miércoles, 30 de junio de 2010

Echenme a patadas

Retomo con un impromptu del “nuevo” Exile On Main St. remasterizado y con bonus tracks y con nuevo packaging y con documental para TV y con toda la movida.

Una movida bastante mediática – Jagger en Cannes a la cabeza – que en el caso de los Stones ya empieza a resultar cansina cuando te das cuenta de que todos los años son noticia por algún motivo más bien tirando a superfluo (o por la palmera, o por Scorsese). No sé quién habrá sido el necesitado de dinero fresco esta vez; Jagger y Richards no. Mick Taylor por ahí sí. Seguramente la discográfica, que ya no sabe qué hacer para venderte un CD original.

O sí sabe, puesto que me lo compré.

Sea cual sea el caso, a Exile On Main St. no le sienta para nada bien este vedetismo. Es el disco maldito. El disco maldito, puto y oscuro de los Rolling Stones, aquel que los ubica todavía en el panteón de los peligros terrenales y no en el safari de la idolatría pop. ¿Qué tienen que hacer ahora los animadores de shows de noticias hablando de un disco mítico que nunca escucharon? ¿O babeando en cámara ante el pack deluxe como si éste les significara algo? ¿O reproduciendo por todas partes un “guau, se reedita el mejor disco de los Rolling Stones”, como si esto fuera un hecho comprobable y como si interesara siempre catalogar algo como lo mejor, lo peor, lo más o lo menos?

Salvando el ardor de los fans de siempre, todo lo mediático sobre los Stones ya parece un montaje de entusiasmo publicitario fingido (con torpeza). Urticante en algún punto, aunque tampoco para rasgarse las vestiduras: desde el comienzo que Exile On Main St., en todo su hecho artístico, fue algo para vender. No es de extrañar que ahora salga a la reventa, y que sea caro.

Porque ocurre que Exile On Main St. es, pese a todo su misterio, un álbum popular.

“Pese a” porque, por ejemplo, no tuvo ni tiene hits. “Pese a” por ese mixing que acaricia lo amateur y siempre tendrá ese sonido “chiquito”, como que está metido en una lata de atún. ¡Ah! Pero que es popular, lo es y cómo. Básicamente se han dicho sobre Exile tantas veces tantas cosas que ya no queda mucha opción, salvo caer en lugares comunes y hacer como si nada.

(que es lo que trataré de evitar, sin éxito, en esta entrada)

Lo que sí no voy a decir es eso de “ah, escribir sobre un disco como Exile es tan difícil / complicado / imposible porque las palabras no le hacen justicia / honor / sombra”, porque no, no es difícil: las palabras manan porque ellas son lo único que tenemos cuando hay una hoja en blanco y miles de sensaciones pasando por tu cabeza.

Y Exile On Main St. es un poco eso: miles de sensaciones.

Pasando por tu cabeza.

Es el gran disco de los Stones por antonomasia, sin importar que haya mucha gente que no se lo traga demasiado (el mismo Jagger, sin ir más lejos) y sin importar que andá a saber cuántos te tiran – sin repetir y sin soplar – más de dos títulos del tracklist.

Ante tamaña popularidad, que encima crece y crece, sus creadores tuvieron que ponerse a ensayar varias veces varios temas del disco para tocar en vivo, sabiendo que el popolo quiere escucharlos más seguido. Solo para comprobar que la mayoría les sale bien para la mierda.

No porque sean temas de mierda (pese a las comparaciones tópicas, el White Album no es lo que aquí nos ocupa), sino porque tienden a comunicarse en el ecosistema irrepetible en el que fueron creados – Nellcote, Francia, el exilo, las anécdotas – y fuera del cual pierden esa pátina extraña que sí recubre una escucha a Exile de principio a fin, asociándolo todo, apelmazándolo todo, buscando y encontrándolo todo. Algo hace que las versiones en vivo de, por ejemplo, Tumbling Dice o All Down The Line se paseen rutinarias, sobresignificadas y como sapos de otro pozo en el parque de diversiones que son los Stones en vivo hoy en día. Algo hace, al escuchar el álbum, que estas canciones solo pertenezcan a Exile, que solo tengan sentido dentro de Exile, que solo sean sublimes dentro de Exile, y que uno no pueda ni quiera imaginarlas en otro disco.

Una frase hecha: el todo es más que la suma de las partes. Horrible, pero que me sirve. Exile On Main St. no se valora criticando canción por canción ni se abarca comparándolo con el resto de la discografía Stone.

De hecho, es hasta raro caer en la cuenta que este rejunte (eso es, un rejunte) proviene en gran parte de descartes de Sticky Fingers, Let It Bleed y Beggars Banquet; escuchando Exile uno se olvidó que esta misma banda hizo esos otros álbumes; Exile es como otro mundo. Un microcosmos. El invernadero capaz de preservar una de esas encrucijadas sobre cuyos caminos tributarios mejor ni preguntarse (y sin embargo acá estoy, haciendo eso mismo; qué tipo boludo).

Por eso es un álbum maravilloso.

Por eso es un álbum.

La primera vez que lo escuché me pareció impresentable. ¿A mí me van a hacer devorar que esto es un tótem cultural después de cosas como Brown Sugar, Gimme Shelter, Sympathy For The Devil?

Después vino la especificidad, me dejé de comparar al disco con todas esas canciones y ahora ya no puedo creer que no me gustara, pero tal desprecio tiene su lógica a la distancia y sé que no estuve solo: nada te prepara para algo como Exile.

En la práctica, no se lo recomiendo a nadie como disco para debutar con esta banda (miedo a que me lo tiren por la cabeza), pero aún escuchando varias veces todos los demás álbumes con anterioridad – que son un número, eh – con Exile es empezar todo de cero y tirarse en la pileta a ver qué canción y qué tropiezo. O sea: cada uno tendrá su propio trip con esto, y será una formidable experiencia vicaria de ese happening desbordante, vital, que existió por obra y gracia de los Stones en Villefranche-sur-mer allá en 1971, o será una cosa rayana en el sinsentido, en el bodoque.

O ambas cosas alternativamente.

Cualquiera sea el caso, no me toquen una nota por favor, que así está perfecto.

Exile On Main St. no es el típico álbum. ¡Ni siquiera es el típico álbum doble! Lo primero que impacta y que sigue impactando es lo poco profesional que suena. Hasta se puede presumir que es el primer álbum lo-fi hecho por una banda de alcurnia.

Lo registraron en pleno verano en un sótano choto de varios compartimentos, sin luz natural ni aire, donde las cuerdas se desafinaban solas por la humedad, con unos cables tirados hacia el estudio móvil por la ventana de la cocina y con energía eléctrica ilegalmente prestada por las vías ferroviarias de por ahí (era una mansión de no sé cuántos doblones, ok, pero se entiende la idea). Y ni hablar de las horribles mezclas que empantanan la voz de Jagger hasta fundirlo en un monoblock de alaridos. Como suele suceder en estos casos, todos andaban entre medio curdas y medio dormidos y medio drogados y con un montón de tipos que ni cortan ni pinchan pululando en la casa a todas horas.

Los estándares de la industria, bien gracias. Fechas organizadas en un estudio para plasmar un diseño, bien gracias. Una idea previa de cuál es la estación de destino, en qué va a terminar todo esto, bien gracias. Muchas gracias.

Exile On Main St. es el acto puro de – resumimos – una panzada de libertinos (iba a poner forajidos, pero sonaba tan obvio y tan mentira) tocando cualquier cosa del alma en un sótano.

Como cuando vas con tus amigos a una sala de ensayo, solo que en vez de tus amigos hay una banda jodidamente buena que ya rodó unos cuantos (y unas cuantas) y que después de horas de hacer cualquiera, de repente se miran en medio de la noche, dicen "bue vamos" y te ametrallan la cuca con alguna zapada final.

Es el soundtrack de una vacación colectiva: tipos con fortuna pero sin agendas ni obligaciones, dándose a una bohemia de lujo, durmiendo a cualquier hora, de noche al casino, a cada rato pileta, playa, porro, opiáceos y sexo con quien anduviera rondando por la vida. Y que nos regalan este holograma sonoro para engañarnos y hacernos ver que estuvimos un poco ahí, atisbando.

Suerte que Mick Jagger en un momento se avivó, puso fin a la pachanga y con los pies otra vez en la tierra (a Mick estas cositas de andar sin rumbo por la vida no le van tanto) terminaron el trabajo en Los Angeles, limándole un poco los bordes de la excesiva espontaneidad, meta emparchar acá, meta agregar voces de coristas allá. Sino vaya uno a saber qué colección de demos habría quedado dando vueltas por ahí.

Eso es lo que hace de Exile un bicho singular que se escurre divinamente de comparaciones y varas para medir. Eso es lo que lo convierte también en esa síntesis incunable, casi un museo que cada uno lleva en su cabeza, de las diferentes músicas del jardín cultural norteamericano (y epa! que son británicos y estaban en Francia, o sea, nada que ver) y que a la vez se manda esos sonidos inéditos, enterrados pero inéditos, hasta entonces postergados por el discurrir de la creación.

Porque les salió lo que les salió, porque esto es algo de la música que se la pasaron amontonando y absorbiendo como autistas, esto es lo que tenían dando vueltas para escupir en ese momento en ese lugar y entonces palo y a la bolsa. Salvo los refinamientos finales en L.A., no hubo más limitación para tocar que la propia humanidad de los integrantes de la banda (que no es lo mismo que una suma de solistas), es decir: sus propias limitaciones. Exile es, lejos, el álbum más personal y “de autor” de los Rolling Stones y así sale: un hueso muy duro de roer, pero con un tuétano casi inagotable, eterno.

No debería defraudar, entonces, que el disco bonus de la nueva edición aporte poco al legado de Exile On Main St.

Los outtakes pueden ser de las mismas sesiones en esa misma casa, pero así descolgados no te meten en la maraña de sensaciones del álbum original. Y es que el álbum hace exactamente años que ya está cristalizado para siempre: nadie puede pensar en agregarle un tema o sacarle otro. Los de afuera simplemente son de palo, dejaron pasar el tren y listo.

Por eso, antes que una parte perdida del opus original, el disco bonus pasa mejor como el nuevo álbum de estudio los Stones, con la conveniencia – a lo Tattoo You – de que las canciones son de períodos más prolíficos. Con los retoques de Jagger, Richards, e incluso la vuelta de Mick Taylor (chau Wood por un ratito), temas como el funky Pass The Wine y Plundered My Soul se destacan y suman un bienvenido híbrido entre el feeling vitrólico de antaño – sótanos y casinos – y la respetable parsimonia actual que remite a Streets Of Love. El single Plundered My Soul, particularmente, suena un poco al suflé de Exile, y aunque no lo podemos encajar en ningún lado, pinta como clásico (y la voz de Mick se sabe que es la de ahora, pero no parece tanto).

Después hay para repartir caramelos. La torch-ballad Following The River sabe al viejo Dylan sin dejar de ser casi una canción de recetario; Good Time Women es puro Bleed hasta que enseguida caes: así sonaba Tumbling Dice antes de ser Tumbling Dice; lo más insólito es la reutilización del riff de Paint It Black en Aladdin Story (So Divine), con el efecto casi humorístico de que enseguida se amalgama en la nueva lógica de la nueva canción y al final ya no se piensa más en que volvió Mr. Jones.

El disco uno: lo mismo de siempre y estoy de huelga para ahondar en detalles, porque no hace falta.

La fina madera de siempre con un sonido rejuvenecido pero hasta ahí; las mezclas siguen siendo la misma incorrección, las voces de Jagger y Richards el mismo entongue que pone los pelos de punta y las canciones la misma catacumba soñadora de pura música y puro abandono.

Está Rip This Joint con su punkabilly desaforado machacando cabezas de buey.

Está Just Wanna See His Face y su indie vudú predestinando la metamorfosis de Tom Waits.

Está Rocks Off con los borboteos amontonados de heroína (“I can’t even feel the pain no more”) y esas guitarras new-wave en el fantasmagórico break.

Está Ventilator Blues, maligna, sórdida, que te frunce el toor ya desde su título.

Está Let It Loose con su liturgia de quien quiere probar todos los daños posibles.

Y antes de que siga diciendo pavadas está Soul Survivor, maravillosamente exhausta como siempre, diciendo chau, diciendo que está amaneciendo, diciendo se acaba la fiesta y ese sentimiento tan extraño que se apodera de nosotros entonces, que parece mirar mitad atrás con congoja, mitad adelante con euforia.

Pero sobre todo están esos riffs blues de la hostia de Richards y Taylor apuntalados por la sección rítmica más puta y pura del rock: Wyman (aunque muchas veces el bajo lo toca otro) y Charlie el genio.

Al final Exile On Main St. termina entrando; uno nunca está seguro de si es porque te lo repiten tantas veces que al final te forzás a creerlo, o porque es tan así que al final no hay otra que desasnarte o quedar como un pelele. Lo mismo da. Y no es que haga falta tener muchos detalles de las circunstancias en las que fue grabado, allí en Nellcote lejos del asedio impositivo de la Reina zátrapa; Exile es una experiencia en sí misma, que conlleva todas las demás experiencias juntas, aquellas que vos, que estás ahí escuchando rock and roll, le quieras arrebatar. Con esto solo ya alcanza para levantar la copa del amor y brindar por este disco que, permítanme ser medio solemne y boludo otra vez, está sin la más mínima duda entre los mejores y peores que nos hemos dado como humanidad.

Publicado en Revista Spazz

1 comentario:

Centrofovar dijo...

Jah! Tarde o temprano te agarran... yo me estoy comprando los remasters de Doors y Beatles.

Respecto a Exile: ¡que la fumen! Ya reventé 100 pesos hace dos años por un primera edición argentina en vinilo. Fin. The End.