martes, 28 de noviembre de 2006

Las diagonales del balompié

Noticia preliminar: Ayer se suspendió Racing - San Lorenzo debido a un nuevo piquete de hinchas, seguidores fervientes de la cátedra gualeguaychuense de Armas Tomar. El pueblo es, en definitiva, el que tiene que manejar las cosas. Pero ¿Es realmente el pueblo? ¿Los barrabravas? ¿Grondona dando un empujoncito? ¿Los del equipo contrario? ¿Los de la TV? ¿Los de los clubes europeos? Quién es quién. Dónde y cuándo. Con toda esta bosta, ¿A alguien le sigue importando el balompié?

El fútbol es primariamente un juego y, como suele ocurrir con los juegos, tiene sus reglas (y sus trampas). No es que sean reglas demasiado complejas. Veintidós hombres (o mujeres) divididos en dos equipos iguales remontan el césped tras un único cuerpo esférico, intentando encapsularlo bajo las redes de dos arcos durante noventa minutos. Y así, los veintidós hombres, se divierten, en teoría. Quizás sea simplificar demasiado, pero convendremos que no hay mucho más secreto en todo el asunto. Tan sencillo es, que el momento cumbre del juego está representado por el segundo monosílabo universal más aclamado después de “Dios”. El celebérrimo “gol”.

Pero toda sencillez siempre esconde algo de engañoso. En su sencillez, el fútbol, por ejemplo, ha sabido perfilarse como un juego lo suficientemente atractivo como para que, además de jugarlo, también sea viable asistir a él como espectador. Es que a las personas les gusta jugar al fútbol, lógico, pero también les gusta ver fútbol. Porque algunos juegan mejor que otros. Y qué mejor para los amantes del fútbol de todo el planeta que admirar a los que saben. El habilidoso del fútbol es, en rigor, mucho más que un alguien que quiere colgar el balón del ángulo para divertirse un rato: es un artista, un mago, un ilusionista. Entonces se hace viable levantar gradas alrededor de los campos de juego, para que otras personas se sienten cómodamente a seguir las alternativas de un encuentro mientras comen unos bizcochitos. Se hace incluso más viable apostar legiones de fotógrafos armados con intimidantes teleobjetivos a las orillas de las canchas, y gastar en costosas cámaras de TV para retransmitir cada movimiento al éter de la pantalla chica. Es un entretenimiento tan legítimo y universal como el cine, el teatro o la música. La gente mira fútbol, consume fútbol, compra fútbol. Hay demanda. Y el fútbol entonces puede venderse, como arte y como espectáculo y, por desprendimiento contiguísimo, como espacio de publicidad. Es, entonces, el fútbol, un negocio.

No acaba aquí. Según se ve, el fútbol parece ser también lo suficientemente emotivo como para que los espectadores, además de espectar y ver buen fútbol, se involucren emocionalmente con uno u otro jugador y con uno u otro equipo. El jugador, vamos, es menos incondicional: un día es héroe y al otro día villano. El equipo es distinto; es para toda la vida. Los colores del equipo no solo son objeto de veneración: forman parte la identidad, tanto como el grupo sanguíneo o el ADN. Llevar la indumentaria de un equipo es como el velo, la kipá o el crucifijo. A esos colores se les canta, se les reza, se les ofrenda, se los banca “a muerte”. Y aquellos colores de la vereda de enfrente: son... otros. Infieles, enemigos, satanes “negros sucios”. Su desdicha y humillación resultan tan encantadoras como la propia bonanza, y basta que un pobre infeliz lleve un “trapo” con esos "colores feos" para que sea digno de una soberana paliza justiciera. Por lógica, un jugador que se ha cambiado de equipo deberá pedir disculpas si, por casualidad, se le ocurre meter un gol contra su antigua prole. Juntar las manos, no festejar, sentirse muy apenado por la herejía, el horrendo pecado que acaba de cometer. Es, entonces, el fútbol, una religión.

Por ser atractivo y emotivo, el fútbol es también un asunto de agenda de suma importancia capaz de llenar el caudal de noticieros enteros, colmar las primeras planas de los diarios y hacerse eco en las conversaciones cotidianas, en el trabajo, en el café o en el happy-hour. Por eso, al final de cada partido de las divisiones oficiales es que hacen su entrada los noteros y cronistas del fútbol, quienes se encargan de interpelar a jugadores y técnicos con inspiradas frases disparadoras como “Fulano: ¡La noche soñada!” (si el jugador, por ejemplo, metió un gol), a lo que Fulano retrucará con profundos testimonios del tipo “Contento, pero más que nada por el equipo, porque queremos hacer las cosas bien; por suerte hoy se nos dio y pudimos sumar tres puntos importantes”. No se han descubierto, en rigor, más de tres o cuatro libretos diferentes, pero aún así los mendrugos discurivos post-partido repiquetean los massmedia como aforismos de sabiduría oriental. De ellos se hace un registro que será minuciosamente desmenuzado durante la semana, cual obra de Shakespeare, para tratar de dilucidar hasta la más recóndita entrelínea. Que la realidad nacional no pierda de vista ni un detalle de lo acontecido, de lo dicho, de lo jugado, de lo analizado. Dentro de la cancha (veremos una y otra vez los mismos goles durante días) y fuera de ella. Es, entonces, el fútbol, noticia.

Un juego. Y muchísimo más. Negocio, religión y noticia. El fútbol es todo. El fútbol nos cobija como distracción, pero a la larga nos atraviesa de lado a lado como una flecha. A partir de un juego, la sociedad ha ido trazando diferentes diagonales, las cuales están hoy más que nunca institucionalizadas, incorporadas a una sociedad argentina refundada en torno al esférico y los dos arcos y los veintidós hombres que han desplazado a la vida. Y estas diagonales, en otro momento novedosas, creadoras de fisuras sobre lo conocido, son hoy en día tan rígidas que no hay por donde escapar.

No hay por dónde escapar a las enormes fotos a color de jugadores abrazados que impregnan, todas iguales, las portadas de los periódicos del lunes. No hay por dónde escapar a los canales deportivos que a cualquier hora emanan partidos, aunque sea el diferido de un 0 a 0 de la liga rusa hace dos o tres días (o aunque solo veamos las caras de los hinchas, espectadores que son, sin suponerlo, también el espectáculo). No hay por donde escapar a las ardientes discusiones de Niembro ni a los poéticos versos de Víctor Hugo. No hay por donde escapar a los momentos Rexona, a los jugadores Gillette, ni a los goles Esso Ultron. El jugador tampoco puede escapar de la cancha sin brindar una buena nota, ya que se sabe que la TV es la que le paga el salario. Y el hincha no puede escapar de ese alambrado custodiado de policías que lo mantiene preso en su rutina dominguera; cantando, insultando y sudando a placer.

Pero ¿Tan hermético es en realidad todo? ¿Tan suturada están las diagonales del fútbol? Los recientes escándalos que han sacudido al campeonato argentino (derecho de admisión, partidos suspendidos, aprietes, etc.) nos hacen pensar en otra diagonal del fútbol que se va trazando cada vez con mayor perfección, solo que todavía no ha sido abrazada por los vórtices institucionales del status quo: los barrabravas.

No todos los hinchas son bravas. Éstos pertenecen a secciones de las aficiones que han visto la hendidura en una pared y han disparado por su propia diagonal, convirtiendo la rutina familiera de ir todos los domingos a alentar al propio equipo en una especie de autarquía. Una que los discursos oficiales sobre los que se encaraman gobiernos y medios no dudan en condenar airadamente. Pero que, siempre en off, ya tiene asegurada la mansedumbre cómplice de dirigentes y jugadores dentro de cada club, donde pocas redes de negociaciones se tejen sin una ayudita de “los muchachos”, y todo normal, que no pasa nada. Si hasta el recientemente declarado non-grato Rafa Di Zeo se dio el lujo de promocionarse yendo a regalar juguetes a los niños del Hospital Garrahan. La diagonal de los barras está chapoteando en el recodo del camino que separa la ruptura coyuntural con una institucionalización plena de derechos y garantías. Hacia allí va, tropezando.

Los barras han convertido de a poco el espacio rígido del mero consumidor de fútbol en un espacio creador de lucro y poder. Así como el básico juego de pelota había sido capaz de fugarse hacia estratosféricas nubes (nubarrones) de negocios (negociados) millonarios, hoy ya plenamente afincados en la cultura económica, los barras van ocupando espacios similares desde el lugar del espectador, burlándose de las instituciones que reciamente cierran filas en torno a un público idealmente cautivo, manso y comprador de cosas. Es así que para un buen barrabrava no es cuestión de vida o muerte si el equipo gana o si, por desgracia, se devora siete goles. Sí es bastante más importante ocuparse de la compra-venta de entradas, el estacionamiento, los pases de los jugadores, los arreglos de los partidos, la seguridad, las elecciones internas y otras tajadas de torta que siempre se pueden conseguir en este fabuloso emporio de negocios. Solo hay que proponérselo y saber por dónde encontrar el hueco en el alambre tejido.

Pero hay un detalle con cartel de problema: la sartén por el mango de los barras es, esencialmente, la violencia. La máxima herramienta de presión, la máxima tenaza para cortar ese alambre. Y desde el trampolín del poder logrado, muchos o todos han terminado zambulléndose en una etapa más peligrosa; la de la asumir la guerra por el amor a la guerra misma. Así, desviándose de la violencia sabiamente racionalizada para alcanzar objetivos políticos (ejemplo: “sabemos dónde queda el colegio de tus hijos”), se terminan fogueando pulsiones de muerte por todos lados. Emboscadas en las rutas que terminan con dos o tres fiambres, piedrazos (y "encendedorazos") en las canchas, suspensiones de partidos porque alguien del equipo le acaban de enhebrar un caño, faunísticos enfrentamientos cara a cara con aparatosos policías armados, etc. Todo producto de la ira más instintiva en donde ya nada importa. Ni siquiera, morir.

De la diagonal, la de la violencia utilizada para ganar espacios de poder, se ha descolgado una nueva diagonal no tan sistemática, la de la violencia desmedida por la violencia misma. La autodestrucción final de toda la podredumbre acumulada, ni más ni menos. Cabe preguntarse si existirá otra diagonal que se recicle a partir de ella, o entonces solo vendrá el vacío.

¿Vacío ha dicho alguien? Y por qué no... Qué mejor que un buen vacío para plantar unos arcos con mochilas, hacer rodar una pelota desinflada y armar un picadito con amigos. Y a empezar. Todo otra vez.

viernes, 10 de noviembre de 2006

La hora santa

Alrededor, y todo se mueve hacia el ocaso frenético. Es levantar la cabeza y allí están: los bloques tristes de Buenos Aires al norte, sus ventanas negras, sus reflejos que anestesian la calle con una tinta gris haciendo las veces de luz. Es además un muro cinemático de ruedas relamiendo el asfalto, y de piernas que, como si fueran tijeras, van recortando apesadumbradas distancias en infinito. A todo esto, tu silla quedó vacía por un instante, y a pesar de que la demencia de la hora pico no acepta treguas, ahora todo es silencio.

Tienta suponer que es el silencio de quien no ha aprendido nada. Del que bien se ufana de contemplar el mundo a través de sutiles diagonales, pero que al fin confiesa que no entiende bien cómo estrecharlo todo, por el amor de Dios, en sus manos.

Pero es simplemente un silencio de secreto gozo, una pausa en medio de los bríos demoledores de un atardecer de ciudad, en la que pueden contemplarse los fogonazos de un semáforo distante como viendo a través de música, y donde el berrido incansable de los autos se confunde de pronto con un aleteo que refracta en el cielo platense. Porque mi mente ha dejado por este instante de proyectarse hacia naderías futuras, se ha alejado de sí misma acaso, y simplemente se deja acariciar por el presente, ese remanso de cobardes para estar sumisamente allí.

En este atardecer de millones de plazas, de esquinas adormecidas en sus gargantas de luz eléctrica, y esos destinos de la ciudad profunda, caballeresca, andrógina, de instantes que van muriendo cada uno a su tiempo como desterrados al olvido. Este es, lo sé, uno de esos momentos que, presa de las canalladas de la finitud, extiende su agonía por varios minutos hermosos. Bajo esta sombra omnipotente de mi Buenos Aires hoy he vuelto a verte. Inverosímil, pero suspendida. Como si nada. Como si todo. Y unos acordes amargos disolverán el pentagrama de tu boca con un sigilo de distancia, cuando finalmente te de la espalda y me aleje caminando, por una vereda de baldosas rotas, ya sin volver la vista atrás.

Y justo entonces será. La hora santa.

martes, 7 de noviembre de 2006

Outside The Society

Noticia preeliminar: mi trabajosamente montado paréntesis de lujuria seudoliteraria (llámenlo "poesía", si gustan ser benévolos, o bien "literatura fantástica". A mí me gusta "hemorragia de palabras", muchas gracias) no tuvo mucho éxito a juzgar por los escasos comentarios de lectores recibidos. Igual qué me importa. Acepto ser un poeta maldito revindicado 100 años post-mortem. Pero qué mejor que otra poeta (aunque claramente menos dotada) para poner un recreo de sensatez en todo esto. Patti Smith tocó en Buenos Aires e, incidentalmente, quedan algunas palabras para decir.

En términos de duración, fue el recital más caro de mi vida. Una brecha de 91 pesos será desgarrada de mi cuenta el próximo mes y todo por 60 malditos minutos de rock and roll. "Lo bueno si breve, dos veces bueno", dicen algunos. Pero yo no me la creo; para reflexiones conformistas me quedo, en esta ocasión, con un muy entusiasta "más vale poco que nada".

Claro, alguno me dirá que también estaban los Elefant y los Beastie Boys y que sumado a Dios los Cría, la entrada valía por una tarde entera de música. Pero no me voy a engañar: Dios los Cría no le interesa a nadie, Elefant no existe y los Beastie Boys están en una esfera de las cosas que no aspiro a alcanzar en el corto plazo (aunque me estoy bajando Paul's Botique para empezar a desandar el arduo camino). Para mí la primera noche del Festival BUE tenía un solo nombre, Patti, y un solo apellido, Smith

60 minutos. Apenas 10 canciones. Pero ¿Qué canciones no? "Gimmie Shelter", sin ir más lejos, saldando en parte la espinita que me había quedado con el concierto de los Rolling Stones (la tocaron el jueves, yo fui el martes). Fue una versión que, siendo severos como Sofovich en Bailando por un sueño, no hizo ni fu ni fa. Pero "Gimmie Shelter", con toda probabilidad la mejor canción de rock de la historia, es a prueba de balas y, si obviamos una comparación con la original, se acepta de buen gusto.

"Because The Night" nunca me pareció gran cosa. Si era por canciones de tono romantico, hubiera preferido algo menos tribunero como la sublime "Dancing Barefoot"; pero, lo admito, en vivo timbra más bien relevante. "Because the night belong to lovers", la frase suena universal e íntima a la vez. Y rockera, porque esta señora mayor sabe rockear como los dioses. Y si bien sus poses salvajes sobre el escenario podrán resultar aparatosas para algún observador implacable, difícilmente sean falsas. Patti sigue creyendo en sí misma y en su mensaje. Y en medio de un ritual iniciático como este es lisa herejía negarlo.

Más. ¿Temas tranquilos? "Beneath The Southern Cross", del tardío "Gone Again", fue la que ofició de obertura con poncho incluído (luego se iría descamisando como la turra envenenada que es). Cuando todo estaba oscuro, en medio de una elegía fúnebre de cuerdas, resonó por primera vez esa voz maldita en Buenos Aires, pero como si el tiempo no hubiera transcurrido. Y fue inolvidable en serio.

Siguió "Redondo Beach", homenajeando a "Horses" a 30 años de su gesta y un relajado tintineo caribeño que alegró la noche, apenas empezado el recital.

Sobre el final apareció una modesta balada cuyo título aún sigo buscando para homenajear a las víctimas de las "guerras innecesarias" (vaya redundancia). Y claro, poco antes una rendición espectacular de "Pissing On A River", único representante del excelente "Radio Ethiopia", donde Smith demostró estar en APABULLANTE forma vocal

Pogos terribles: el himno anarco "People Have The Power", de "Dream Of Life", apuntaló la única seccion panfletaria de la noche, con obvia referencia a Bush y un no del todo elaborado discurso anti-institución. La iglesia salió especialmente mal parada en la silbatina y la gente entendió el inglés perfectamente; solo le faltó tener una abreviada idea de quién es Fred "Sonic" Smith, cuya mención no generó más que un par de aclamaciones descolgadas. También "Free Money", lógicamente, apelando a lo que mejor sabe hacer esta tipa: poner primera tranqui para ir masticando tensión hasta el reviente más devastador. Como un orgasmo, pero enojado.

Y para el final optó por desatar el infierno con la carnicería total de "Rock And Roll Nigger" y la celebración orgiástica de "Gloria", sus dos canciones más emblemáticas. Ni hace falta recordar la locura que se armó ahí abajo, justo donde estaba yo. Cuando la gente a tu alrededor entiende y sabe de qué se trata todo esto, la sensación es muy poderosa. Chau.

¿Que podría haber tocado "Pumping My Heart", "Ask The Angels" o "Dancing Barefoot"? Seguro, y no habría estado mal. Pero había un organigrama que cumplir y no se podía más. Por lo menos fueron 60 minutos (el tiempo que tardé en escribir esta cosa, figúrese) auténticos y al palo que lograron que lo que vino después (Beastie Boys) se antojara una bizarra payasada de un circo de irrelevancia. Me quedo con lo poco, pero lo bueno. Me quedo ahí cantando cuando en medio de "Rock And Roll Nigger", sorteando la debacle de punk que estaban armando los músicos (incluido el omnipresente Lenny Kaye en guitarra), Patti Smith peló viola eléctrica de golpe y desatando una ovación apiló unos acordes distorsionados TERRIBLES, para luego arrancar, literalmente, todas las cuerdas del instrumento. Esa es la imagen que quedará grabada para siempre en mi psicosis.

Cuando una noche fría de viernes la Sacerdotiza del Punk, de alguna manera, volvió a barrer con lo sagrado, tal vez cantando los pecados de alguien. Los míos también.