Preconizo a las mujeres por mi sexo, pero sobre todo por su irrenunciable proclividad a la creatio ex nihilo. No sospecho a Dios, seguro, pero sí a la mujer y a su misteriosa orografía cognitiva, fértil en el desaire de los rótulos racionales con los que nosotros, los hombres, pretendemos embalsamar al universo. Qué es la inteligencia femenina, sino una lotería de confabulaciones; arena movediza para los lobos exégetas de la dialéctica. La mujer es un agrio veneno que mata causas y consecuencias, un altar donde los ejes cartesianos son ritualmente confinados al absurdo o al holocausto (que son sinónimos). La masculina inutilidad para pronosticar a las mujeres se corregiría con un cambio (una supresión) del verbo: no hay nada que pronosticar. La mujer es lo que elide al hombre cuanto más busca éste pronunciarse; el ingobierno de impulsos, el gambito del sexo - esa obstinación - que inspira mayores crueldades que el deleite. La mujer no se rastrea con coordenadas, y no existe posesión que la dilucide. El hecho de que, con todo, su cuerpo intercepte los sentidos - si tan solo fuera una especulación o un ser mitológico -, hace de esta negación algo tan perturbador y atractivo como un secreto.
imagen: perú y rivadavia - buenos aires
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