bartok. Ninguno va a permitir salirse demasiado de cuadro. Eso es cosa de marginados, excluidos, de gente a la que de pronto se le va la vida en el rock. Gente a la que Soda Stereo, vamos a admitirlo, no se dirige muy directamente. Aún así, al menos según la percepción desde la San Martín alta, sí existen momentos de auténtico delirio colectivo, como por ejemplo el comienzo del show, Sobredosis de TV (en la que Cerati mismo sugiere bailar), Persiana Americana, De Música Ligera (obvio) y Prófugos (donde el Liberti literalmente cruje con el estribillo potenciado por tanta cuerda vocal).

El setlist de la gira navega sobre un balance perfecto entre himnos populacheros (solamente El Rito y Lo que Sangra siguen aguardando expectantes saltar a la cancha) y guiños a recovecos menos frecuentados, como la encantadora Texturas, En Camino o la remota Zona de Promesas. También se aprecia el hecho de que rescatan material de cada uno de los siete álbumes, haciendo especial hincapié en Nada Personal (cosa que no me esperaba), Signos y esa mina de diamantes que es Canción Animal. También le dan bastante manija a Dynamo, su álbum menos complaciente, con nada menos que cuatro fijas todas las noches. De todas formas el hecho de que tocan todo con un nivel de energía sónica superlativo hace que se borroneen las fronteras entre los clásicos y los no tanto. Por momentos hay serenidad, por momentos todo está al palo, pero casi ninguna canción se toca con displicencia. Quizás le haya faltado algo de profundidad a Corazón Delator para hacerle total justicia (pero gracias por tocarla, es un tema zarpado), algo de potencia a Persiana Americana (la del "último" concierto, ahora "anterior", sonó más al límite), pero todo lo demás casi diez puntos. Las cumbres más altas las encuentro en Sobredosis de TV (impresionante el ritmo que machacan), No existes, con ese bajo retumbando como un mefistófeles anfetaminado, la revalorizada Sueles Dejarme Solo (en la que Cerati como que tira la guitarra al carajo no?) y Signos, que más allá de su mezcla un tanto despareja, converge en una sensación de intimidad sublime, no muy fácil de lograr en una cancha de fútbol.

Y después las obvias. Hombre al Agua, En la Ciudad de la Furia, Un Millón de Años Luz, De Música Ligera, Prófugos, Nada Personal, todas cumplen sin decepcionar, dándole a probar al desprevenido la contundencia inverosímil del misal que amasaron estos pibes en solo siete álbumes. Y después, saliendo ya del recital y entre imágenes que van cayendo (porque, como siempre, uno se da cuenta tarde de lo que vivió) se podrá analizar la especificidad de Soda Stereo. Si fueron originales o no. Si representan la escencia del rock argentino o no. Si abrieron nuevos caminos o solo se machetearon de big-bangs de otros nortes. Serán lindas palabras para elucubrar, sin duda, pero que ineluctablemente terminarán borradas una y otra vez. Porque las palabras son frágiles. No pueden más que una buena canción.

lunes, 22 de octubre de 2007

Línea H catálogo de pósters

Llegó la nueva línea "H" y, como no podías esperar, ya están en venta los imperdibles posters a todo color de la misma. Para tu casa, para decorar habitaciones de telos futuristas o simplemente para regalarle a tu novia en su cumpleaños. 20 pesos cada uno. Envío a domicilio opcional por 5 pesos. Llame YA al número en su pantalla. Si llama dentro de los próximos quince segundos le regalamos un subtepass de dos viajes y un termo Lumilagro. (Los posters de la línea "H" llegan a su casa por cortesía de Metrovías SA y Policías Corruptos del ex-aparato Duhaldista).

Once



Once



Once



Jujuy



Venezuela



Venezuela



Inclán



Venezuela



Vagón (es verdad, HAY un matafuegos)



Once



Caseros



Venezuela



Humberto 1°



Venezuela



Dentro



Once



Caseros



Caseros



Once

martes, 16 de octubre de 2007

De Córdoba Capital

Con algo de dolor empieza Buenos Aires a degradarse. Es larga y polvorienta la transición hacia su sustrato (eso que era en un principio): la inmensidad vacía, las distancias indeterminadas cruzando bajo cielos sin descanso. Ninguna convención ha forjado aún límite alguno, excepto una soledad barnizando el paisaje chato, o una llanura que, cada vez más nítida, empequeñece indefectiblemente todo cuanto el hombre se empecina en edificar sobre ella. Es todavía una ciudad, supongo, pero una ciudad de pozos y lápidas. Una ciudad de galpones, chimeneas, charcos, usinas grises, tanques de agua, estaciones de servicio abandonadas, esqueletos retorcidos de carteles en desuso, construcciones truncas, montañas de ladrillos, rollos de cable, sendas de tierra fugándose en la nada, autos chocados que se hunden en el barro, vías de tren tapadas por yuyales, riachos sin nombre, rótulos borrados. El mundo acá es un lugar tenue y desmembrado. Paradójicamente, lo que veo es la ciudad gateando, la ciudad incipiente que marca el terreno por donde se expandirá (como una supernova). Y sin embargo todo parece agonizante, estéril y hasta diría que insignificante. Uno lo que quiere es simplemente seguir alejándose, cada vez más.

Ruta 9. Casi antes de sentir que estoy por fin en el campo, la autovía 9 se choca con Rosario y sus villas miseria repletas de árboles. Lo que tiene Rosario es que sus torres más altas pueden verse desde la ruta si se mira hacia lo muy lejos. Quizás sea porque la ciudad (que es grande pero tampoco tanto) empieza y termina de golpe, sin esa sensación gradual de estar llegando a alguna parte: manejando desde Buenos Aires todo es campo y de repente, casi que de la nada, aparece la ciudad. Extraño fenómeno éste (que puede confirmarse en Google Earth). Luego, ya poniendo proa hacia Córdoba, la 9 pierde rápido sus foros de autopista y se convierte en un tracto de lenta digestión, con todos esos pueblos justo en el medio y sus deprimentes estaciones de ómnibus. Y sus semáforos domingueros sobre la misma ruta, siempre predispuestos a esas largas siestas de luz roja que celan caminos laterales desiertos, sin destino comprobable. Me pregunto qué cosas pasan en estos pueblos todos iguales uno al otro, todos tristones, ralos, sin arquitectura. El Chevallier lechero de las diez, para colmo, se detiene en cada uno de ellos, aunque sea para que el conductor se baje a firmar el papelito (no sé, supongo que alguien dando fe de que el micro efectivamente se detuvo), o para cargar algún paquete que hay que llevar a algún lado. Carcarañá, Cañada de Gómez, Marcos Juárez, Leones, Bell Ville, Villa María y así.

(En la estación de CAÑADA DE GÓMEZ, de la gran "E" mayúscula de GÓMEZ cuelga un pajarito muerto, como un plumífero arcángel ahorcado. Y me pregunto: qué onda)

Música que voy escuchando en el viaje, y ciertas revelaciones que surgen al respecto: Red Rose Speedway de Paul McCartney (My Love no es TAN mala, Little Lamb Dragonfly es un puto temazo); Led Zeppelin I (Los últimos minutos de How Many More Times son el equivalente rockero al finale de la Novena Sinfonía de Beethoven... no es hipérbole). Mientras tanto la entrada a Rosario se demora como una hora gracias a dos camiones despatarrados en la circunvalación. El ómnibus juega una carrera de tortugas con un camión que porta un manojo de vacas todas transpiradas, con clips amarillos en las orejas y números dibujados en el cuero. Las miro fijo a los ojos y no veo nada; la vaca es uno de los pocos animales que no inspiran ni ternura, ni respeto, ni gracia: solo ganas de comer una buena parrillada. Recuerdo que tengo hambre, hablando de parrilladas, porque solo almorcé unas fajitas Tía Maruca. Bryter Layter de Nick Drake, ya saliendo de Rosario bajo un sol oblicuo que penetra todo (Mejor disco de Nick Drake, aunque la segunda mitad la escucho dormitando), Peter Gabriel III (Family Snapshot no tiene onda, In Through The Wire es irritante, pero Intruder, I Don't Remember y Games Without Frontiers son más o menos una masa). Qué mas. Don't Believe The Truth de Oasis (firme, muy psicodélico, me jodo y digo que lo prefiero a los famosos primeros dos). Y por último, The Name Of This Band Is Talking Heads, cidí 1, que dura justo el lapso entre Villa María y Córdoba, mientras el cielo estrellado me inventa constelaciones (Este no necesita ningún tipo de comentarios).

Llegada. La Docta me recibe por primera vez cuando ya es muy de noche. Aún en la distancia uno advierte su resplandor unívoco iluminando un sudario de nubes bajas; tal es su intensidad que hasta se adivinan las siluetas serranas que emergen más allá. Ver por primera vez las Sierras de Córdoba es parte del rito de viajar hacia el oeste; la llanura aburrida por fin dice basta, y se entrega a ese serpenteo misterioso que nos veda para siempre el horizonte. Más allá las Altas Cumbres, más allá Traslasierra, más allá La Rioja, más allá Cuyo, más allá los Andes. Lo que me fascina de las montañas (o las sierras) es justamente eso: que siempre hay algo detrás, algo que no podemos ver pero que forzosamente imaginamos.

Córdoba Capital. Es la segunda ciudad argentina que, percibida desde adentro o mientras voy llegando, me provoca esa sensación de infinitud. La primera, lógicamente, fue Buenos Aires. Porque Rosario no se anima a cruzar el Paraná, porque Mendoza y San Juan caben en la palma de una mano, porque Neuquén está demasiado fragmentada entre promontorios rojizos, porque Salta calza en un golpe de vista desde el San Bernardo y porque Mar del Plata se intuye totalmente desde la cima de un tanque de agua. Si bien nada de lo que veo (al llegar, al volver) se compara con esa experiencia pavorosa que implica recorrer la AU 25 de mayo de punta a punta, Córdoba es en cierta manera infinita (como debe ser cualquier ciudad que se precie de tal). Son las once de la noche; las luces blancas y amarillas salpican hasta donde mi vista se pierde, al entrar desde la parte alta, mirando hacia abajo.

Chevallier lechero. Digamos que aunque el micro se para para cualquier cosa excepto para chocar, dos condiciones le dan al viaje un matiz agradable. La primera es que no pasan ninguna película. Detesto que me pasen películas cuando no quiero ver ninguna película, y en los micros de larga distancia lo hacen. No sé con la autorización de quién o el consenso de quiénes, pero lo hacen. Y es muy molesto. Básicamente porque no se pueden evadir, básicamente porque las pantallas están o muy lejos o muy oblicuas, básicamente porque por lo general suelen ir de malas a pésimas, pasando por muy malas, bastante malas y taaan malas. Pero este viaje es película-free; habría que inventar esa categoría y cobrar más caro. La segunda condición agradable es que no tengo a nadie sentado al lado. Puedo sonar odioso, pero no. No es que me moleste particularmente tener a alguien ubicado al lado, pero siempre está la posibilidad de que te caiga uno de esos pasajeros que sienten, porque da la casualidad de que estás ahí, la extraña urgencia de ponerse a darte charla. Y te empiezan a preguntar veleidades (ejemplo: ¿A dónde vas? ¿Con qué objetivo? ¿Cuándo volvés?); y uno contesta, para no ser descortés; pero no repregunta, para dar a entender que la idea de conversar todo el viaje no le apasiona. No importa, porque el pasajero en cuestión seguramente se turnará para contestar sus propias preguntas, y terminará hablando de que tiene tres hijas, que una vive en Corrientes, y que viaja seguido, y que tiene que trabajar y que bueno, todo mal. Uno contesta: "aahhh". En papel a veces teorizo sobre cómo nuestras vidas se podrían enriquecer si nos animáramos a hablar con quien se sienta al lado en el tren o en el colectivo; en la práctica, supongo que la gran mayoría de nosotros no tiene nada interesante para decir a un extraño. Así que bien que puedo sentarme yo, con la ventanilla, y un asiento al lado para apoyar lo que haya que apoyar.

Córdoba Capital revisitada. Ni muy linda, ni muy fea. No es ni muy Mendoza o Mar del Plata, pero tampoco muy Santiago del Estero o Bahía Blanca. Tiene eso sí un ritmo de ciudad grande, y está muy bien: porque uno se toma un taxi, se manda para cualquier lado, cruza el río y tras múltiples cuadras todavía encuentra plazas, boliches, lugares para estar. Su especificidad arquitectónica son los rascacielos de ladrillo. Hay montones, por todas partes. Algunas de sus avenidas o encrucijadas emplazan marcos urbanos imponentes; Estrada trepando para Plaza España, la intersección entre Vélez Sarsfield e Illia (que es como la Times Square cordobesa), el Paseo del Buen Pastor con la gótica iglesia de los Capuchinos asomando detrás (sobre todo de noche), el cabildo (que es un cabildo de verdad, no como el que tenemos acá) o incluso los varios edificios coloniales del centro (como el rectorado de la Nacional, o la Iglesia de la Compañía de Jesus, que por momentos me ilusiona con estar en Asís o algo así). Por otro lado, ciertas partes de la zona céntrica parecen recodos de un pueblo pampeano cualunque, hay muchos edificios medio venidos a menos, algún que otro mamotreto edilicio y por lo general muy pocos árboles. La impresión no obstante sigue siendo positiva: es una ciudad para caminarla, desnudarla y descubrir sus ángulos más agudos.

Catedral. Está toda manchada de negro, como si fuera una torta con baño parcial de chocolate. Intenté entrar tres veces; las dos primeras estaba cerrada (aunque admito que no había muchas esperanzas la vez primera, dado que eran las dos de la madrugada). El tercer intento, domingo al atardecer, se ve frustrado por una mazorca de católicos belicosos que plantan un cordón humano en las escalinatas de entrada. Detrás, una grandiosa lámina que muestra la mano de un bebé apretando el dedo de un no-bebé: se trata, a todas luces, de una manifestación a favor de la vida y en contra de la muerte, o sea, en contra de la legalización del aborto (o aún más, en contra de cualquier debate sobre la legalización del aborto). Son mayoría de jóvenes, y parecen bastante fieros. Uno o dos o tres catequistas los arengan con un megáfono ("nos van a venir a provocar, pero nosotros somos gente pacífica, resistiremos con respeto", o algo del género). El aire es tenso, y nadie se atreve a acercarse a ellos. De pronto uno se planta enfrente del muro humano y empuña en lo alto un rosario blanco como arma de guerra. A rezar: diostesalvemaríallenaeresdegracia, y así sucesivamente hasta que las palabras pierden todo sentido y se derriten en un mantra robótico. Alguien, un hombre, se nos acerca y nos pregunta "¿Ustedes son católicos?", a lo que mi amigo Federico contesta "no, solo pasábamos por acá". En realidad, en mi grupo hay un agnóstico, una judía, una católica jesuita y un católico confirmado autoexcomulgado (yo). Pero ninguno dice nada, sólo pasábamos por acá. El hombre nos previene: "mejor tengan cuidado porque se viene una banda de abortistas y vienen con armas, está jodido el tema". En efecto, por la calle San Jerónimo avanzan marchando las tropas abortistas, que superan geométricamente en número a los católicos. Entonan cánticos encolerizados que, a medida que se acercan, van eclipsando el rezo del rosario con sus consignas. Iglesia basura, vos sos la dictadura; un hit dedicado a los curas abusadores; nosotras parimos, nosotras decidimos; anticonceptivos para no abortar, aborto legal para no morir. No morir. Parece que están a favor de la vida también, por qué tanto alboroto entonces. Ahora las abortistas (que resultan ser son TODAS mujeres) están de frente a la catedral y le tiran cosas a los católicos (bolsas o botellas, quién sabe, ya está bastante oscuro). Hay bombos, carteles de la CTA, de la CCC, típico cotillón de piquete, mientras reclaman a viva voz la potestad de acribillar fetos a su arbitrio. Casi todas llevan un pañuelo verde en la cabeza y le preguntamos a una por qué el verde: "porque es el color por la legalización del aborto". Esclarecedor. De repente los católicos fanáticos, que siguen en las escalinatas, me provocan más simpatía que estas gritonas aparatosas. De todas formas, resulta curioso tanto encono público por personas abstractas, es decir, personas que todavía no nacieron o que ya murieron. Después nos alejamos, y cada tanto nos cruzamos con asustadizos escuadrones de policías, que corren en todas direcciones por las calles de Córdoba.

Oktoberfest. Consiste en mucha gente tomando cerveza en la calle. No más que eso. La plaza de la cerveza está vallada y entrar cuesta veinte pesos. VEINTE PESOS. Estarán aprovechando el pedo generalizado para estafar con impunidad. Uno cuando está en pedo sí paga veinte pesos para entrar, pero nosotros no estamos en pedo, así que no pagamos. Nos perdemos de esto: una plaza con puestos de venta de cerveza (iguales a los muchos que hay afuera), puestos de venta de helados (que de todas formas están vacíos) y uno de esos shows deprimentes donde se elige a la reina o princesa de algo, en este caso de la cerveza (intuyo en un rapto de ingenio). Nos pasamos la tarde vagabundeando con cervezas en la mano, mirando pasar a la gente disfrazada, borracha, o solamente curiosa. El highlight es un viejo que transita con un corderito disfrazado de Peter Pan a upa. Pero hay de todo. Lo mejor de Villa General Belgrano termina siendo la parrillada que incorporamos a las tres de la tarde en un restaurant que estaba a punto de cerrar. Y unos pavos reales. No juzgo que sea el festival más excitante del mundo, precisamente.

Vuelta. El chevallier de medianoche sí pasa película, maldito sea. Tal como me temo, es un bodrio poderoso. Exactamente igual a las pelis que pasan por Film Zone en trasnoche pero con escenas de lucha en cámara lenta reemplazando a las minas en bolas. Imagínense el trance. Arranca con una escena de soldados que avanzan por la jungla sigilosamente, con la cara pintarrajeada y el traje camuflado para mimetizarse con el ambiente. Eso sí, llevan de rehén una chica con vestido rojo chillón, maquillaje y escote furibundo. Como visible a diez kilómetros más o menos. Un chiste. Así me despide Córdoba, mientras me hundo en la madrugada. Esta vez solo paramos en Villa María y Rosario. Llegamos rápido. Casi demasiado.

Dos días y nada más. Pasa en los viajes. En dos días se tienen más sensaciones juntas que en semanas enteras de rutina citadina. Hay que irse a la mierda más seguido, pienso.

miércoles, 3 de octubre de 2007

El diego de los sueños

El set viene a ser una enorme estación terminal de trenes. Por el medio corre algo que sería la vía, la cual atraviesa todo el estudio, dividiendo la tribuna en dos sectores. Donde se acaba la tribuna y comienza el escenario, a la izquierda, hay algo que sería un vagón de tren. Al fondo unas anchas escalinatas trepan hacia un balcón que, como emulando los palcos de un teatro, circunvalan el set casi por completo. Y más atrás, más hacia arriba, una pantalla gigante. Todo bien grotesco, como corresponde.

Siempre, pero siempre (da lo mismo la hora en la que se sintonice) están esos programas de TV, tan deprimentes como inclasificables, grabados en sets aparatosos, llenos de luces, decorados y tribunas enormes. Más alguna modelo tetona (la animadora) vociferando cualquier cosa, más entrevistados poco relevantes (por lo general siempre están de pie y por lo general son siempre los mismos), más siempre algún payaso embarazoso gateando a través de su rutina.

Eso. En este mundo todos son programas de esa onda. Cada día uno nuevo. Como Showmatch, digamos. Acá tenemos uno o dos. Allá parecen tener cien, los infelices.

Justo la animadora (rubia y tetona, por supuesto) está anunciando como invitado al mejor futbolista de la historia “insieme con Pelé”. Quién otro va a ser ¿Guardiola? Es gracioso cómo siempre salen con lo mismo: junto con Pelé. Por qué aclararlo, por qué no dirán el mejor futbolista de la historia y ya, si el invitado es Maradona. Cuando el invitado sea Pelé, que digan lo mismo. Qué más da. Ni como demagogia sirve. Maradona no quiere escuchar “insieme con Pelé”, el público tampoco, y Pelé ni se debe haber enterado de nada.

Luego del anuncio todos miran hacia la pantalla gigante, que está mostrando goles y festejos del Diego. La secuencia de imágenes arranca con el segundo gol al equipo inglés en México’86, naturalmente. De hecho, en ese momento toda la cosa desfonda memorias de ese bochorno auto-celebratorio que conducía Diego en canal trece. La noche del diez. Menos mal que no siguió eso (aunque nunca se puede estar seguro, teniendo en cuenta Showmatch y todo).

La cuestión es que aparece Diego, en efecto es él, bajando por la escalerita y el público lo ovaciona como si fueran todos argentinos fanáticos. En un alarde de sagacidad, el musicalizador mete de fondo “We are the champions”. La tetona recibe a Diego y se ponen a conversar de pie. Dicen dos o tres cosas de las que lógicamente nadie se acuerda. Algo sobre el calcio. Algo sobre que Maradona es sinónimo de calcio. La típica alabanza, bah, de esas que cualquiera le haría al Diez en furibundos raptos de pusilanimidad. Podría de paso preguntarle cómo no se aburre Diego de ser Diego.

Diego, a propósito de él, se ve bien. Algo voluminoso, pero sin escaparle a una saludable normalidad. Se expresa en italiano con fluidez (nada queda de esa medusa de pliegues adiposos que apenas se las ingeniaba con monosílabos de una lengua desconocida). Cada vez que puede abraza a la tetona, aunque no se llega a advertir si le roza, o no, los glúteos. Podría aprovechar, claro.

Dato de importancia: Diego lleva en su mano unos papeles, y eso llama un poco la atención. La conductora entonces le explica a la audiencia que Diego está acá porque ha recibido la carta de una familia y, tras su lectura, se ha conmovido de tal manera que dijo hay que hacer algo. Claro, esos papeles que tiene Diego son una copia de dicha carta, y por eso. La familia que la escribió, siguen informando, está en el estudio, entre el público… Diego no los conoce, así que la conductora los presenta. Se vierte un mix de abrazos, música emocionante y algunas lágrimas. La cosa empieza a vender.

La familia misteriosa es papá, mamá y dos hijas: una diminuta, inquieta, lleva anteojos y sufre alguna dificultad motriz ostensible; la otra alta, adulta, cara de italiana unívoca, un alfajor de dulce de leche con crema y nueces. Todos napolitanos, del sur, de África septentrional diría algún norteño malicioso. Pero qué tiene que ver Diego con esa familia y por qué la carta.

Preguntas cómo éstas son las que mantienen a una audiencia, esa masa amorfa, cautiva. Se puede ir a regar las plantas o mirar la puesta del sol, pero no. Queremos saberlo. Entonces vamos a averiguarlo, dice la conductora, y a la pantalla gigante otra vez. Se desarrolla entonces la típica historia melodramática, editada con meticulosidad, que tanto garpa en televisión.

Stefani era la hija más joven del clan, un pan de Dios, un canto a la vida (y un alfajor también, a juzgar por varias fotos). Pues bien, de pronto le había entrado la manía de deprimirse, hasta que un día, a los veinte años, optó por el suicidio arrojándose por una ventana de la casa (estando la familia presente, para darle un retoque siniestro). Eso sí, dejó un mensaje junto a su taza de café explicando que el mundo era real, era cruel y no quería animarse a enfrentarlo. Estaba contenta de irse al carajo. Pasa.

(Pero los suicidas nunca nos podrán convencer de que es mejor que no estén. Y menos después de haber logrado su cometido).

Después encontraron una hija adoptiva (enviada por Stefani, según ellos) para saldar la horrenda pérdida. Una bebé, pero todo mal. Tenía deformaciones cerebrales que afectaban su capacidad motriz; era un ente inmóvil cuasi-vegetal y los médicos más sabiondos aseguraban que nunca iba a poder caminar o hablar. Pero un día, en medio de la misa (es más, justo durante la consagración, en la que cospeles de pan ácimo se gradúan de cuerpo de Cristo), el milagro. La chica desde el cochecito dijo “mamá” y “papá”, y levantó su manita para acariciarlos. Eso solo.

A partir de dicho episodio la chica empezó a mejorar y a mejorar muchas veces hasta poder caminar sin ayuda de andador o cosas del género. Con torpeza, pero caminar al fin. Nunca se supo, ni se sabrá, qué mano invisible (qué voluntad caprichosa) hizo posible una recuperación tan improbable. Para la familia la respuesta, de todas formas, es fácil: Dios. Quién más.

Ahora bien, el asunto es el siguiente: los pasillos de la casa familiar napolitana son tan angostos que a la chica (el nombre no importa) le cuesta desplazarse a través de ellos, por más recuperada que esté. A todo el mundo siempre algo le falta. No importa cuán felices estemos, al día siguiente probablemente ya estemos insatisfechos por algo, cualquier cosa. Esta no es la excepción, porque los pasillos son muy angostos, los vemos en pantalla.

Se anuncia entonces, una vez transcurrido el informe, que la producción del programa costeará un equipo de albañiles para realizar las reformas edilicias necesarias en la casa familiar. Para que la chica pueda andar libremente, sin tropezarse con estrecheces (que ya bastantes tendrá, salvo que en algún momento prefiera imitar a su enterrada hermana adoptiva). Como para convencernos de que esto será efectivamente así, sale del vagón de tren un inverosímil ejército de presuntos albañiles (que, a juzgar por su estereotipado disfraz, más bien parecen preservativos humanos a punto de salir a la calle a repartir volantes: ¡¡No seas forro!!).

Lo que no se sabe, al menos no lo explican, es qué papel cumple exactamente Diego en toda esta telenovela de bajo costo. No se sabe, por ejemplo, por qué le mandaron una carta contándole la situación. Seguramente Diego tendrá algo que ver en la contratación de los albañiles, pero no deja de ser llamativo que para justificar un premio tan pedestre hayan tenido que gratificarnos con un superlativo dramón como ese. O sea, no es el sucidio de una hija lo que te hace merecer la refacción de tu casa.

Diego igual vuelve a abrazar a todos, muy especialmente a la hija mayor que es realmente un alfajor de dulce de leche. No se va a andar con amagues él, justo ahora, el diez.

Desaparece entonces la familia napolitana, se va al fuera de campo. Pero Diego se queda, y más vale que así sea. No se va a ir a Italia para hacer ensanchar unos pasillos. Ya se hizo la mitad, pero todavía queda una misión que cumplir.

Empiezan pues las claves para enterarnos de qué se trata. Hay un auto que en este mismo momento se está acercando al lugar… en el asiento trasero viajan padre e hijo, y podemos verlos gracias a una camarita hábilmente oculta en la zona del espejito retrovisor. Ninguno de los dos sabe nada acerca del destino de su extraño viaje (al menos el hijo no lo sabe seguro, a juzgar por su pose), y cabe preguntarse por el señuelo que los ha conducido hasta estas instancias.

De todas maneras, el auto va al encuentro de Diego. Mientras lo esperan, la rubia tetona vuelve a entrevistarlo un poco; preguntas sobre los amigos, la familia y el football, pero entonces algo pasa. De improviso (y sin que se sepa bien por dónde) entra en el estudio el auto que estaban esperando, el cual resulta ser un Alfa Romeo negro. Pero no se supone que entre al estudio tan rápido, se supone que Diego tiene que estar escondido o algo, así tiene algo de gracia la sorpresa ¿No? Se arma pues una confusión.

La rubia tetona medio que se arroja contra el auto para que los choferes den marcha atrás y salgan del lugar. Mientras reculan, Diego se agazapa y empieza a subir la escalera para salir de escena y que no lo vean. La secuencia tiene algo de patético y algo de atrapante. Parece que zafan, parece que nadie en el auto lo alcanza a ver a Diego. Igual, algo deben estar sospechando.

Una vez que Diego ya está oculto en los balcones de arriba, donde nadie lo podría ver excepto que se de la vuelta y mire hacia allí, entonces sí, que pase el auto. La conductora se acerca y quiere abrir la puerta trasera pero no puede. Abren desde adentro y se bajan padre e hijo, vestidos todo de negro como si fuesen dos mafiosos importantes.

El tema es así. Al flaco, al hijo, el padre le puso Diego Armando Maradona de nombre (el apellido es Mollica o algo así). La onda es que conozca al Diego Armando Maradona original. Mientras la conductora le pide que muestre su documento de identidad a la cámara (de verdad le pusieron Diego Armando Maradona al pobre), desde arriba el Diego verdadero hace gestos impacientes como diciendo que es un impostor, que el verdadero Diego es él (y menos mal que lo aclara).

Cuando la charla con el Diego trucho no da para más (Y qué te decían en la escuela, etc.) la tetona simplemente presenta al Diego de verdad, el cual baja y se dispone a abrazar padre e hijo como si éstos fueran Dalma y Gianina, o viejos conocidos. Sospechosamente, no parecen muy sorprendidos, pero el Diego trucho ensaya algún lagrimeo poco convincente. Lo más probable es que ni siquiera le guste tanto el fútbol al pobre.

A partir de esta instancia todo se empieza a poner más bizarro todavía. La conductora le pregunta al Diego trucho si quiere cantarle algo al Diego verdadero. Cantarle, por qué cantarle. El Diego verdadero, justificadamente, pone cara de susto y para colmo el Diego trucho acepta la oferta. Sí, va a cantar.

Se manda a capella algún tema romántico qué no se sabe qué es. No es que tenga mala voz, pero desafina. Un poco al principio, con énfasis después. Mientras tanto lo abraza al Diego verdadero, y todos lo escuchan en silencio. La cara que pone el Diego verdadero cuando termina es elocuente: los ojos girándole y la boca estrujando una risa, como queriendo decir: "bue, qué le vamos a hacer". Pero igual aplaude, con lentitud.

La rubia tetona entonces les pregunta si quieren una foto juntos. Bueno, dale. Entonces agarra una vieja cámara Polaroid, la cual admite no saber usar. En efecto, no tiene idea de cómo usarla, así que la foto no sale. Manipula el aparato peligrosamente, lo cierra, lo abre, lo golpea. Finalmente, un minuto después, el coso dispara y sale la instantánea.

Pero lo que sale es un papel que está todo negro. Supuestamente, dice la conductora, esto al toque tiene que revelarse. Pero no se revela, sigue negra. La tetona agita la foto en el aire como quien apaga un fósforo. Piensa que eso podría ayudar. Súbitamente el Diego trucho se embola (no le interesa mucho la foto) y declara ominosamente que quiere seguir cantando.

Oh Dios.

Entonces le arrebata el micrófono a la tetona y se pone a farfullar una de esas típicas canciones italianas excesivamente animadas y que citan indeterminadas veces la palara "mamma". Todo el público canta con él esta vez. A todo esto la tetona sigue agitando la Polaroid, que finalmente parece estar revelándose, pero que no muestra a cámara, imagino que porque no hay nada que mostrar; solo dos Diegos abrazados.

Y ya no queda nada más. El Diego verdadero se despide por fin del Diego trucho (otro abrazo) y se van. Sigue la entrevista a Maradona. La tetona le pregunta de qué cosas se arrepiente. Diego contesta que se arrepiente de haber tomado tanta droga, las cuales le han impedido ver crecer a sus hijas. Aprovecha ya que sale el tema para habla otra vez de sus hijas (que también son famosas en Italia, parece) y de los novios de sus hijas y de cómo todo bien con ellos. Todo en italiano, que sigue sin trabarse.

Finalmente se va. Caminando como un superhéroe por la vía que atraviesa la gran estación de trenes, mientras una granizada de vítores lo despide. La gente lo quiere tocar y saludar. Un grandulón enfervorizado, al borde del colapso nervioso, le pide a llanto pelado que le firme una remera. Mientras Diego se la firma con un aire indiferente, su fan parece poseído por un espíritu que vocifera cosas. Y Diego, que no se aburre de ser Diego porque ser Diego sigue siendo genial, se va.

Finalmente se va. El programa, horror, sigue.

Es entonces cuando apago la TV.