sábado, 22 de octubre de 2011

No seas pelotudo

Por costumbre, Santiago Manlleu se atribuye a sí mismo el optimismo. No lo arrulla la esperanza sino la sospecha de que, siendo el mundo tan minúsculo y la vida tan corta, la importancia de las cosas se aviene a menguar. "En realidad no le queda otra", le escuchamos decir. El análisis de la realidad - que es ambicioso por naturaleza, fantasea con transformarla - lo enciende de forma provisoria, en tanto vientre que engulle el ocasional erotismo de su tendencia a la enunciación. En última instancia nada de eso que discute con sus colegas sería tan determinante y todo sería una puesta en escena (donde él viene a ser el que mira). Esa ilusión lo seda, lo adormece en el tiempo.

Santiago Manlleu tiene casi 30 años. No tiene miedo porque no tiene credos. No siente que envejece. No se lamenta cuando le toca la nada, no aborrece de la soledad ni de su propio delirio. Habla solo, camina. Detesta la autoridad pero se esconde de ella antes que lesionarla; desconfía de la beligerancia, aún cuando su pensamiento profundo pide a gritos esa conducta.

Tiene sus detractores; él mismo es el primero de ellos. La suya es posición de poltrona, por así decirlo, de una abstracción sumisa y mediana, propia acaso de quien en esta vida no ha tenido la oportunidad de degustar los extremos (piensa Manlleu en Oliveira calentando la cama parisina; en Hans Castorp postergando todo y enfermando lentamente entre banquetes).

Posición infértil para que germinen militancias, puesto que al primer roce saltan la intimidación, el rezongo y la astronomía de las estrellas perdidas en el cosmos (Aldebarán, Orion, el Sirio): frente a los atroces años luz que nos separan de aquellos monstruos, todo se resamplea o desdibuja (Manlleu dice: ¡sí, tal cual! y agrega que ni siquiera hay que pensar en unidades astronómicas; el damero urbano, con sus millones de recorridos posibles, jaquea al pájaro en mano y lo desdignifica)

Posición incompatible con las convicciones de hierro, puesto que en cuanto se dispone a la acción cantan falta envido las reverberancias de lo múltiple, el remorder de las bifurcaciones pasadas o futuras (I shall be telling this with a sigh, recuerda Manlleu), los replanteos que desnaturalizan todo y hacen al embrollo.

Posición incompatible con el amor enamorado, si es que al amor es un absoluto y enamorarse una entrega como la de Juana de Arco, una entrega al fuego que no tolera el escamoteo y menos la frivolidad.

Posición que suele marginarlo de las grandes desdichas, al confesar burlonamente que, en retrospectiva, nunca tuvo grandes proyectos; o sí pero rápidamente desdeñados; o sí pero como la cosa no resultó como se esperaba es más fácil olvidarlos (el mejor recurso). Le permite admitir sin inventar explicaciones que varias mujeres lo rechazaron, o perder un partido de fútbol con amigos sin conocer la sensación de derrota. En el fondo sabe que para eludir desdichas es preciso eludir también grandes dichas (o al menos licuarlas con la pacificación del lenguaje). En nada se le va la vida a Manlleu. Por eso no se ve muriendo con las botas puestas; la muerte no tiene nada de solemne, y menos aún la suya. Sería Svalbard, conjeturamos, un buen lugar para que Manlleu pase el tiempo.

Para Manlleu, no obstante, los últimos fueron dias deprimentes. Mientras constataba cómo jugadores de River y Boca eran igualmente incapaces de darle la pelota a un compañero en un saque lateral, se fue convenciendo de que si las cosas mundanas le resultaran un poco - solo un poco - más gravitantes, probablemente él sería un asesino. Se fue convenciendo de que alberga una locura y que su recalcitrante templanza emotiva (ese deseo de ser invisible) es, tiene que ser, en realidad, un mecanismo de adaptación algo más sutil que el manicomio.

Entonces habla de esto con su amigo Turio Valez en una confitería. Le comenta lo magro que se siente a veces, que se hunde en una pelopincho de indiferencia. Turio, que es su amigo por algo, porque es un tipo vivo, le da vuelta el libro; "Vos mismo ves, Santiago, que todo es una puesta en escena; entonces ¿por qué no actuar? Si ninguna acción va a tener las consecuencias irreversibles que imaginan los que se apegan a lo mundano (porque no han visto el proscenio ni las bambalinas ni los hilos que cuelgan), más razón aún para actuar, moverse y dar súbitos virajes; la conciencia del escenario debería darte la más absoluta libertad. Elegí cosas en las que creer aunque tengas dudas, sé un actor profesional, no seas solo un observador porque, a largo plazo, es lo más parecido a la muerte en vida".

El buen consejo alerta a Santiago Manlleu; lo que lo adormece es justamente lo múltiple e indistinto de esa libertad. Lo fútil de enmarcarse en una improvisación teatral es que se le hace inconcebible un plan motor, un andarivel. Todo es más bien un discurrir. No es fácil moverse en función de algo que en el mismo momento en que se da el primer paso, ya ha cambiado de forma, de tamaño o de naturaleza. No puede Santiago moverse y afirmar, al mismo tiempo, que sigue pensando igual que antes. Todo es falso; como los bichos irrelevantes que aletean alrededor del farol.

Manlleu: ¡no seas pelotudo!, concluye Valez.

miércoles, 13 de julio de 2011

Un tren suburbano


Dentro de un tren suburbano pueden verse caras nuevas. Lo tomo mañana y tarde a la misma hora y esto es lo extraordinario: la gente que viaja es inédita, nunca antes la habían visto mis ojos. Es verdad que en cierta excursión pude identificar al mismo desconocido una segunda o tercera vez, y recreo unos destinos (el mío y el suyo) igual de taciturnos. Ahora bien: es difícil que ocurra algo así, puesto que en el vagón repleto no se busca a nadie con la mirada; la mirada está y los cuerpos se superponen ante ella, aún cuando quieren evitarse. Hace tiempo ví una persona el mismo día en el tren de ida y en el de vuelta, separados ambos por horas de actividades dispares, luego reunidos. Ahora yo no sé qué aspecto extraordinario hizo que reconociera a este hombre o mujer común, pero celebré conmigo mismo tal entrecruce. Supuse que hartos vaivenes programados a la vez en la ciudad natal no pueden esquivarse, y que cuando se reconocen solo están disfrazados de casualidad, con la gran inapetencia de otros que nos puebla de pronto quebrada.

Se da entonces este fenómeno diario, poco valorado, de ir desdoblando otros argentinos - tanto como yo, pero qué es un argentino - que nunca había visto antes y cuya existencia imaginable, o sea inexistente, me sorprende abroquelada sobre el conducto ferroviario (llamemos así a la prolongación no del todo encubierta de una línea de montaje fabril). Próximos, pero reluctantes a estarlo. Siendo que las vías se atribuyen la fatalidad de llevarnos a todos por el mismo, único, derrotero siempre, al maquinista no le queda más que la impuntualidad para escamotear el rumbo, y a nosotros una mansedumbre que tiene algo de atávica. Mientras esto sucede, la confluencia - ¿encuentro, reencuentro? - con los humanos a bordo es rutinaria cuando se la malinterpreta. En realidad es un momento irrepetible; solo allí y por esa vez tendré el placer de ver esas muecas enjutas, solo entonces serán parte de la misma desventura que nos lleva a cada uno al lugar acostumbrado cuando el día y los días se nos van en esto.

Volví a casa. Los desconocidos estaban en cantidades horrorosas, deambulaban por esta misma geografía-panal y se orientaban por los mismos nombres de calles, que evocan puertos de ultramar o gente muerta hace tiempo. Sufrí entonces como siempre la multiplicidad; la comprensión a duras penas poseída de que la vida que anima mi cuerpo es ultrasonido finito en el griterío de La Orbe, una cosa vasta y pulsante ella, una cosa angosta yo; una cosa angosta, irrelevante, trascendida por afano. A veces me da un fulminante alivio, porque concibo toda la pesada carga que no tengo que cargar; otras veces más bien inquieta, y mucho, porque la mente se dispara, sola solita, hacia una constelación de posibilidades imposibles, de huecos inciertos a ser llenados con algo. Porque Ray Davies a lo mejor fue sensato al suponer que "there must be more to life than just to live it" y que cada día nos guarda una oportunidad nueva, repetidamente desaprovechada. En el vagón del tren hay tiempo para recoger los rasgos y los semblantes, cada uno con su querella a cuestas. Miles de caras inofensivas, todas conocidas pero olvidadas, guardan su continuidad más allá del andén. Dieron una vuelta de llave, como yo recién, y están en sus nichos otra vez, en situación análoga a la mía. Enciendieron luces (ya es noche) y se desprendieron de ropa, quieren descansar, se insultaron con alguien que llegó nervioso o besaron otra boca, comieron una pizza fría, tienen proyectos y deberes que impregnan el aire de preocupación. Enciendieron el televisor para poner esa preocupación en suspenso, o al menos en entredicho. Todos estamos ahí ensayando un ritual de coordenadas muy concretas y súbitamente me pregunto cuándo fue que las elegí o si lo hice. Esto es lo que hay, parece.

Arriba del tren suburbano los viajantes pretenden seguir viviendo. Recelan, es evidente, del tiempo acumulado en esas andantes mazmorras que rechinan bajo los pies; semanas y semanas, cumpliendo condenas por sus delitos leves. Por eso buscan el aprovechamiento máximo del tiempo para mejorarse a sí mismos. Leen libros porque quieren que el tiempo pase más rápido (o que pase en otro lado); estudian de fotocopias, aún de pie, manchando renglones con tinta fosforescente porque hay un autor que quiere hacerse entender; escuchan música con audífonos porque prefieren encerrarse en el sonido viajero que traen consigo; conversan por teléfono para anticipar trabajo urgente, ventilar novedades poco fastuosas o pedir favores a ser cumplidos mientras ellos no pueden - porque están ahí todavía; las señoras que están sentadas tejen algún abrigo aún sin forma clara y las puntas de sus agujas lanzan chisporroteos indescifrables; mujeres jóvenes y viejas van encerando sus caras con un estándar de belleza; otros completan sudokus burlones y sopas de letras (acá espío y trato de anticiparme a encontrar una palabra que aún no tachó). Los más simples se duermen en posiciones tortuosas (¿cómo dejar la cabeza desplomada sobre el pecho?), dedican miradas libres de culpa a chicas casi perfectas, o se muerden las uñas y las cutículas con diferentes métodos. Los más raros se sientan cruzados de piernas sobre el piso de goma y pintan con tinta china en un bloc de hojas blancas, o resuelven con rápidas rotaciones un cubo de Rubik entre estación y estación, para desorganizarlo enseguida y tratar superar el récord marcado. Los que están más locos forran su pequeña bicicleta con cinta de enmascarar, hasta que ésta queda completamente forrada, sin motivo aparente más que el de desentumecer el cerebro. Derruir el tiempo. Hacerlo trotar sobre las vías.

Cierta vez en Retiro un señor anónimo casi anciano de sueter bordó y ojos apaisados me preguntó en qué estación me bajaba. Yo le contesté sin más, tal vez con la rara dicha de ser interpelado o por simple automatismo (digamos que uno no tiene pensado ni planea bajarse en una estación; simplemente se baja ahí, y esa es un poco la tragedia que intento superar). Las dos damas sentadas enfrente, en cambio, se negaron a contestarle haciendo uso de sus cartuchos de desconfianza típica. ¿Para qué le interesa saber, señor? ¿Qué le importa tanto, señor? El hombre no se justificaba, simplemente repreguntaba con vocación periodística y se mostraba perplejo ante la hostilidad. Para demostrar su punto, decía "yo me bajo en Tigre"; ¿Acaso tenía algo de malo saber? Si vamos a ser breves compañeros de viaje durante esta única vez en la vida, a quién puede dañar saber algo de las personas. Los demás terminaron pensando lo mismo, dado que el hombre pacientemente fue obteniendo las respuestas deseadas: Olivos, Martínez, Beccar. De pronto, todos allí ya sabíamos dónde nos bajábamos y eso nos aunaba. El hombre, el anciano-niño, ya recolectados los datos e iniciada la marcha del tren, iba indicándonos a cada uno cuántas estaciones nos faltaban para llegar a destino y a veces las enumeraba a modo de demostración. Aplicado en su memoria, no se equivocó ni una sola vez. Nosotros dabamos las gracias por la gentileza y nos mirábamos entre incómodos, un poco sarcásticos y definitivamente cómplices. El señor de sueter había completado una especie de intervención artística, una cuña de algo rompiendo la monocromía, una secta.

En Santiago, en un vagón de la línea roja que corre bajo la Alameda, recuerdo ahora a un grupo de niños que recitaba el orden exacto de las estaciones, a coro y viva voz, con los ojos cerrados para probar que no se estaban fijando en los planos luminosos sobre las puertas. Son líneas largas, de veintena o más estaciones; y las pías criaturas le atinaban bastante, ya se la tenían memorizada. No era un juego: era la construcción en marcha de las coordenadas mentales con las que deberán armar toda su vida, y con las cuales, no obstante, guardarán para siempre una distancia nunca superable.

La ética del viaje engaña: todo arriba del tren es incluso más mundano que siempre. No hay alegorías o revoques, nada rebalsa de sentido y éste debe ser sonsacado con el hábito paciente de entender que justamente allí, en ese lugar, en esa variación irrepetible de rostros es que despierta la singularidad de un día dado, y que hay que prestarle toda la atención posible. Un hábito que se verá recompensado en el largo plazo, cuando vuelva ese destello, esa división por cero, esa bruta disfunción intestina que rompe el acorazado del tiempo.

miércoles, 6 de abril de 2011

Bailar sobre arquitectura


The King Of Limbs, junto con la edad avanzada, me van convenciendo de que “revisar” discos es una tarea perversa. Las impresiones personales sobre las “obras de arte”, revitalizadas por los matices intrínsecos de la misma o los sucesivos contextos anímicos de quien escucha o mira, mutan de maneras que en última instancia son inefables. ¿Qué juicio conciso puedo hacer hoy sobre The King Of Limbs cuanto todavía no sé bien qué me pasa cuando escucho Hail To The Thief? ¿O cuando no tengo muy claro dónde ubicar a Amnesiac entre mis preferencias? ¿O cuando recién me estoy animando a afirmar que In Rainbows es, en efecto, un disco que me gusta realmente mucho? Hace poco puse The Wall, de Pink Floyd, y me resultó indigesto; en algún momento ese bodoque me fascinaba y en algún otro momento volverá a hacerlo. La música, incluso más que ningún otro arte, es imposible de parafrasear y no por mil veces dicho deja esto de inquietarme al querer analizar cualquier opus con el rudimento de la prosa. Un disco de sonidos – si solo eso fuera The King Of Limbs – puede significar millones de cosas en millones de momentos. Escribir una crítica sobre él sería, a lo sumo, un mundano acto de cartografía, suponiendo que alguien necesite un mapa para no perderse (¡pero si la idea de la música es perderse en ella, es maravillarse, rascarse la cabeza!). Aunque me sigue gustando leerlas por algún motivo, escribir una crítica musical es un acto heroico de tan idiota. Permítanme entonces la hipocresía y lo heroico. Permítanme la idiotez.

El más reciente álbum de Radiohead pareciera hecho específicamente para elidir rótulos atolondrados. Que son, justamente, los que más a mano tiene una vasta jauría de twitteros y bloggeros ávidos de apretujar su voz en el espectro de la Web ante una publicación sorpresa de estas características. Es un álbum fantasma y sin concepto sobre el que, al menos por el momento y con honestidad, no puedo decir nada grandilocuente. No puedo decir si es peor o mejor que los antecesores; no puedo decir cuánto refiere a ellos (o a The Eraser); no puedo decir si es un disco de electrónica o pop o ambient o trip-hop; no puedo decir si es un disco donde Thom Yorke hizo todo y Ed O’Brien no hizo nada; no puedo decir si Radiohead puso el piloto automático o se fue por nuevos rumbos; no puedo decir cuál es legado que aporta al panorama musical actual; no puedo decir cuánto toma del panóptico musical actual (Four Tet, Flying Lotus, Burial); no puedo decir qué hubiera pasado si este mismo disco lo hubiese grabado cualquier otra banda; no puedo decir cuántas estrellas le vamos a poner. No puedo decir justamente lo que se dijo, multiplicado por montones, en todas partes. Y esto es lo que me parece centralmente maravilloso de The King Of Limbs y, por extensión, de Radiohead: cómo te deja sin definiciones; cómo desafía todo lo que los críticos de rock comúnmente entienden como su función; el encasillamiento, la rotulación que quiere ser profesional pero que intuitivamente se debe descartar poco después de formulada.

Esta es mi impresión. Esta es mi impresión de The King Of Limbs cuando ya lo estoy escuchando por vigésima vez y todavía no sé bien qué hacer con el o qué decir de él. A qué atarlo, dónde anclarlo. ¿Hay necesidad de dicho anclaje? ¿Hay necesidad de calificar? ¿De decidir si “bueno” o “malo”? Su escucha hace válida la pregunta o la reflexión en torno a la pregunta. Esta es mi impresión. Y por ende, casi no me queda otra que ser impresionista. Es decir, dar meras impresiones gaseosas, personales, nada lógicas, recogidas a lo largo de las escuchas continuadas.

Percibo ante todo, con una percepción que a estas alturas podría llamar perenne, que The King Of Limbs es muy poco espectacular y profundamente adictivo. No sé si llamar a esto una contradicción; pensándolo con frialdad no tiene por qué serlo. Lo espectacular, así como lo uniformemente emotivo, a la larga quema la cabeza o cansa (véase The Bends; léase Ok Computer). Hoy me encuentro volviendo al álbum sin poder explicar muy bien a nadie el por qué. Hasta el momento, no es nada obvio. Los temas se me hacen livianos, mínimos y escasamente desarrollados más allá de una adusta proposición inicial que se repite en bucles. Es un poco como que Radiohead, a diferencia de otros momentos de su historia, no tiene nada muy urgente para decirle a nadie. El disco todavía no parece incluir canciones-monumento inequívocas, de esas con efectismos despampanantes que hacen a cualquier fan de Radiohead derrapar y poner piel de gallina (El final de "There There", la entrada del piano en "You And Whose Army?", los clímaxes de "Exit Music" o "Let Down", la secuencia épica de "Reckoner"). Aún así, cada una invita a la reescucha atenta, a la sospecha de que hay varios matices por sonsacar de entre la presunta insignificancia. Y que esos matices pueden llegar deformarse, a la larga, en una de esas canciones-monumento, solo que redefinidas (¿"Lotus Flower"?)

The King Of Limbs es corto, todos lo han señalado, pero yo presumo más bien que se hace corto. Y esto porque cada canción individualmente se hace corta. ¿Había alguien reparado que "Bloom" dura más de cinco minutos? Honestamente, jamás lo habría pensado. No es solo que no lo habría notado, sino que ni me habría hecho la consabida pregunta del tiempo. Y eso que "Bloom", una suerte de trip-hop sinfónico, no es exactamente "Bohemian Rhapsody". Simplemente, mientras dura, la cuestión del tiempo deja de tener relevancia; solo fluye como si fuera perfecta. Hay algo ahí, algún mecanismo del crear, del hacer, que no es nada obvio y funciona a la perfección. The King Of Limbs parece un álbum más para deleitar con auriculares porque sí, en íntimo onanismo, que para romperle las bolas al vecino o enamorar a tu chica en un mar de pasiones compartidas. Podés poner "Morning Mr Magpie", un sucedáneo de Fela Kuti mezclado con Talking Heads, con el volumen al mango y nunca va a aturdir a nadie. Tampoco va a levantar la temperatura de una fiesta. Eso que a priori parece un grave defecto de repente es más bien semejante a una virtud; la virtud de poder escuchar y reescuchar sin cansarse, y sin dejar de estar un poco extrañado, descentrado o con la vaga ilusión de estar escuchando la canción por primera vez indefinidamente. La sensación ni siquiera es plácida.

El álbum no tiene mucho sentido del clímax; no hay momentos intencionalmente bajos que te preparen para el estallido glorioso donde las nubes de descorren y mil gavilanes surcan los cielos al compás de todas tus experiencias pasadas y futuras. Y si los hay, son empedernidamente sutiles. Pienso más que nada en el final, en "Separator", que inicia como un garabato impresciso para recién a los dos minutos y medio arrancar con algo parecido a una canción. Uno ahí siente la satisfacción por primera vez y espera que la cosa crezca y crezca hasta un final monolítico, pero no: los tipos retienen la modestia a tal punto que "Separator" ni bien llega empieza a desintegrarse sola y lentamente hasta desaparecer detrás de sí misma. Se comprende, si uno se pone en el lugar del otro, que para ciertos oyentes acostumbrados a un buen mazazo en la cabeza esto pueda ser más que frustrante; después de todo hay fans – pobres – que siguen quejándose de la falta de guitarras y preguntándose por qué Radiohead no vuelve a hacer un disco como The Bends. En mi caso, este tipo de ausencias hacen que quiera escuchar de nuevo, una y otra vez, para ver cuál es el chiste. Porque hay uno, supongo.

Esto no implica que el recorrido del álbum sea previsible. Es un recorrido más bien plano: es como estar en una estepa de sonido, pero no dejamos nunca de movernos por diferentes texturas superpuestas, atravesándolas. Están los polirritmos de la primera mitad, allí donde el mini homenaje a Can que es "Little By Little" se da el gustazo de escupir una síncopa monstruosa que ha generado ya algún cupo de retardados clamando que Radiohead “está fuera de ritmo”. Están los impecables beats electrónicos y líneas de bajo de "Lotus Flower", un single relativamente abstracto cuyas posibilidades de convertirse en clásico referencial se condensan más que nunca en la blusera y solitaria interpretación vocal de Yorke. Y está también – tal vez como ejemplo extremo de la vocación espartana de este Radiohead – ese par angélico-pastoral de "Codex" y "Give Up The Ghost", que ya ni llegan a modelarse como canciones plenas. Puesto que se arrogan poco más que el título de espectros de sonido, parecen emanar más desde adentro de nuestras propias cabezas en vapor que de un conjunto de instrumentos. Toda una incógnita.

Esto es The King Of Limbs por ahora. Varias impresiones que no acaban de converger entre sí. Pasada la verbosidad plomiza de Hail To The Thief y la (muy) relativa vuelta a las raíces de In Rainbows Radiohead se versiona con una postura indefinida, humilde y poco pretenciosa que es difícil imaginar hasta qué punto fue deliberada o si surgió espontáneamente del legendario cansancio de Thom Yorke. Lo que sí parece estar claro es que no buscaron grabar otro álbum que sacudiera cimientos ni algo concientemente a la altura de cierta reputación que deben, en teoría, enaltecer. Radiohead es casi demasiado libre a estas alturas para hacer una cosa así. Dado que es hasta difícil responder si es un disco oscuro o luminoso, The King Of Limbs desarma al oyente colmado de expectativas basadas en el pasado. ¿Es ese el mérito? Podría ser. En realidad, si nos gusta Radiohead es porque un poco nos gusta que nos desarmen ¿no?

El gesto, por supuesto, puede llegar a ser falaz. Digo, si dentro de unos años empezamos a sentir, por fin, que éste es simplemente uno más en la imponente seguidilla de obras maestras de la banda, sabremos que hemos sido seducidos y engañados de vuelta. Por ahora, el no poder decir nada definitivo, conciso, o siquiera razonable sobre The King Of Limbs es, sin paradoja alguna, lo que más goce me provee; por lo inesperado.

Publicado en Revista Spazz