Con que es aquí donde vienen a morir los buscadores de oro cuando, en medio de las depresiones tropicales, pierden el rumbo.
Mi rival, ahora cabizbajo, se quedó escribiendo "cuando pierden el rumbo" unas dos o tres veces, y enseguida volvió al silencio. Yo sabía qué responderle, pero tampoco dije nada. Solo atiné a quedarme callado frente al tablero (mientras imaginaba una tormenta terrible, de esas que nos regocijan aunque mucha gente muere). Debo admitir que el juego estaba casi perdido: sus piezas maquinalmente erguidas parecían un perfecto ardid industrial, no dejaban brecha alguna, y acaso yo ya estaba aburrido de jugar.
Pero seguía pensando en ganarle. Juego al ajedrez como a los dados: apostando. Muevo el caballo a este o a aquel casillero porque intuyo que puede funcionar, que puede servir en algún momento. ¿Por qué no? Muchos adversarios me han sorprendido con uno de esos caballos, olvidados en las propias trincheras por pura ingenuidad; su movimiento es enigmático, invisible (además de que siempre se las ingenian para escapar, vuelan). Las consecuencias, lógicamente, siempre han sido devastadoras para mí; nadie se recupera a tiempo del trauma de una horquilla (que es cuando el caballo enemigo amenaza al mismo tiempo a dos piezas, y uno tiene que optar cuál sigue y cuál se va, salvo que una de ellas sea el rey). Ah! Caballos malditos. Por eso adelanto los míos, sin mayor plan que ese, con la esperanza de replicar este tipo de proezas espectaculares cuando el otro se distraiga. A veces funciona.
Un rato después, ya anochecía, mi rival me dio jaque mate. No digo que fuese inesperado, porque a esas alturas estaba claro que mi rey tenía que morir sí o sí. Simplemente las blancas (yo era negras) tenían todo un repertorio de mates posibles para elegir, y yo no podía preverlos todos. Moviendo la torre del fondo (que siempre molestan aunque estén ahí lejos, casi fuera del tablero), la dama en diagonal, la dama de frente, hasta un peón adelantado. Cuando un peón mete miedo es porque algo no salió como debía. Pues bien, el mate escogido por mi rival, y a esto iba, fue uno de una belleza tan extraordinaria que ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos. Como cuando vas al cine y la película te deja mudo un rato, necesitando un lapso de tiempo para volver gradualmente al mundo real. Casi fue así.
Rival, oponente, contrincante, adversario, antagonista, contendiente. Suelo ser calmo en la derrota porque me derrotan seguido. La próxima vez deberé volver a la apertura del peón de rey, que es aquella en la que me muevo con mayor naturalidad. Claro que jugar con negras me condiciona muchísimo en tanto se me veda la primera jugada de la partida. Con las demás (aperturas) me confundo bastante. Siempre pensé, igual, que saber la teoría de las aperturas le quitaba gracia al juego, que sería como tener un libreto, un guión sobre qué mover, cuando, a dónde. No. Qué es eso. Cuál es la gracia de jugar un juego escrito de antemano. Por qué simplemente no colmarse con la primeridad descalza de lo que no tiene proyecto, con los espacios infinitos entre los renglones, con las diagonales de los carriles, las quebradas sobre las laderas o las napas en cuencas subterráneas. Qué diversión hay en dejarse arrestar por las recetas conocidas, las máximas que ya todo el mundo sabe que funcionan, los moldes de los que siempre salen esos muñequitos horneados. Por qué los catecismos, las constituciones, los códigos, los mapas, las deontologías, los pasos a seguir, la conciencia que regula el mundo (esa abuela). ¿No es mejor inventar algo distinto en cada movida, aunque el precio sea casi siempre la derrota? Cualquier victoria supone la derrota de pensar que ya está. Pero encontrar la verdad, nadie la encuentra. No tendría gracia; todo es invención.
Mi rival se había ido sin dirigirme la palabra. Se había ido por el camino de siempre, a su morada de siempre, y probablemente me volverá a ganar como me gana siempre. Seguí pensando dónde moví mal, donde se produjo el recodo detrás del cual mi rival vió la victoria clarísima. Pero luego me aburrí y dejé flotar la noche a través de sus susurros y sus ululares y sus clicks. Afuera alguien se movió entre las sombras; yo solo me senté en un escalón, esperando que se acercara.
Con que es aquí donde vienen a morir los buscadores de oro cuando, en medio de las depresiones tropicales, pierden el rumbo.
Con que es así como te ves parada a lo lejos, buscándome con la mirada.
Y con que era esto lo que narraban los atardeceres silenciosos, cuando al volver a casa pensando demasiado en todo, me hallaba solo y con la mente llena de cuerpos extraños.
Prefiero vivir en el misterio, la indefinición, el desatino. Y te querré ahí cuando pierda el rumbo yo también.
Mi rival, ahora cabizbajo, se quedó escribiendo "cuando pierden el rumbo" unas dos o tres veces, y enseguida volvió al silencio. Yo sabía qué responderle, pero tampoco dije nada. Solo atiné a quedarme callado frente al tablero (mientras imaginaba una tormenta terrible, de esas que nos regocijan aunque mucha gente muere). Debo admitir que el juego estaba casi perdido: sus piezas maquinalmente erguidas parecían un perfecto ardid industrial, no dejaban brecha alguna, y acaso yo ya estaba aburrido de jugar.
Pero seguía pensando en ganarle. Juego al ajedrez como a los dados: apostando. Muevo el caballo a este o a aquel casillero porque intuyo que puede funcionar, que puede servir en algún momento. ¿Por qué no? Muchos adversarios me han sorprendido con uno de esos caballos, olvidados en las propias trincheras por pura ingenuidad; su movimiento es enigmático, invisible (además de que siempre se las ingenian para escapar, vuelan). Las consecuencias, lógicamente, siempre han sido devastadoras para mí; nadie se recupera a tiempo del trauma de una horquilla (que es cuando el caballo enemigo amenaza al mismo tiempo a dos piezas, y uno tiene que optar cuál sigue y cuál se va, salvo que una de ellas sea el rey). Ah! Caballos malditos. Por eso adelanto los míos, sin mayor plan que ese, con la esperanza de replicar este tipo de proezas espectaculares cuando el otro se distraiga. A veces funciona.
Un rato después, ya anochecía, mi rival me dio jaque mate. No digo que fuese inesperado, porque a esas alturas estaba claro que mi rey tenía que morir sí o sí. Simplemente las blancas (yo era negras) tenían todo un repertorio de mates posibles para elegir, y yo no podía preverlos todos. Moviendo la torre del fondo (que siempre molestan aunque estén ahí lejos, casi fuera del tablero), la dama en diagonal, la dama de frente, hasta un peón adelantado. Cuando un peón mete miedo es porque algo no salió como debía. Pues bien, el mate escogido por mi rival, y a esto iba, fue uno de una belleza tan extraordinaria que ninguno de los dos dijo nada durante un par de minutos. Como cuando vas al cine y la película te deja mudo un rato, necesitando un lapso de tiempo para volver gradualmente al mundo real. Casi fue así.
Rival, oponente, contrincante, adversario, antagonista, contendiente. Suelo ser calmo en la derrota porque me derrotan seguido. La próxima vez deberé volver a la apertura del peón de rey, que es aquella en la que me muevo con mayor naturalidad. Claro que jugar con negras me condiciona muchísimo en tanto se me veda la primera jugada de la partida. Con las demás (aperturas) me confundo bastante. Siempre pensé, igual, que saber la teoría de las aperturas le quitaba gracia al juego, que sería como tener un libreto, un guión sobre qué mover, cuando, a dónde. No. Qué es eso. Cuál es la gracia de jugar un juego escrito de antemano. Por qué simplemente no colmarse con la primeridad descalza de lo que no tiene proyecto, con los espacios infinitos entre los renglones, con las diagonales de los carriles, las quebradas sobre las laderas o las napas en cuencas subterráneas. Qué diversión hay en dejarse arrestar por las recetas conocidas, las máximas que ya todo el mundo sabe que funcionan, los moldes de los que siempre salen esos muñequitos horneados. Por qué los catecismos, las constituciones, los códigos, los mapas, las deontologías, los pasos a seguir, la conciencia que regula el mundo (esa abuela). ¿No es mejor inventar algo distinto en cada movida, aunque el precio sea casi siempre la derrota? Cualquier victoria supone la derrota de pensar que ya está. Pero encontrar la verdad, nadie la encuentra. No tendría gracia; todo es invención.
Mi rival se había ido sin dirigirme la palabra. Se había ido por el camino de siempre, a su morada de siempre, y probablemente me volverá a ganar como me gana siempre. Seguí pensando dónde moví mal, donde se produjo el recodo detrás del cual mi rival vió la victoria clarísima. Pero luego me aburrí y dejé flotar la noche a través de sus susurros y sus ululares y sus clicks. Afuera alguien se movió entre las sombras; yo solo me senté en un escalón, esperando que se acercara.
Con que es aquí donde vienen a morir los buscadores de oro cuando, en medio de las depresiones tropicales, pierden el rumbo.
Con que es así como te ves parada a lo lejos, buscándome con la mirada.
Y con que era esto lo que narraban los atardeceres silenciosos, cuando al volver a casa pensando demasiado en todo, me hallaba solo y con la mente llena de cuerpos extraños.
Prefiero vivir en el misterio, la indefinición, el desatino. Y te querré ahí cuando pierda el rumbo yo también.
1 comentario:
Me gustó el relato. Parece que lo narrás (es posible que haya entendido todo para el carajo, como me suele pasar) No es una partida de juego. Ni tampoco un lugar ni una situación. Como si todo eso se sirviera para pintar algo que lo recorre y que lo constituye. Bien pudieras haber narrado una partida de fútbol o un discurso presidencial. Todas las situaciones son excusas de algo más que flota en ellas mismas: "Ese lugar adonde van los buscadores de oro cuando pierden el rumbo"
Saludos! Siga con su linda prosa.
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