viernes, 10 de noviembre de 2006

La hora santa

Alrededor, y todo se mueve hacia el ocaso frenético. Es levantar la cabeza y allí están: los bloques tristes de Buenos Aires al norte, sus ventanas negras, sus reflejos que anestesian la calle con una tinta gris haciendo las veces de luz. Es además un muro cinemático de ruedas relamiendo el asfalto, y de piernas que, como si fueran tijeras, van recortando apesadumbradas distancias en infinito. A todo esto, tu silla quedó vacía por un instante, y a pesar de que la demencia de la hora pico no acepta treguas, ahora todo es silencio.

Tienta suponer que es el silencio de quien no ha aprendido nada. Del que bien se ufana de contemplar el mundo a través de sutiles diagonales, pero que al fin confiesa que no entiende bien cómo estrecharlo todo, por el amor de Dios, en sus manos.

Pero es simplemente un silencio de secreto gozo, una pausa en medio de los bríos demoledores de un atardecer de ciudad, en la que pueden contemplarse los fogonazos de un semáforo distante como viendo a través de música, y donde el berrido incansable de los autos se confunde de pronto con un aleteo que refracta en el cielo platense. Porque mi mente ha dejado por este instante de proyectarse hacia naderías futuras, se ha alejado de sí misma acaso, y simplemente se deja acariciar por el presente, ese remanso de cobardes para estar sumisamente allí.

En este atardecer de millones de plazas, de esquinas adormecidas en sus gargantas de luz eléctrica, y esos destinos de la ciudad profunda, caballeresca, andrógina, de instantes que van muriendo cada uno a su tiempo como desterrados al olvido. Este es, lo sé, uno de esos momentos que, presa de las canalladas de la finitud, extiende su agonía por varios minutos hermosos. Bajo esta sombra omnipotente de mi Buenos Aires hoy he vuelto a verte. Inverosímil, pero suspendida. Como si nada. Como si todo. Y unos acordes amargos disolverán el pentagrama de tu boca con un sigilo de distancia, cuando finalmente te de la espalda y me aleje caminando, por una vereda de baldosas rotas, ya sin volver la vista atrás.

Y justo entonces será. La hora santa.

1 comentario:

Lorena dijo...

Como extraño Buenos Aires y caminar por baldosas rotas, y los edificios con sus ventanas, las heladerías de paso y las historias esquineras, los tangos de fondo como olvidados, como el eco de una realidad que un día existio, la sombra de un pasado aún latente y resonante en los conciertos de tango en vivo en el teatro Colón, por la Orquesta Sinfónica de Buenos Aires.
En esa ciudad mi mente también vagaba, fuera de si, como quien decide disfrutar las cosas a su manera sin ser regida por nada...ni por el cuerpo que la aprisiona.
La única verdad es que tramos de esa ciudad aún me contienen, algo de mi se quedó esquinado por ahí, definitivamente una parte de mi aún camina con audífonos por las calles de Buenos Aires. Allí en los lugares donde fui libre....
Besos