Está bastante bien irrigada la creencia de que en la vida, para obtener lo que uno quiere, hay que romperse el culo. Se usa textualmente esa fórmula: "romperse el CULO", no se podría escoger alegoría más táctil. Está tan naturalizado, es tan obvio, tan indiscutible el adagio que nadie llega a pensarlo demasiado. Envilecidos pues, agachamos la cabeza, nos bajamos los lienzos y, efectivamente, nos sometemos litúrgicamente al sacramento de la rompida de culo. Primero nos rompemos el culo formándonos, después trabajando todos los días (en ese eficaz aserradero de culos neutralmente llamado "división del trabajo"). Con el tiempo le vamos tomando el saborcito a esto de tener el culo roto, lo cual allana el camino para que vengan terceros a contribuir con la faena (de rompernos el culo, y humillarnos, y de tratarnos como máquinas). Obran con la practicidad de saber que quien tiene el culo roto, ya bastante roto, no va a ofrecer demasiada resistencia.
Aún así, siendo unos miserables culeados, salimos y pavoneamos nuestro culo roto, capturando éste todo tipo de suspiros elogiosos por parte de colegas y adversarios. Y así, de a poco, empezamos a sentirnos realizados. Y diremos que nos apasiona rompernos el culo, que es nuestra vida, y que no imaginamos que habríamos hecho de no habernos roto el culo con tanto amor, con tanta dedicación.
En este fenómeno influyen, claro, las contrapartidas jugosísimas reservadas para los ciudadanos ejemplares que se rompen y se dejan romper el culo como Dios manda. Se sabe (aunque no se dice) que veremos el día en el que nos ganemos la potestad de romperle el culo a otros, lo cual aporta siempre cierta reciprocidad que redunda en equilibrio y satisfacción. Es que claro, después de mucho dejar que nos empomen, en algún momento queremos empomar nosotros eh. No sólo eso. También tendremos una contraprestación monetaria que costeará un búnker de lujo (o no tanto, depende) donde sanear nuestro culo roto (terapia a base de televisión, sexo marital y medicina alopática). Casa, un autito y familia (la familia es clave, porque hay que fomentar el cultivo de nuevos y jóvenes culos susceptibles de ser rotos, sino cómo seguimos). Tal trinidad representa la máxima aspiración del culeado exitoso. Es por este patrimonio, básicamente, que nos hemos adaptado ovejunamente, accediendo a la rompedura (o rotura) de culo canónica.
Eso sí. Hay culeados y culeados. No todos los culeados somos igual de virtuosos y por eso no todos obtienen los mismos réditos. Gran parte de los sujetos se pasan años, la vida, martirizándose el culo con sombrío empeño y apenas les alcanza para sobrevivir como comadrejas en albañales profundos. Es la diferencia entre un culeado-culeado (el proletario) y el culeado-virtuoso (los que, sometimiento anal mediante, podemos alcanzar puestos ejecutivos y sueldos de fábula). Pero no nos vamos a empantanar en esta distinción marxista; la lucha de clases se ve considerablemente matizada, en la práctica, por el hecho inconmutable de que todos los patriotas nos rompemos el culo de una u otra forma. Es el factor culo-roto, y no otra cosa, lo que nos iguala ante los anteojos plurales de la democracia.
Llega un momento en la vida de todo sujeto, por fin llega, en el cual tenemos el culo tan fantásticamente dilatado y amoratado y coagulado que ya no servimos más. Entonces podemos pasar a retiro y regodearnos con los jugosos frutos que tantos años de rompernos el culo nos han otorgado. Podremos seguir comprando autos, jugando al golf y visitando clínicas de prestigio con cierta asiduidad. Una exuberante vida de jubilado nos espera. Pero aún así, parece demasiado el tiempo improductivo que tenemos entre manos. Nos abruma. No tenemos idea de qué hacer con nosotros mismos: tan acostumbrados estábamos a rompernos el culo y ahora puede que nos sintamos un poco inútiles, un poco olvidados, y un poco cansados (claro, no sabemos qué hacer con un culo repentinamente casto). De la nada, aparece una nueva actividad que por mucho tiempo no se nos había exigido: pensar un poco. Y pensamos. Puede que nos cuestionemos si esto de romperse el culo mereció la pena. Tenemos un auto muy lindo, sí, y una familia maravillosa, sí, y una chimenea donde podemos calentarnos en invierno mientras tomamos un cafecito y admiramos cómo se desprenden densos jirones de lluvia sobre nuestro verde jardín, sí, sobre nuestras casas vecinas que son todas parecidas, todas lo mismo en este vecindario de mazapán.
Aún así, siendo unos miserables culeados, salimos y pavoneamos nuestro culo roto, capturando éste todo tipo de suspiros elogiosos por parte de colegas y adversarios. Y así, de a poco, empezamos a sentirnos realizados. Y diremos que nos apasiona rompernos el culo, que es nuestra vida, y que no imaginamos que habríamos hecho de no habernos roto el culo con tanto amor, con tanta dedicación.
En este fenómeno influyen, claro, las contrapartidas jugosísimas reservadas para los ciudadanos ejemplares que se rompen y se dejan romper el culo como Dios manda. Se sabe (aunque no se dice) que veremos el día en el que nos ganemos la potestad de romperle el culo a otros, lo cual aporta siempre cierta reciprocidad que redunda en equilibrio y satisfacción. Es que claro, después de mucho dejar que nos empomen, en algún momento queremos empomar nosotros eh. No sólo eso. También tendremos una contraprestación monetaria que costeará un búnker de lujo (o no tanto, depende) donde sanear nuestro culo roto (terapia a base de televisión, sexo marital y medicina alopática). Casa, un autito y familia (la familia es clave, porque hay que fomentar el cultivo de nuevos y jóvenes culos susceptibles de ser rotos, sino cómo seguimos). Tal trinidad representa la máxima aspiración del culeado exitoso. Es por este patrimonio, básicamente, que nos hemos adaptado ovejunamente, accediendo a la rompedura (o rotura) de culo canónica.
Eso sí. Hay culeados y culeados. No todos los culeados somos igual de virtuosos y por eso no todos obtienen los mismos réditos. Gran parte de los sujetos se pasan años, la vida, martirizándose el culo con sombrío empeño y apenas les alcanza para sobrevivir como comadrejas en albañales profundos. Es la diferencia entre un culeado-culeado (el proletario) y el culeado-virtuoso (los que, sometimiento anal mediante, podemos alcanzar puestos ejecutivos y sueldos de fábula). Pero no nos vamos a empantanar en esta distinción marxista; la lucha de clases se ve considerablemente matizada, en la práctica, por el hecho inconmutable de que todos los patriotas nos rompemos el culo de una u otra forma. Es el factor culo-roto, y no otra cosa, lo que nos iguala ante los anteojos plurales de la democracia.
Llega un momento en la vida de todo sujeto, por fin llega, en el cual tenemos el culo tan fantásticamente dilatado y amoratado y coagulado que ya no servimos más. Entonces podemos pasar a retiro y regodearnos con los jugosos frutos que tantos años de rompernos el culo nos han otorgado. Podremos seguir comprando autos, jugando al golf y visitando clínicas de prestigio con cierta asiduidad. Una exuberante vida de jubilado nos espera. Pero aún así, parece demasiado el tiempo improductivo que tenemos entre manos. Nos abruma. No tenemos idea de qué hacer con nosotros mismos: tan acostumbrados estábamos a rompernos el culo y ahora puede que nos sintamos un poco inútiles, un poco olvidados, y un poco cansados (claro, no sabemos qué hacer con un culo repentinamente casto). De la nada, aparece una nueva actividad que por mucho tiempo no se nos había exigido: pensar un poco. Y pensamos. Puede que nos cuestionemos si esto de romperse el culo mereció la pena. Tenemos un auto muy lindo, sí, y una familia maravillosa, sí, y una chimenea donde podemos calentarnos en invierno mientras tomamos un cafecito y admiramos cómo se desprenden densos jirones de lluvia sobre nuestro verde jardín, sí, sobre nuestras casas vecinas que son todas parecidas, todas lo mismo en este vecindario de mazapán.
Pero todo está, inesperadamente, vacío. Nuestra mente está vacía. No sabemos por qué. O sí, de alguna manera lo intuimos. Fuimos. Fuimos un culo para romper, fuimos serviles maratonistas en pos de un mito de felicidad individual, material, posesiva y ¿Ahora? Un culo roto, olvidado que tiene que peregrinar con unas neuronas perimidas, un cuerpo replegado, y las cuotas de la prepaga cuyo precio se incrementa cuanto más se acerca el infarto, el derrame o el patatús a elección. Creímos en el adagio, y nos rompimos el culo. Y ahora vemos que todo lo que obtuvimos con eso es una colchoneta de asombrosas boludeces que nos circunvalan muertas, mientras que, solos, nos vamos apagando, sin haber hecho otra cosa en la vida, no lo vamos a admitir, que rompernos el culo.
Y con varios tubos enchufados, broches que nos aferran torpemente al trencito ya inmóvil de la vida, suponemos que, a lo mejor, todo esto fue una farsa monumental. La nostalgia, empero, es inevitable. Nostalgia de los días infantes en los cuales teníamos un culo listo para ser roto, y un tiempo de soles extáticos, de días eternos, de noches ardorosas que nos invitaban al desvío; los que con tanta sensatez elegimos olvidar.
4 comentarios:
Es increíble cómo la vida de la mayoría de la gente puede ser predicha y que podamos abarcar en unas pocas palabras los sucesos fundamentales en la vida de miles de millones. La vida se ve atrapada en una formas que le son ajenas, que se vuelven en contra: familia, televisión y culo roto.
Sepa disculpar esta reflexión que hice al tun-tún y sin pensar demasiado (Como verá, no me rompo el orto pensando): Su post es para colgar en un cuadrito.
Aplaudo. De pie.
Y me quedo con muchas preguntas. Como últimamente.
Cada cual hace de su culo un pito.
Está muy bien, la realidad debe ser resignificada sin niguna duda. Asumido ésto, discutamos cómo.
Te invito a mi blog:
www.lucianomelchiori.blogspot.com
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