lunes, 9 de febrero de 2009

Vida o muerte

Cada vez que salen a la luz casos de eutanasia como el de Eluana Englaro – la italiana que vivió 17 años en coma irreversible hasta que le desconectaron la alimentación artificial – las pasiones humanas se ven azuzadas de tal manera que casi nadie puede o quiere permanecer indiferente ante los hechos. Hechos que, por lo general, le ocurren a gente anónima, gente desconocida, gente que muchas veces vive a miles de kilómetros, en otros países o continentes. Hechos que, además, no son más que coletazos de acontecimientos olvidados: accidentes, tragedias de hace diez o veinte años que ya nadie tiene presentes y cuyas consecuencias a nadie afectan (exceptuando, claro está, a los familiares de las víctimas). En suma: hechos que, tristes como son, pertenecen al ámbito estricto de lo privado.

Con todo, ante el anuncio público de una eventual eutanasia, algo explota. De pronto los medios del mundo comienzan a publicar fotos sonrientes de la persona (¿la llamamos víctima? ¿la llamamos sobreviviente? ¿la llamamos algo?) en sus portadas. Los políticos se ven irresitiblemente movidos a pronunciarse - y actuar - con una vehemencia que desafía cualquier razón (lo de Berlusconi declarando que Eluana podría tener un hijo es maravilloso), para ser insultados como parias y aplaudidos como héroes. La iglesia, por su parte, se lanza a proferir advertencias y tampoco sus dichos caen en saco roto; conmueven o resienten profundamente a quien las reciba. Gente “equis” que hasta hace poco nada sabía - y que probablemente siga sin saber - del tema se aglomera en las puertas de alguna clínica encendiendo velas, desplegando pancartas e improvisando martirios (tales como bloquear el paso de una ambulancia). A todo esto, los familiares que resolvieron, con el aval de la justicia, la desconexión de respiradores y sondas sienten de golpe que el mundo los señala con el índice, aprobándolos y condenándolos por partes iguales, casi sin medias tintas. El hecho en principio lejano, privado, anónimo, de repente ha conmovido una fibra colectiva irrefrenable; y sin proponérselo en absoluto – porque ya tiene bastante – calienta el caldo para el más variopinto guiso de dogmas y fanatismos.

No es para menos: despues de todo la persona, esa persona sonriente y viva que nos mira desde diarios y revistas, va a morir. Y no solo eso, sino que va a morir asesinada. ¿Quién puede mantenerse ajeno?

Uno de los aspectos más perturbadores de este tipo de debates – y acá cuentan también los que versan sobre el aborto o el suicidio – es cómo siempre acaban planteándose en términos de “vida” versus “muerte”, como si se tratara de un superclásico del domingo. La postura a adoptar no es a favor o en contra de la eutanasia: es a favor o en contra de “la vida” y a favor o en contra de “la muerte”. Claro que sin obviar las sutilezas semánticas de rigor: los que dicen bancar a “la vida” acusarán a sus antagonistas de apoyar a “la muerte”. Los que apoyan a “la muerte" replicarán, con un poco más de ayuda del léxico, que en realidad están a favor de “la muerte digna” y acusarán a sus oponenetes de defender “la vida en condiciones indignas”. Lo que comienza como una discusión sobre un procedimiento clínico concreto (mantener, o no, viva a una persona con mecanismos artificiales) termina jugándose en un terreno tan abstracto que se hace insoluble, quimérico. Y aún así, ambos términos están tan arraigados en nuestra cultura simbólica que son pocas las personas que se toman un minuto para extrañarse de su propio discurso y preguntarse: ¿Existe acaso algo más tenebrosamente ridículo que pronunciarse a favor o en contra de la vida y de la muerte?

Esta aparatosa danza de significantes vacíos, la utilización de “la vida” y “la muerte” como palabras-comodines que se llenan con el sentido que la ideología disponga, no responde simplemente a una manipulación intencional del lenguaje. Hay algo estructural, mucho más problemático, obrando en los entretelones de casos como el de Eluana: y eso es, sin más, el pensamiento que concibe la vida y la muerte como opuestos. Esta falsa antinomia, esta nefasta y horrenda antinomia sigue siendo - a pesar del racionalismo y el iluminismo y el secularismo y toda esa inútil parafernalia moderna - el molde del que se extrae buena parte de la cosmovisión occidental.

La vida y la muerte son inseparables. Son lo mismo. No existe, no es concebible, no es pensable la una sin la otra. Solo aspira a morir quien está vivo; solo vive quien aspira a morir. La vida es un proceso bioquímico que, al realizarse, no tiene otra opción que destruirse a sí mismo y a otras vidas, cumpliendo así su ciclo para dar comienzo a otros nuevos. ¿Cómo? Tomemos el ejemplo de la cadena alimenticia: ¿De qué nos alimentamos? De seres vivos - lechugas, peces, vacas - que, para cumplir con la burocracia nutritiva, deben previamente pasar por el trámite de morir (o incluso abortar la procreación como ocurre con las frutas y las semillas). En síntesis; nos alimentamos de muerte, de vida, para seguir viviendo. Si preferimos un abordaje menos prosaico, aunque análogo, entonces digamos que la muerte no niega la vida sino que la reafirma y le da valor. Solo ante la muerte podemos observar, con plena certeza y más que nunca, que eso que se está completando es vida y no algún fenómeno monstruoso. Y es solo ante la perspectiva de la propia muerte - algún día, viejos, enfermos o estrolados contra una vidriera - que podemos argumentar que nuestra vida tiene algún valor (de igual forma que el placer sexual se disfruta por su condición efímera; quien lograra provocar un orgasmo perpetuo podría jactarse de haber inventado la más siniestra de las torturas).

Cuando, guiados por alguna retorcida superstición, pretendemos separar de la vida la naturaleza de la muerte, aislándola como si fuera una cosa diferente y negadora, ésta se transforma en un fantasma pútrido, incomprensible, terrorífico, como bien lo caracteriza Settembrini en La Montaña Mágica. Y ese concepto puramente negativo de la muerte, que la asocia con imaginería macabra y colores oscuros, es el que lleva a estos enfrentamientos increíbles en los que se elige entre estar a favor de la vida o de la muerte, armando bandos de cruzados que se descalifican mutuamente, con todo el pathos que el protocolo de la imbecilidad exige.

Lo profundamente irónico es que esta deplorable concepción de la vida y la muerte como antónimos se inspira tanto en la religión como en el secularismo moderno. Son el Antiguo Testamento y el Evangelio los que introducen con fuerza esta idea extravagante de la “salvación”, de salvarse y salvarnos. ¿Salvarnos de qué? De la muerte, claro, socia por excelencia el pecado original. ¿Qué logró Jesús al resucitar sino hacernos zafar de la muerte? Es a partir de la mitología bíblica que toda una civilización entendió, sin más, que la muerte, esa especie de enemigo, de terror, era algo de lo que debíamos - o debemos aún - ser salvados. Lo interesante es que, una vez derrotada, la muerte quedaba reducida a nada, a un mero boquete en la eternidad. Es por eso que en la Edad Media, momento histórico asociado al mayor oscurantismo religioso, la muerte biológica ya no tenía mala reputación; después de todo, era el momento en el que por fin se abandonaba este Valle de Lágrimas para retozar eternamente en la gracia divina. Nuestros antepasados de la Edad Media - cuyos carnavales celebraban el nacimiento, el sexo y la muerte como una misma cosa - hubieran llorado de la risa de solo pensar en mantener viva a una persona a través de tubos y sondas.

Es con el advenimiento de la igualmente extravagante idea de “progreso” que la ecuación de la muerte vuelve a oscurecerse. Dado que por intermedio de la industria y las artes la plenitud puede alcanzarse físicamente, aquí y ahora, en este mismo mundo, la degradación de la muerte se convierte en un soberano insulto a la humanidad. Y esta vez, iluminismo mediante, ya no hay Reino de los Cielos que valga. La Iglesia sigue proclamando la salvación, pero los tiempos que corren ya no le creen. ¿Qué mejor demostración que la propia postura de la Iglesia sobre la eutanasia? Le parece más piadoso mantener artificialmente con vida a alguien que debería haber muerto hace rato, que dejarlo cruzar el umbral y llegar hasta Dios. A pesar de amparar su postura en una supuesta “sacralidad de la vida”, la Iglesia parece tenerle demasiada fe a la medicina, y muy poca a sus buenas noticias de felicidad eterna.

¿Qué estoy queriendo probar con toda esta disgresión? ¿Que es absurdo llorar seres queridos que fallecen? ¿Que no es tan terrible pegarle un tiro a cualquiera en la cabeza? No. Solamente procuro resaltar la bestialidad de algunos discursos que se dieron con respecto al caso de Eluana Englaro. Hacía diecisiete años que sobrevivía como un conjunto de funciones sin conciencia de sí, sin esperanza alguna de recobrarla; ¿Qué extraño sentido de la compasión quiere ver vivir a toda costa a alguien en ese estado? ¿Qué tan infame puede ser que una colección de tejidos alimentados por electricidad y fármacos se deslice de a poco a su anhelada, a su prometida muerte? ¿De dónde viene ese fanatismo que carga contra un padre que simplemente hizo lo que creyó adecuado, después de esperar en vano diecisiete años? ¿Qué tan terrible, qué tan doloroso, qué tan malo puede ser morir en estas circunstancias?