miércoles, 13 de julio de 2011

Un tren suburbano


Dentro de un tren suburbano pueden verse caras nuevas. Lo tomo mañana y tarde a la misma hora y esto es lo extraordinario: la gente que viaja es inédita, nunca antes la habían visto mis ojos. Es verdad que en cierta excursión pude identificar al mismo desconocido una segunda o tercera vez, y recreo unos destinos (el mío y el suyo) igual de taciturnos. Ahora bien: es difícil que ocurra algo así, puesto que en el vagón repleto no se busca a nadie con la mirada; la mirada está y los cuerpos se superponen ante ella, aún cuando quieren evitarse. Hace tiempo ví una persona el mismo día en el tren de ida y en el de vuelta, separados ambos por horas de actividades dispares, luego reunidos. Ahora yo no sé qué aspecto extraordinario hizo que reconociera a este hombre o mujer común, pero celebré conmigo mismo tal entrecruce. Supuse que hartos vaivenes programados a la vez en la ciudad natal no pueden esquivarse, y que cuando se reconocen solo están disfrazados de casualidad, con la gran inapetencia de otros que nos puebla de pronto quebrada.

Se da entonces este fenómeno diario, poco valorado, de ir desdoblando otros argentinos - tanto como yo, pero qué es un argentino - que nunca había visto antes y cuya existencia imaginable, o sea inexistente, me sorprende abroquelada sobre el conducto ferroviario (llamemos así a la prolongación no del todo encubierta de una línea de montaje fabril). Próximos, pero reluctantes a estarlo. Siendo que las vías se atribuyen la fatalidad de llevarnos a todos por el mismo, único, derrotero siempre, al maquinista no le queda más que la impuntualidad para escamotear el rumbo, y a nosotros una mansedumbre que tiene algo de atávica. Mientras esto sucede, la confluencia - ¿encuentro, reencuentro? - con los humanos a bordo es rutinaria cuando se la malinterpreta. En realidad es un momento irrepetible; solo allí y por esa vez tendré el placer de ver esas muecas enjutas, solo entonces serán parte de la misma desventura que nos lleva a cada uno al lugar acostumbrado cuando el día y los días se nos van en esto.

Volví a casa. Los desconocidos estaban en cantidades horrorosas, deambulaban por esta misma geografía-panal y se orientaban por los mismos nombres de calles, que evocan puertos de ultramar o gente muerta hace tiempo. Sufrí entonces como siempre la multiplicidad; la comprensión a duras penas poseída de que la vida que anima mi cuerpo es ultrasonido finito en el griterío de La Orbe, una cosa vasta y pulsante ella, una cosa angosta yo; una cosa angosta, irrelevante, trascendida por afano. A veces me da un fulminante alivio, porque concibo toda la pesada carga que no tengo que cargar; otras veces más bien inquieta, y mucho, porque la mente se dispara, sola solita, hacia una constelación de posibilidades imposibles, de huecos inciertos a ser llenados con algo. Porque Ray Davies a lo mejor fue sensato al suponer que "there must be more to life than just to live it" y que cada día nos guarda una oportunidad nueva, repetidamente desaprovechada. En el vagón del tren hay tiempo para recoger los rasgos y los semblantes, cada uno con su querella a cuestas. Miles de caras inofensivas, todas conocidas pero olvidadas, guardan su continuidad más allá del andén. Dieron una vuelta de llave, como yo recién, y están en sus nichos otra vez, en situación análoga a la mía. Enciendieron luces (ya es noche) y se desprendieron de ropa, quieren descansar, se insultaron con alguien que llegó nervioso o besaron otra boca, comieron una pizza fría, tienen proyectos y deberes que impregnan el aire de preocupación. Enciendieron el televisor para poner esa preocupación en suspenso, o al menos en entredicho. Todos estamos ahí ensayando un ritual de coordenadas muy concretas y súbitamente me pregunto cuándo fue que las elegí o si lo hice. Esto es lo que hay, parece.

Arriba del tren suburbano los viajantes pretenden seguir viviendo. Recelan, es evidente, del tiempo acumulado en esas andantes mazmorras que rechinan bajo los pies; semanas y semanas, cumpliendo condenas por sus delitos leves. Por eso buscan el aprovechamiento máximo del tiempo para mejorarse a sí mismos. Leen libros porque quieren que el tiempo pase más rápido (o que pase en otro lado); estudian de fotocopias, aún de pie, manchando renglones con tinta fosforescente porque hay un autor que quiere hacerse entender; escuchan música con audífonos porque prefieren encerrarse en el sonido viajero que traen consigo; conversan por teléfono para anticipar trabajo urgente, ventilar novedades poco fastuosas o pedir favores a ser cumplidos mientras ellos no pueden - porque están ahí todavía; las señoras que están sentadas tejen algún abrigo aún sin forma clara y las puntas de sus agujas lanzan chisporroteos indescifrables; mujeres jóvenes y viejas van encerando sus caras con un estándar de belleza; otros completan sudokus burlones y sopas de letras (acá espío y trato de anticiparme a encontrar una palabra que aún no tachó). Los más simples se duermen en posiciones tortuosas (¿cómo dejar la cabeza desplomada sobre el pecho?), dedican miradas libres de culpa a chicas casi perfectas, o se muerden las uñas y las cutículas con diferentes métodos. Los más raros se sientan cruzados de piernas sobre el piso de goma y pintan con tinta china en un bloc de hojas blancas, o resuelven con rápidas rotaciones un cubo de Rubik entre estación y estación, para desorganizarlo enseguida y tratar superar el récord marcado. Los que están más locos forran su pequeña bicicleta con cinta de enmascarar, hasta que ésta queda completamente forrada, sin motivo aparente más que el de desentumecer el cerebro. Derruir el tiempo. Hacerlo trotar sobre las vías.

Cierta vez en Retiro un señor anónimo casi anciano de sueter bordó y ojos apaisados me preguntó en qué estación me bajaba. Yo le contesté sin más, tal vez con la rara dicha de ser interpelado o por simple automatismo (digamos que uno no tiene pensado ni planea bajarse en una estación; simplemente se baja ahí, y esa es un poco la tragedia que intento superar). Las dos damas sentadas enfrente, en cambio, se negaron a contestarle haciendo uso de sus cartuchos de desconfianza típica. ¿Para qué le interesa saber, señor? ¿Qué le importa tanto, señor? El hombre no se justificaba, simplemente repreguntaba con vocación periodística y se mostraba perplejo ante la hostilidad. Para demostrar su punto, decía "yo me bajo en Tigre"; ¿Acaso tenía algo de malo saber? Si vamos a ser breves compañeros de viaje durante esta única vez en la vida, a quién puede dañar saber algo de las personas. Los demás terminaron pensando lo mismo, dado que el hombre pacientemente fue obteniendo las respuestas deseadas: Olivos, Martínez, Beccar. De pronto, todos allí ya sabíamos dónde nos bajábamos y eso nos aunaba. El hombre, el anciano-niño, ya recolectados los datos e iniciada la marcha del tren, iba indicándonos a cada uno cuántas estaciones nos faltaban para llegar a destino y a veces las enumeraba a modo de demostración. Aplicado en su memoria, no se equivocó ni una sola vez. Nosotros dabamos las gracias por la gentileza y nos mirábamos entre incómodos, un poco sarcásticos y definitivamente cómplices. El señor de sueter había completado una especie de intervención artística, una cuña de algo rompiendo la monocromía, una secta.

En Santiago, en un vagón de la línea roja que corre bajo la Alameda, recuerdo ahora a un grupo de niños que recitaba el orden exacto de las estaciones, a coro y viva voz, con los ojos cerrados para probar que no se estaban fijando en los planos luminosos sobre las puertas. Son líneas largas, de veintena o más estaciones; y las pías criaturas le atinaban bastante, ya se la tenían memorizada. No era un juego: era la construcción en marcha de las coordenadas mentales con las que deberán armar toda su vida, y con las cuales, no obstante, guardarán para siempre una distancia nunca superable.

La ética del viaje engaña: todo arriba del tren es incluso más mundano que siempre. No hay alegorías o revoques, nada rebalsa de sentido y éste debe ser sonsacado con el hábito paciente de entender que justamente allí, en ese lugar, en esa variación irrepetible de rostros es que despierta la singularidad de un día dado, y que hay que prestarle toda la atención posible. Un hábito que se verá recompensado en el largo plazo, cuando vuelva ese destello, esa división por cero, esa bruta disfunción intestina que rompe el acorazado del tiempo.

1 comentario:

Ricardo dijo...

Gran amigo, cuántos viajes en tren hemos compartido!
Extraño esos tiempos en que éramos un poco más jóvenes que hoy.
Saludos