El set viene a ser una enorme estación terminal de trenes. Por el medio corre algo que sería la vía, la cual atraviesa todo el estudio, dividiendo la tribuna en dos sectores. Donde se acaba la tribuna y comienza el escenario, a la izquierda, hay algo que sería un vagón de tren. Al fondo unas anchas escalinatas trepan hacia un balcón que, como emulando los palcos de un teatro, circunvalan el set casi por completo. Y más atrás, más hacia arriba, una pantalla gigante. Todo bien grotesco, como corresponde.
Siempre, pero siempre (da lo mismo la hora en la que se sintonice) están esos programas de TV, tan deprimentes como inclasificables, grabados en sets aparatosos, llenos de luces, decorados y tribunas enormes. Más alguna modelo tetona (la animadora) vociferando cualquier cosa, más entrevistados poco relevantes (por lo general siempre están de pie y por lo general son siempre los mismos), más siempre algún payaso embarazoso gateando a través de su rutina.
Eso. En este mundo todos son programas de esa onda. Cada día uno nuevo. Como Showmatch, digamos. Acá tenemos uno o dos. Allá parecen tener cien, los infelices.
Justo la animadora (rubia y tetona, por supuesto) está anunciando como invitado al mejor futbolista de la historia “insieme con Pelé”. Quién otro va a ser ¿Guardiola? Es gracioso cómo siempre salen con lo mismo: junto con Pelé. Por qué aclararlo, por qué no dirán el mejor futbolista de la historia y ya, si el invitado es Maradona. Cuando el invitado sea Pelé, que digan lo mismo. Qué más da. Ni como demagogia sirve. Maradona no quiere escuchar “insieme con Pelé”, el público tampoco, y Pelé ni se debe haber enterado de nada.
Luego del anuncio todos miran hacia la pantalla gigante, que está mostrando goles y festejos del Diego. La secuencia de imágenes arranca con el segundo gol al equipo inglés en México’86, naturalmente. De hecho, en ese momento toda la cosa desfonda memorias de ese bochorno auto-celebratorio que conducía Diego en canal trece. La noche del diez. Menos mal que no siguió eso (aunque nunca se puede estar seguro, teniendo en cuenta Showmatch y todo).
La cuestión es que aparece Diego, en efecto es él, bajando por la escalerita y el público lo ovaciona como si fueran todos argentinos fanáticos. En un alarde de sagacidad, el musicalizador mete de fondo “We are the champions”. La tetona recibe a Diego y se ponen a conversar de pie. Dicen dos o tres cosas de las que lógicamente nadie se acuerda. Algo sobre el calcio. Algo sobre que Maradona es sinónimo de calcio. La típica alabanza, bah, de esas que cualquiera le haría al Diez en furibundos raptos de pusilanimidad. Podría de paso preguntarle cómo no se aburre Diego de ser Diego.
Diego, a propósito de él, se ve bien. Algo voluminoso, pero sin escaparle a una saludable normalidad. Se expresa en italiano con fluidez (nada queda de esa medusa de pliegues adiposos que apenas se las ingeniaba con monosílabos de una lengua desconocida). Cada vez que puede abraza a la tetona, aunque no se llega a advertir si le roza, o no, los glúteos. Podría aprovechar, claro.
Dato de importancia: Diego lleva en su mano unos papeles, y eso llama un poco la atención. La conductora entonces le explica a la audiencia que Diego está acá porque ha recibido la carta de una familia y, tras su lectura, se ha conmovido de tal manera que dijo hay que hacer algo. Claro, esos papeles que tiene Diego son una copia de dicha carta, y por eso. La familia que la escribió, siguen informando, está en el estudio, entre el público… Diego no los conoce, así que la conductora los presenta. Se vierte un mix de abrazos, música emocionante y algunas lágrimas. La cosa empieza a vender.
La familia misteriosa es papá, mamá y dos hijas: una diminuta, inquieta, lleva anteojos y sufre alguna dificultad motriz ostensible; la otra alta, adulta, cara de italiana unívoca, un alfajor de dulce de leche con crema y nueces. Todos napolitanos, del sur, de África septentrional diría algún norteño malicioso. Pero qué tiene que ver Diego con esa familia y por qué la carta.
Preguntas cómo éstas son las que mantienen a una audiencia, esa masa amorfa, cautiva. Se puede ir a regar las plantas o mirar la puesta del sol, pero no. Queremos saberlo. Entonces vamos a averiguarlo, dice la conductora, y a la pantalla gigante otra vez. Se desarrolla entonces la típica historia melodramática, editada con meticulosidad, que tanto garpa en televisión.
Stefani era la hija más joven del clan, un pan de Dios, un canto a la vida (y un alfajor también, a juzgar por varias fotos). Pues bien, de pronto le había entrado la manía de deprimirse, hasta que un día, a los veinte años, optó por el suicidio arrojándose por una ventana de la casa (estando la familia presente, para darle un retoque siniestro). Eso sí, dejó un mensaje junto a su taza de café explicando que el mundo era real, era cruel y no quería animarse a enfrentarlo. Estaba contenta de irse al carajo. Pasa.
(Pero los suicidas nunca nos podrán convencer de que es mejor que no estén. Y menos después de haber logrado su cometido).
Después encontraron una hija adoptiva (enviada por Stefani, según ellos) para saldar la horrenda pérdida. Una bebé, pero todo mal. Tenía deformaciones cerebrales que afectaban su capacidad motriz; era un ente inmóvil cuasi-vegetal y los médicos más sabiondos aseguraban que nunca iba a poder caminar o hablar. Pero un día, en medio de la misa (es más, justo durante la consagración, en la que cospeles de pan ácimo se gradúan de cuerpo de Cristo), el milagro. La chica desde el cochecito dijo “mamá” y “papá”, y levantó su manita para acariciarlos. Eso solo.
A partir de dicho episodio la chica empezó a mejorar y a mejorar muchas veces hasta poder caminar sin ayuda de andador o cosas del género. Con torpeza, pero caminar al fin. Nunca se supo, ni se sabrá, qué mano invisible (qué voluntad caprichosa) hizo posible una recuperación tan improbable. Para la familia la respuesta, de todas formas, es fácil: Dios. Quién más.
Ahora bien, el asunto es el siguiente: los pasillos de la casa familiar napolitana son tan angostos que a la chica (el nombre no importa) le cuesta desplazarse a través de ellos, por más recuperada que esté. A todo el mundo siempre algo le falta. No importa cuán felices estemos, al día siguiente probablemente ya estemos insatisfechos por algo, cualquier cosa. Esta no es la excepción, porque los pasillos son muy angostos, los vemos en pantalla.
Se anuncia entonces, una vez transcurrido el informe, que la producción del programa costeará un equipo de albañiles para realizar las reformas edilicias necesarias en la casa familiar. Para que la chica pueda andar libremente, sin tropezarse con estrecheces (que ya bastantes tendrá, salvo que en algún momento prefiera imitar a su enterrada hermana adoptiva). Como para convencernos de que esto será efectivamente así, sale del vagón de tren un inverosímil ejército de presuntos albañiles (que, a juzgar por su estereotipado disfraz, más bien parecen preservativos humanos a punto de salir a la calle a repartir volantes: ¡¡No seas forro!!).
Lo que no se sabe, al menos no lo explican, es qué papel cumple exactamente Diego en toda esta telenovela de bajo costo. No se sabe, por ejemplo, por qué le mandaron una carta contándole la situación. Seguramente Diego tendrá algo que ver en la contratación de los albañiles, pero no deja de ser llamativo que para justificar un premio tan pedestre hayan tenido que gratificarnos con un superlativo dramón como ese. O sea, no es el sucidio de una hija lo que te hace merecer la refacción de tu casa.
Diego igual vuelve a abrazar a todos, muy especialmente a la hija mayor que es realmente un alfajor de dulce de leche. No se va a andar con amagues él, justo ahora, el diez.
Desaparece entonces la familia napolitana, se va al fuera de campo. Pero Diego se queda, y más vale que así sea. No se va a ir a Italia para hacer ensanchar unos pasillos. Ya se hizo la mitad, pero todavía queda una misión que cumplir.
Empiezan pues las claves para enterarnos de qué se trata. Hay un auto que en este mismo momento se está acercando al lugar… en el asiento trasero viajan padre e hijo, y podemos verlos gracias a una camarita hábilmente oculta en la zona del espejito retrovisor. Ninguno de los dos sabe nada acerca del destino de su extraño viaje (al menos el hijo no lo sabe seguro, a juzgar por su pose), y cabe preguntarse por el señuelo que los ha conducido hasta estas instancias.
De todas maneras, el auto va al encuentro de Diego. Mientras lo esperan, la rubia tetona vuelve a entrevistarlo un poco; preguntas sobre los amigos, la familia y el football, pero entonces algo pasa. De improviso (y sin que se sepa bien por dónde) entra en el estudio el auto que estaban esperando, el cual resulta ser un Alfa Romeo negro. Pero no se supone que entre al estudio tan rápido, se supone que Diego tiene que estar escondido o algo, así tiene algo de gracia la sorpresa ¿No? Se arma pues una confusión.
La rubia tetona medio que se arroja contra el auto para que los choferes den marcha atrás y salgan del lugar. Mientras reculan, Diego se agazapa y empieza a subir la escalera para salir de escena y que no lo vean. La secuencia tiene algo de patético y algo de atrapante. Parece que zafan, parece que nadie en el auto lo alcanza a ver a Diego. Igual, algo deben estar sospechando.
Una vez que Diego ya está oculto en los balcones de arriba, donde nadie lo podría ver excepto que se de la vuelta y mire hacia allí, entonces sí, que pase el auto. La conductora se acerca y quiere abrir la puerta trasera pero no puede. Abren desde adentro y se bajan padre e hijo, vestidos todo de negro como si fuesen dos mafiosos importantes.
El tema es así. Al flaco, al hijo, el padre le puso Diego Armando Maradona de nombre (el apellido es Mollica o algo así). La onda es que conozca al Diego Armando Maradona original. Mientras la conductora le pide que muestre su documento de identidad a la cámara (de verdad le pusieron Diego Armando Maradona al pobre), desde arriba el Diego verdadero hace gestos impacientes como diciendo que es un impostor, que el verdadero Diego es él (y menos mal que lo aclara).
Cuando la charla con el Diego trucho no da para más (Y qué te decían en la escuela, etc.) la tetona simplemente presenta al Diego de verdad, el cual baja y se dispone a abrazar padre e hijo como si éstos fueran Dalma y Gianina, o viejos conocidos. Sospechosamente, no parecen muy sorprendidos, pero el Diego trucho ensaya algún lagrimeo poco convincente. Lo más probable es que ni siquiera le guste tanto el fútbol al pobre.
A partir de esta instancia todo se empieza a poner más bizarro todavía. La conductora le pregunta al Diego trucho si quiere cantarle algo al Diego verdadero. Cantarle, por qué cantarle. El Diego verdadero, justificadamente, pone cara de susto y para colmo el Diego trucho acepta la oferta. Sí, va a cantar.
Se manda a capella algún tema romántico qué no se sabe qué es. No es que tenga mala voz, pero desafina. Un poco al principio, con énfasis después. Mientras tanto lo abraza al Diego verdadero, y todos lo escuchan en silencio. La cara que pone el Diego verdadero cuando termina es elocuente: los ojos girándole y la boca estrujando una risa, como queriendo decir: "bue, qué le vamos a hacer". Pero igual aplaude, con lentitud.
La rubia tetona entonces les pregunta si quieren una foto juntos. Bueno, dale. Entonces agarra una vieja cámara Polaroid, la cual admite no saber usar. En efecto, no tiene idea de cómo usarla, así que la foto no sale. Manipula el aparato peligrosamente, lo cierra, lo abre, lo golpea. Finalmente, un minuto después, el coso dispara y sale la instantánea.
Pero lo que sale es un papel que está todo negro. Supuestamente, dice la conductora, esto al toque tiene que revelarse. Pero no se revela, sigue negra. La tetona agita la foto en el aire como quien apaga un fósforo. Piensa que eso podría ayudar. Súbitamente el Diego trucho se embola (no le interesa mucho la foto) y declara ominosamente que quiere seguir cantando.
Oh Dios.
Entonces le arrebata el micrófono a la tetona y se pone a farfullar una de esas típicas canciones italianas excesivamente animadas y que citan indeterminadas veces la palara "mamma". Todo el público canta con él esta vez. A todo esto la tetona sigue agitando la Polaroid, que finalmente parece estar revelándose, pero que no muestra a cámara, imagino que porque no hay nada que mostrar; solo dos Diegos abrazados.
Y ya no queda nada más. El Diego verdadero se despide por fin del Diego trucho (otro abrazo) y se van. Sigue la entrevista a Maradona. La tetona le pregunta de qué cosas se arrepiente. Diego contesta que se arrepiente de haber tomado tanta droga, las cuales le han impedido ver crecer a sus hijas. Aprovecha ya que sale el tema para habla otra vez de sus hijas (que también son famosas en Italia, parece) y de los novios de sus hijas y de cómo todo bien con ellos. Todo en italiano, que sigue sin trabarse.
Finalmente se va. Caminando como un superhéroe por la vía que atraviesa la gran estación de trenes, mientras una granizada de vítores lo despide. La gente lo quiere tocar y saludar. Un grandulón enfervorizado, al borde del colapso nervioso, le pide a llanto pelado que le firme una remera. Mientras Diego se la firma con un aire indiferente, su fan parece poseído por un espíritu que vocifera cosas. Y Diego, que no se aburre de ser Diego porque ser Diego sigue siendo genial, se va.
Finalmente se va. El programa, horror, sigue.
Es entonces cuando apago la TV.
Siempre, pero siempre (da lo mismo la hora en la que se sintonice) están esos programas de TV, tan deprimentes como inclasificables, grabados en sets aparatosos, llenos de luces, decorados y tribunas enormes. Más alguna modelo tetona (la animadora) vociferando cualquier cosa, más entrevistados poco relevantes (por lo general siempre están de pie y por lo general son siempre los mismos), más siempre algún payaso embarazoso gateando a través de su rutina.
Eso. En este mundo todos son programas de esa onda. Cada día uno nuevo. Como Showmatch, digamos. Acá tenemos uno o dos. Allá parecen tener cien, los infelices.
Justo la animadora (rubia y tetona, por supuesto) está anunciando como invitado al mejor futbolista de la historia “insieme con Pelé”. Quién otro va a ser ¿Guardiola? Es gracioso cómo siempre salen con lo mismo: junto con Pelé. Por qué aclararlo, por qué no dirán el mejor futbolista de la historia y ya, si el invitado es Maradona. Cuando el invitado sea Pelé, que digan lo mismo. Qué más da. Ni como demagogia sirve. Maradona no quiere escuchar “insieme con Pelé”, el público tampoco, y Pelé ni se debe haber enterado de nada.
Luego del anuncio todos miran hacia la pantalla gigante, que está mostrando goles y festejos del Diego. La secuencia de imágenes arranca con el segundo gol al equipo inglés en México’86, naturalmente. De hecho, en ese momento toda la cosa desfonda memorias de ese bochorno auto-celebratorio que conducía Diego en canal trece. La noche del diez. Menos mal que no siguió eso (aunque nunca se puede estar seguro, teniendo en cuenta Showmatch y todo).
La cuestión es que aparece Diego, en efecto es él, bajando por la escalerita y el público lo ovaciona como si fueran todos argentinos fanáticos. En un alarde de sagacidad, el musicalizador mete de fondo “We are the champions”. La tetona recibe a Diego y se ponen a conversar de pie. Dicen dos o tres cosas de las que lógicamente nadie se acuerda. Algo sobre el calcio. Algo sobre que Maradona es sinónimo de calcio. La típica alabanza, bah, de esas que cualquiera le haría al Diez en furibundos raptos de pusilanimidad. Podría de paso preguntarle cómo no se aburre Diego de ser Diego.
Diego, a propósito de él, se ve bien. Algo voluminoso, pero sin escaparle a una saludable normalidad. Se expresa en italiano con fluidez (nada queda de esa medusa de pliegues adiposos que apenas se las ingeniaba con monosílabos de una lengua desconocida). Cada vez que puede abraza a la tetona, aunque no se llega a advertir si le roza, o no, los glúteos. Podría aprovechar, claro.
Dato de importancia: Diego lleva en su mano unos papeles, y eso llama un poco la atención. La conductora entonces le explica a la audiencia que Diego está acá porque ha recibido la carta de una familia y, tras su lectura, se ha conmovido de tal manera que dijo hay que hacer algo. Claro, esos papeles que tiene Diego son una copia de dicha carta, y por eso. La familia que la escribió, siguen informando, está en el estudio, entre el público… Diego no los conoce, así que la conductora los presenta. Se vierte un mix de abrazos, música emocionante y algunas lágrimas. La cosa empieza a vender.
La familia misteriosa es papá, mamá y dos hijas: una diminuta, inquieta, lleva anteojos y sufre alguna dificultad motriz ostensible; la otra alta, adulta, cara de italiana unívoca, un alfajor de dulce de leche con crema y nueces. Todos napolitanos, del sur, de África septentrional diría algún norteño malicioso. Pero qué tiene que ver Diego con esa familia y por qué la carta.
Preguntas cómo éstas son las que mantienen a una audiencia, esa masa amorfa, cautiva. Se puede ir a regar las plantas o mirar la puesta del sol, pero no. Queremos saberlo. Entonces vamos a averiguarlo, dice la conductora, y a la pantalla gigante otra vez. Se desarrolla entonces la típica historia melodramática, editada con meticulosidad, que tanto garpa en televisión.
Stefani era la hija más joven del clan, un pan de Dios, un canto a la vida (y un alfajor también, a juzgar por varias fotos). Pues bien, de pronto le había entrado la manía de deprimirse, hasta que un día, a los veinte años, optó por el suicidio arrojándose por una ventana de la casa (estando la familia presente, para darle un retoque siniestro). Eso sí, dejó un mensaje junto a su taza de café explicando que el mundo era real, era cruel y no quería animarse a enfrentarlo. Estaba contenta de irse al carajo. Pasa.
(Pero los suicidas nunca nos podrán convencer de que es mejor que no estén. Y menos después de haber logrado su cometido).
Después encontraron una hija adoptiva (enviada por Stefani, según ellos) para saldar la horrenda pérdida. Una bebé, pero todo mal. Tenía deformaciones cerebrales que afectaban su capacidad motriz; era un ente inmóvil cuasi-vegetal y los médicos más sabiondos aseguraban que nunca iba a poder caminar o hablar. Pero un día, en medio de la misa (es más, justo durante la consagración, en la que cospeles de pan ácimo se gradúan de cuerpo de Cristo), el milagro. La chica desde el cochecito dijo “mamá” y “papá”, y levantó su manita para acariciarlos. Eso solo.
A partir de dicho episodio la chica empezó a mejorar y a mejorar muchas veces hasta poder caminar sin ayuda de andador o cosas del género. Con torpeza, pero caminar al fin. Nunca se supo, ni se sabrá, qué mano invisible (qué voluntad caprichosa) hizo posible una recuperación tan improbable. Para la familia la respuesta, de todas formas, es fácil: Dios. Quién más.
Ahora bien, el asunto es el siguiente: los pasillos de la casa familiar napolitana son tan angostos que a la chica (el nombre no importa) le cuesta desplazarse a través de ellos, por más recuperada que esté. A todo el mundo siempre algo le falta. No importa cuán felices estemos, al día siguiente probablemente ya estemos insatisfechos por algo, cualquier cosa. Esta no es la excepción, porque los pasillos son muy angostos, los vemos en pantalla.
Se anuncia entonces, una vez transcurrido el informe, que la producción del programa costeará un equipo de albañiles para realizar las reformas edilicias necesarias en la casa familiar. Para que la chica pueda andar libremente, sin tropezarse con estrecheces (que ya bastantes tendrá, salvo que en algún momento prefiera imitar a su enterrada hermana adoptiva). Como para convencernos de que esto será efectivamente así, sale del vagón de tren un inverosímil ejército de presuntos albañiles (que, a juzgar por su estereotipado disfraz, más bien parecen preservativos humanos a punto de salir a la calle a repartir volantes: ¡¡No seas forro!!).
Lo que no se sabe, al menos no lo explican, es qué papel cumple exactamente Diego en toda esta telenovela de bajo costo. No se sabe, por ejemplo, por qué le mandaron una carta contándole la situación. Seguramente Diego tendrá algo que ver en la contratación de los albañiles, pero no deja de ser llamativo que para justificar un premio tan pedestre hayan tenido que gratificarnos con un superlativo dramón como ese. O sea, no es el sucidio de una hija lo que te hace merecer la refacción de tu casa.
Diego igual vuelve a abrazar a todos, muy especialmente a la hija mayor que es realmente un alfajor de dulce de leche. No se va a andar con amagues él, justo ahora, el diez.
Desaparece entonces la familia napolitana, se va al fuera de campo. Pero Diego se queda, y más vale que así sea. No se va a ir a Italia para hacer ensanchar unos pasillos. Ya se hizo la mitad, pero todavía queda una misión que cumplir.
Empiezan pues las claves para enterarnos de qué se trata. Hay un auto que en este mismo momento se está acercando al lugar… en el asiento trasero viajan padre e hijo, y podemos verlos gracias a una camarita hábilmente oculta en la zona del espejito retrovisor. Ninguno de los dos sabe nada acerca del destino de su extraño viaje (al menos el hijo no lo sabe seguro, a juzgar por su pose), y cabe preguntarse por el señuelo que los ha conducido hasta estas instancias.
De todas maneras, el auto va al encuentro de Diego. Mientras lo esperan, la rubia tetona vuelve a entrevistarlo un poco; preguntas sobre los amigos, la familia y el football, pero entonces algo pasa. De improviso (y sin que se sepa bien por dónde) entra en el estudio el auto que estaban esperando, el cual resulta ser un Alfa Romeo negro. Pero no se supone que entre al estudio tan rápido, se supone que Diego tiene que estar escondido o algo, así tiene algo de gracia la sorpresa ¿No? Se arma pues una confusión.
La rubia tetona medio que se arroja contra el auto para que los choferes den marcha atrás y salgan del lugar. Mientras reculan, Diego se agazapa y empieza a subir la escalera para salir de escena y que no lo vean. La secuencia tiene algo de patético y algo de atrapante. Parece que zafan, parece que nadie en el auto lo alcanza a ver a Diego. Igual, algo deben estar sospechando.
Una vez que Diego ya está oculto en los balcones de arriba, donde nadie lo podría ver excepto que se de la vuelta y mire hacia allí, entonces sí, que pase el auto. La conductora se acerca y quiere abrir la puerta trasera pero no puede. Abren desde adentro y se bajan padre e hijo, vestidos todo de negro como si fuesen dos mafiosos importantes.
El tema es así. Al flaco, al hijo, el padre le puso Diego Armando Maradona de nombre (el apellido es Mollica o algo así). La onda es que conozca al Diego Armando Maradona original. Mientras la conductora le pide que muestre su documento de identidad a la cámara (de verdad le pusieron Diego Armando Maradona al pobre), desde arriba el Diego verdadero hace gestos impacientes como diciendo que es un impostor, que el verdadero Diego es él (y menos mal que lo aclara).
Cuando la charla con el Diego trucho no da para más (Y qué te decían en la escuela, etc.) la tetona simplemente presenta al Diego de verdad, el cual baja y se dispone a abrazar padre e hijo como si éstos fueran Dalma y Gianina, o viejos conocidos. Sospechosamente, no parecen muy sorprendidos, pero el Diego trucho ensaya algún lagrimeo poco convincente. Lo más probable es que ni siquiera le guste tanto el fútbol al pobre.
A partir de esta instancia todo se empieza a poner más bizarro todavía. La conductora le pregunta al Diego trucho si quiere cantarle algo al Diego verdadero. Cantarle, por qué cantarle. El Diego verdadero, justificadamente, pone cara de susto y para colmo el Diego trucho acepta la oferta. Sí, va a cantar.
Se manda a capella algún tema romántico qué no se sabe qué es. No es que tenga mala voz, pero desafina. Un poco al principio, con énfasis después. Mientras tanto lo abraza al Diego verdadero, y todos lo escuchan en silencio. La cara que pone el Diego verdadero cuando termina es elocuente: los ojos girándole y la boca estrujando una risa, como queriendo decir: "bue, qué le vamos a hacer". Pero igual aplaude, con lentitud.
La rubia tetona entonces les pregunta si quieren una foto juntos. Bueno, dale. Entonces agarra una vieja cámara Polaroid, la cual admite no saber usar. En efecto, no tiene idea de cómo usarla, así que la foto no sale. Manipula el aparato peligrosamente, lo cierra, lo abre, lo golpea. Finalmente, un minuto después, el coso dispara y sale la instantánea.
Pero lo que sale es un papel que está todo negro. Supuestamente, dice la conductora, esto al toque tiene que revelarse. Pero no se revela, sigue negra. La tetona agita la foto en el aire como quien apaga un fósforo. Piensa que eso podría ayudar. Súbitamente el Diego trucho se embola (no le interesa mucho la foto) y declara ominosamente que quiere seguir cantando.
Oh Dios.
Entonces le arrebata el micrófono a la tetona y se pone a farfullar una de esas típicas canciones italianas excesivamente animadas y que citan indeterminadas veces la palara "mamma". Todo el público canta con él esta vez. A todo esto la tetona sigue agitando la Polaroid, que finalmente parece estar revelándose, pero que no muestra a cámara, imagino que porque no hay nada que mostrar; solo dos Diegos abrazados.
Y ya no queda nada más. El Diego verdadero se despide por fin del Diego trucho (otro abrazo) y se van. Sigue la entrevista a Maradona. La tetona le pregunta de qué cosas se arrepiente. Diego contesta que se arrepiente de haber tomado tanta droga, las cuales le han impedido ver crecer a sus hijas. Aprovecha ya que sale el tema para habla otra vez de sus hijas (que también son famosas en Italia, parece) y de los novios de sus hijas y de cómo todo bien con ellos. Todo en italiano, que sigue sin trabarse.
Finalmente se va. Caminando como un superhéroe por la vía que atraviesa la gran estación de trenes, mientras una granizada de vítores lo despide. La gente lo quiere tocar y saludar. Un grandulón enfervorizado, al borde del colapso nervioso, le pide a llanto pelado que le firme una remera. Mientras Diego se la firma con un aire indiferente, su fan parece poseído por un espíritu que vocifera cosas. Y Diego, que no se aburre de ser Diego porque ser Diego sigue siendo genial, se va.
Finalmente se va. El programa, horror, sigue.
Es entonces cuando apago la TV.
3 comentarios:
Wow. La apagaste bastante más tarde de lo que yo lo hubiera hecho. Es verdad que es muy berreta la televisión italiana, eso ya lo hacía acá el Más Bueno de Todos los Tiempos: Julián Weich que, dicho sea de paso, hace mucho que no lo vemos, ni siquiera lavando la ropa. Cuidado porque en cualquier momento vuelve.
En fin, el Diego de la gente, el único que realmente me conmueve no es ni el que le metió el gol a los ingleses (de esa historia lo que más me conmueve fue el acto po(i)ético de Hugo Morales cuando arrojó: "barrilete cósmico, de qué planeta viniste?")ni el que le garpa la casa a nadie. El más grande (junto con Pelé, lo aclaro porque parece que es condición sinequanon) para mí fue el que tb tuvo su astucia creativa al fucionarse con Sarmiento: "La pelota no se mancha". Aplausos, por favor.
P/D: "no es el sucidio de una hija lo que te hace merecer la refacción de tu casa". Muy buena la reflexión.
Julian Weich es como el Robin Williams de la no-ficción
Yo hubiera apagado antes (?).
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