martes, 11 de julio de 2006

Il bello gioco

Noticia preeliminar: é finito el Mundial. ¿Nostalgia? Más bien, la sensación que me queda de este último mes es que el fútbol es una ciencia. Y qué mejor manera de cerrar el mundial con una tesis doctoral.


Cuando encuadran el primer plano de Grosso antes de torpedear a Barthez, se anticipa la locura muy claramente. La emoción que siente el muchacho, las ansias sexuales que sufre por meter la pelota dentro, estan a flor de piel, temblando de insanidad en sus ojos parpadeantes. Por supuesto, su disparo no fallará... e Italia, o más bien su selección, se conviertirá así en campeón por cuarta vez en la historia.

Pero vamos a ser honestos: no es un campeón muy popular; in situ mismo, mientras ellos, los tanos, festejan y se abrazan, los comentarios de los periodistas deportivos en la tele y en la radio parecen unánimes en su poco disimulado descontento: vuelven a hablar, ante todo, de inmerecimientos, casualidades, injusticias y mezquindades. Ni los fuegos artificiales de Berlín saben poner un paréntesis en la diatriba antiazurra. No hay emoción; los estómagos futboleros están vacíos. Pero allí abajo en el manto verde, los italianos se burlan: intercambian dulces fellatios con la copa dorada que los demás han deseado, sí, pero no más que eso.

Desear, desea todo el mundo.

Lo dije antes. Lo vuelvo a decir ahora. No existen los merecimientos en el fútbol. Quien habla de ellos es solo un sofista de poca monta; está bien para colmar vacíos con bella retórica, pero no cambia nada. Italia es campeón. ¿Campeón justo? Pregunta estúpida si las hay; los panteones del fútbol no hablarán jamás de justicia sino de lógica. Los campeones son solo eso, campeones. Nadie hizo lo que había que hacer para ganarles; ellos hicieron lo que había que hacer para ganar. Todo lo demás es cotillón. Barato.

Fuera de eso, soy de los que se animan a pensar que salir campeón no es lo único que vale a los efectos del disfrute del fútbol; los perdedores también han dejado en Alemania, aún con cuentagotas, cosas que recordaremos por mucho tiempo; el ballet jovato de Zidane contra unos supuestos brasileños, la coda de Cambiasso al himno geométrico de Gelsenkirchen. Los lusitanos se acordarán del avión Ricardo y los ingleses no se acordarán de nada (el golazo de Cole, como mucho). Todo eso, insisto, sirve tanto a la emoción del hincha como a las cuentas de la FIFA. Pero no equivale a merecer ganar.

Asumiré ahora el papel de abogado del diablo y me dispondré a desarticular la red de sofismas que han intentado desacreditar el nuevo título de Italia, a fin de que, de una vez por todas, el mundo salude como corresponde al azulado campeón.

El juego de Italia es, y todo esto reflotado a partir del mundial, tibio nido de arraigados lugares comunes. "Juegan feo", "No juegan a nada", "Se cuelgan del travesaño", "No ofrecen espectáculo", "Son mezquinos", "Son especulativos", "No atacan". La historia con Italia ha sido la misma desde que existe la memoria. Admitamos todos: nunca fueron el emblema del juego estético, ni el becerro de los paladares negros. Su juego es, desde el punto de vista de lo bello y lo valiente del fútbol, más bien miserable. No obstante, sería ingenuo interpretar su reciente título mundial como una aberración caníbal. Nada de eso. Lo que culminó el 9 de julio en Berlín es el mapa de una realidad econométrica: Italia es, mal que pese a muchos, el campeón idóneo y justo de nuestros tiempos, congruente palmo a palmo con la esencia del fútbol profesional.

Quienes insisten en criticar a Italia por sus planteos puramente utilitaristas tienen que entender de una vez y para siempre una cosa: el "jogo bonito" se ha extinguido. No existe más. O bien existe, pero para cazarlo habrá que apagar la tele y asomarse desde otras azoteas: las de los baldíos perdidos, las playas lejanas, los anchos campos y las canchitas de alquiler. Allí se juega al fútbol también; juegan los pobres y los ricos; los cracks se mezclan con los troncos; y nadie gana dinero... el objetivo es divertirse metiendo goles uno tras otro. Y punto. Perseguir el gol es perseguir la felicidad efímera de un momento, y después a seguir con la rutina. O a buscar, por qué no, otro gol

Pero el fútbol profesional se está convirtiendo, cada vez más, en una cosa totalmente diferente. Los goles ya no son alegrías sino herramientas. La meta impuesta es ganar el partido para luego ganar el torneo; y en la persecución de esta meta, engolosinarse con los goles no está de moda. Claro, el gol hay que hacerlo... pero se ha hecho tan difícil meter un gol, que tanto su afanosa búsqueda como el posterior aprovechamiento de sus frutos no es ya una diversión de cabriolas y dibujos hermosos, sino más bien una angustiosa contienda física, un procedimiento burocráctico donde el margen de error, como tal, no existe.

No es que los equipos de hoy no quieran meter un gol. Saben que es poco menos que imposible. Donde hace veinticinco años había extensos prados verdes que invitaban a crear hoy hay dos o tres defensores hambrientos que se arrojan en sincronía a estrangular los pies y el cogote del delantero (o de cualquier otra forma de vida que se mueva). Donde hace veinticinco años había largas autopistas por donde la pelota podía rodar y llegar profundo, hoy hay cientos de piernas, cabezas, pechos, glúteos, manos y puntas de botín dispuestos a bloquear cualquier pase con hartante obstinación. Donde hace veinticinco años se podía andar al trote barajando opciones, hoy hay que picar hasta el fondo a toda velocidad antes de que te barran. ¿La opción? Hacer lo que se pueda, encontrar el hueco imposible con el último hálito de vida. Pensar, ni pensarlo.

El juego defensivo evolucionó admirablemente, desplegando un manojo de músculos incansables. El juego ofensivo no tiene nuevas ideas; es el mismo de siempre pretendiendo tener magia cuando lo que siempre tuvo fue, simplemente, espacios. Por eso, en la alta competición, hoy para hacer un gol la jugada tiene que ser absolutamente perfecta, milimétrica, milagrosa. El pase justo, el momento indicado, el ángulo exacto y el centro preciso. Un poco más allá, un poco más acá; un poco antes y un poco después; un poco más alto, un poco más bajo y ya está. Ya está. No hay gol.

Y esto no lo inventa Italia. Lo vemos en la liga Argentina, donde los partidos son cada vez más tácticos y físicos; lo vemos en todas partes. E Italia es, simplemente, la selección que mejor sabe leer el nuevo fútbol. Sabe que atacar siempre y en todo momento no sirve cuando los partidos de fútbol son casi de ajedrez; como en un tablero, sabe cuánto más conviene a veces jugar un enroque que sacar a volar la dama. Como en un tablero, sabe cuándo una muralla de hacendosos peones no se puede penetrar con corajeadas vanas. Y sabe ir socavando un punto débil, aunque tenga que esperar eternidades para penetrarlo.

Argentina fue al frente con Alemania casi todo el partido de cuartos, pero no supo qué hacer ante una defensa más o menos armada; Tevez hizo gala de una guapeza espasmódica que levantó tribunas sin sobresaltar a los alemanes. Cuando Italia enfrentó al mismo rival supo exactamente cuándo convenía entibiar el énfasis para ahorrar energías, y cuándo Alemania estaba para el golpe de knock-out (Momento en el cual no dudó en saltar con cuatro delanteros y dos tiros en los palos). Italia sabe que los partidos, como las narraciones, se juegan con nudo y desenlace; que a cada momento le corresponde una estrategia diferente; que a veces esa estrategia puede, oh pecado, forzar un relajamiento de la sed goleadora y enfocar sobre la única esfera de la cancha donde todavía hay tiempos para pensar un partido: la defensa. Y a veces, todo lo contrario. Un golpecito de palmas de Lippi, y el libreto da vuelta la página.

El mérito del campeón es esta gran versatilidad llevada adelante, además, por un equipo voluntarioso que no se amparó en ninguna figura descollante, sino en un trabajo conjunto. Funcionó realmente como un equipo y no como una constelación de frotadores de lámparas; la prueba está en que casi todos sus jugadores anotaron goles y que sus goleadores fueron Toni y Materazzi; el primero un suplente; el segundo... un defensor.

No faltará aquel lamentoso que condene el título de Italia porque le regalaron un penal en el no muy buen partido jugado contra Australia. Regalos ha habido siempre: el penal de Sensini en el mundial del 90; el "gol" inventado a favor de Inglaterra en la final del 66; ninguno más obsceno que el gol con la mano de Maradona en el 86. Regalos. A la postre nunca acaban en ellos los méritos de un equipo que logra ser campeón mundial.

Cómo queda parada Italia a los efectos del "espectáculo" y la "belleza" del fútbol. Difícil decirlo; hay quienes creen que el vértigo, el drama físico, la desesperante odisea de los partidos actuales constituye un espectáculo perfectamente redituable. Hay quienes solo suspiran por el juego bonito de los toques, los moños y las rabonas que va camino a la extinción. Está claro que Italia de esto último sabe poco y nada; y mucho no le interesa saber. Son verdaderos progresistas.

Los paradigmas, se sabe, caen con el tiempo. Y se cambian lenta e inexorablemente por otros. Quizás haya que señalar ya el momento en el cual el linaje del "jogo bonito" como expresión máxima del fútbol guarde en un cajón la magia y el circo para representar al estilo especulativo e implacable de nuestra querida selección italiana. Sería apropiado, claro, hacer una sencilla tradución:

Calcio, Il bello gioco.

5 comentarios:

Yo dijo...

A mí no me gustó la forma en que Italia triunfó sobre Australia. Por esa razón, me me entusiasmó la vittoria italiana.

Yo dijo...

No me entusiasmó...eso era.

Fede / Billie dijo...

Coincido con que Italia fue el campeón lógico de un mundial típicamente "italiano".
Pero, ¿cómo no voy a coincidir? ¿O acaso alguien dijo "fue un gran mundial, lástima que salió campeón Italia? ¿O fue que alguno concluyó "todos los equipos de este certamen jugaron más lindo que Italia"?

Todas estas coincidencias no impiden que el aficionado crítico pueda sentirse indignado. No tanto frente a Italia como frente al mundial, claro, ya que (acabamos de comprobarlo, vos lo pusiste en mejores palabras de lo que yo hice) si los italianos son los que mejor supieron leer cómo se jugó este mundial, es que el propio certamen fue pobrísimo y entonces allí la indignación y no en "los tanos", producto directo, inevitable ganador de la Copa del Mundo.

Saludos.

Anónimo dijo...

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