¿Qué nombre le ponemos al álbum? No sé, ni idea, a ver... ¿Cómo le habíamos puesto al anterior? "Banda de Corazones Solitarios del Sargento Pimienta" ¿no? El nombre de una banda ficticia. ¿Y por qué no hacemos lo mismo? O sea, otra banda ficticia. ¿Qué bandas ficticias se nos pueden ocurrir esta vez? Bueno, teniendo en cuenta cómo andamos por casa, una buena banda ficticia sería "The Beatles". De hecho.

Hoy, justamente, se cumplen cuarenta años - ¿ya? ¡cuarenta años! ¡cómo pasa el tiempo! - de la publicación de The Beatles, noveno álbum de estudio de la banda de rock ficticia del mismo nombre (décimo si contamos el EP "Magical Mystery Tour"). Son treinta canciones distribuidas en dos discos que suman noventa y tres minutos con cuarenta y tres segundos de pura música. Más allá de lo que ciertos trasnochados fans de los Beatles suelen sostener con loca pasión, los temas son en general bastante flojos. Aún así, el alienante efecto de aura que aporta el nombre sacrosanto "The Beatles", sumado a la frondosa megalomanía que se inhala desde los crujientes riffeos de Back In The USSR hasta el edulcorado final "joligudense" de Goodnight, convierten automáticamente a esta más bien inocua proyección de egos paralelos en una obra... ¿Maestra? Para ser justos, digamos, en todo caso: digna de ser discutida.
Sí, digna de ser discutida aunque, en rigor, en estos cuarenta años se ha discutido hasta el hartazgo; como todo lo que han hecho y dejado de hacer los cuatro "fabulosos" de Liverpool pero, si cabe, aún más. Casi es imposible abordar cualquier verbalización sobre The Beatles - que en un rapto de ingenio la plebe ha rebautizado como el White Album - sin desplomarse en los más arratonados clichés. Tan imposible es, que yo mismo incursionaré, aquí mismo, en unos cuantos.
Empecemos por aquel que tiene que ver con si-tendría-que-haber-sido-o-no-un-álbum-simple. No, no tendría que haber sido un álbum simple. De haberlo sido, no habría llamado tanto la atención de los mitos y las leyendas. Porque ¿Qué tiene de llamativo un disco de los Beatles repleto de grandes canciones? Para eso están Rubber Soul, Revolver, el referido Sgt. Pepper's y tantos otros. No. Precisamente lo subversivo del White Album es que los Beatles renuncian a cualquier cosa que huela a control de calidad - incluso aquella que proviniese de ellos mismos - y le vomitan al oyente sus conspiraciones más espontáneas y descabelladas. Tras años de fatigante meticulosidad para hallar hasta el más recóndito ribete de coherencia - que los llevó a dejar de tocar en vivo para convertirse en bicharracos de estudio -, los Beatles se animan a ser cuatro tipos locos y exclamar con alegría "ey! somos los Beatles, podemos hacer lo que se nos ocurra (la gente lo va adorar, y si no, ¡Nos importa un soberano huevo!)". El nombre sacrosanto, que en otra oportunidad podría haber ejercido como un ajustado corsé - el que intentó abrocharles George Martin, quien quería solo canciones dignas de los "Beatles" - sorpresivamente hizo que se les suelte la correa. Eran tan poderosos entonces que podrían intentar, literalmente, cualquier cosa. No iban a fallar de ningún modo.
El White Album es una obra catártica, pero de catarsis individual. John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr no solo se liberan, en cierta forma, del supuesto estándar que los Beatles debían alcanzar por llamarse así, sino que fundamentalmente se liberan uno del otro. Todos, incluso Ringo en su escala, tienen pista libre para hacer con sus ideas lo que se les antoje la reverenda gana, sin censura de nada ni nadie, casi como si estuvieran trabajando en un proyecto solista. Y aquí aparece otro viejo y conocido cliché: aquel que dice que The Beatles suena como cuatro - dos y medio para ser justos - álbumes solistas entongados. Paul McCartney grabando Why Don't We Do It In The Road? solo con Ringo (a quien había apartado de la batería en Back In The USSR para tocar él mismo el ritmo que quería); Harrison invitando por su cuenta a Clapton a tocar en su While My Guitar Gently Weeps, Lennon con su novia japonesa masturbándose con las cintas de Revolution 9; son postales que hablan de cómo se gesta el álbum. Cada uno en la suya, alejado y desinteresado de los otros tres, elucubrando sus propios proyectos sin contar demasiado con nadie más. La sinergia que hasta entonces los convertía en algo mucho más grande que la suma de las partes, ya no existe más. Los Beatles para 1968 son cualquier cosa, excepto una banda de rock.
Y se nota desde kilómetros escuchando el álbum. Las canciones, en su mayoría, suenan secas, plomizas y carentes de gracia; esa vibración especial (única, compacta) por la que la habitación cambia de aire o de textura cada vez que suenan los Beatles, simplemente está ausente. Son viñetas desencantadas que solo parecen estar ahí para vehiculizar los caprichos fatuos de cuatro flacos, talentosos pero mezquinos, haciendo más o menos lo primero que se les viene a la cabeza. La cosa no se queda ahí: hay canciones verdaderamente impresentables en el álbum, y no hablo en términos relativos. Ringo, por ejemplo, debuta como compositor con resultados catastróficos (Don't Pass Me By); todo bien, adentro. A McCartney, indulgente consigo mismo, se le escapa una ventosidad anal y saca Why Don't We Do It In The Road?; todo bien, palo y a la bolsa. Lennon, sin quedarse corto ante tanto desatino, idea un collage cacofónico de diez minutos; todo bien, suma.
Pero lo que pierde en calidad intrínseca, el White Album lo gana en enigma. Lo gana en amplitud. Lo gana en alcance. Se ve claramente a los Beatles intentando una huída hacia todas partes, como una colonia de insectos que disparan para cualquier lado cuando se levanta una pierda del jardín; el resultado es, valga la redundancia, el álbum más increíblemente disparatado que existe. Lejos. Habrá obras más ambiciosas, más complejas, más elaboradas, sin dudas. Pero ninguna más incoherente; ninguna más sinuosa; ninguna más encantadoramente anárquica. En The Beatles cualquier cosa puede ocurrir, nada queda descartado y todo género está al alcance de la mano. Desde el ska de Ob-la-di Ob-la-da (diez años antes de Madness y The Specials) o el hard-rock extremo de Helter Skelter, hasta el country de Rocky Raccoon o la música concreta de Revolution 9, el álbum, hablando mal y pronto, da para todo. Un poco deja la impresión de que los Beatles quisieron escribir una enciclopedia que abarcara todos los tipos de canción que habían escuchado en sus vidas. Diría que, si esa fue la intención, no estuvieron nada errados.
Aún así, escuchar el White Album entero es un plan chino. En lo personal, hace años que se me hace una experiencia hondamente frustrante; tanto que ya ni lo intento. En determinado momento, antes de que termine el primer CD, el diluvio de temas "medio pelo" - aunque alternados con ocasionales joyas - se hace tan copioso que me genera un grave malestar y termino apagándolo todo con la cabeza quemada (y una sensación ambigua de alivio y fracaso).
Todavía me acuerdo cuando vi por primera vez los CD's en las bateas del Musimundo de Unicenter; una cosa gorda y completamente blanca, con una cubierta minimalista (diseñada por Richard Hamilton) que recuerda a una lápida, y títulos improbables como Everybody's Got Something To Hide Except Me And My Monkey. La fascinación fue inmediata, y cuando finalmente lo tuve en mis manos - regalo de navidad - me sumergí en su laberinto con un abandono exquisito. Mirando una por una las minúsculas fotos del librito, aprendiéndome poco a poco, afanosamente, el orden de las canciones y después las letras: un laborioso acto de amor que hoy en día ya no podría replicar con ningún otro álbum. Con el correr del tiempo, me volví mucho más gruñón e intolerante ante números auténticamente espantosos como Birthday, o simplemente abúlicos como I'm So Tired o Rocky Raccoon.
De todas formas sigue siendo, para mí, un artefacto muy especial. Siempre me gusta pensar en el White Album como la "Rayuela" del rock: un profuso mosaico de fragmentos para recortar y armar a gusto, saltando de un tema al otro, cambiando las secuencias, salteándose sin culpa las partes que se hacen engorrosas o sencillamente escuchado mis canciones favoritas (y las de todo el mundo), como la preciosa While My Guitar Gently Weeps, la imponente Dear Prudence o esa impactante gema dadaísta llamada Happiness Is A Warm Gun.
Entonces ahí está. Cuarenta años para uno de los álbumes más mitológicos, sino el más mitológico, que se haya grabado. No. No es el mejor álbum de los Beatles. Hay discos mejores de ellos mismos y muchísimos discos mejores de otras bandas. Hay discos más interesantes, más contundentes, más emocionales, más expresivos o con más propósito. Eso sí: no hay ningún disco igual. The Beatles, con esa cubierta sin maquillaje que anuncia de antemano las verrugas contenidas dentro, es en sí mismo una especie de un solo ejemplar. Tal vez por eso, merezca ser juzgado con una vara completamente diferente a la que usualmente se usa. Y en ese caso, un juicio definitivo sobre el mismo parece imposible, además de fútil.
Felicidades al White Album, y por cuarenta años más.

Hoy, justamente, se cumplen cuarenta años - ¿ya? ¡cuarenta años! ¡cómo pasa el tiempo! - de la publicación de The Beatles, noveno álbum de estudio de la banda de rock ficticia del mismo nombre (décimo si contamos el EP "Magical Mystery Tour"). Son treinta canciones distribuidas en dos discos que suman noventa y tres minutos con cuarenta y tres segundos de pura música. Más allá de lo que ciertos trasnochados fans de los Beatles suelen sostener con loca pasión, los temas son en general bastante flojos. Aún así, el alienante efecto de aura que aporta el nombre sacrosanto "The Beatles", sumado a la frondosa megalomanía que se inhala desde los crujientes riffeos de Back In The USSR hasta el edulcorado final "joligudense" de Goodnight, convierten automáticamente a esta más bien inocua proyección de egos paralelos en una obra... ¿Maestra? Para ser justos, digamos, en todo caso: digna de ser discutida.
Sí, digna de ser discutida aunque, en rigor, en estos cuarenta años se ha discutido hasta el hartazgo; como todo lo que han hecho y dejado de hacer los cuatro "fabulosos" de Liverpool pero, si cabe, aún más. Casi es imposible abordar cualquier verbalización sobre The Beatles - que en un rapto de ingenio la plebe ha rebautizado como el White Album - sin desplomarse en los más arratonados clichés. Tan imposible es, que yo mismo incursionaré, aquí mismo, en unos cuantos.
Empecemos por aquel que tiene que ver con si-tendría-que-haber-sido-o-no-un-álbum-simple. No, no tendría que haber sido un álbum simple. De haberlo sido, no habría llamado tanto la atención de los mitos y las leyendas. Porque ¿Qué tiene de llamativo un disco de los Beatles repleto de grandes canciones? Para eso están Rubber Soul, Revolver, el referido Sgt. Pepper's y tantos otros. No. Precisamente lo subversivo del White Album es que los Beatles renuncian a cualquier cosa que huela a control de calidad - incluso aquella que proviniese de ellos mismos - y le vomitan al oyente sus conspiraciones más espontáneas y descabelladas. Tras años de fatigante meticulosidad para hallar hasta el más recóndito ribete de coherencia - que los llevó a dejar de tocar en vivo para convertirse en bicharracos de estudio -, los Beatles se animan a ser cuatro tipos locos y exclamar con alegría "ey! somos los Beatles, podemos hacer lo que se nos ocurra (la gente lo va adorar, y si no, ¡Nos importa un soberano huevo!)". El nombre sacrosanto, que en otra oportunidad podría haber ejercido como un ajustado corsé - el que intentó abrocharles George Martin, quien quería solo canciones dignas de los "Beatles" - sorpresivamente hizo que se les suelte la correa. Eran tan poderosos entonces que podrían intentar, literalmente, cualquier cosa. No iban a fallar de ningún modo.
El White Album es una obra catártica, pero de catarsis individual. John Lennon, Paul McCartney, George Harrison y Ringo Starr no solo se liberan, en cierta forma, del supuesto estándar que los Beatles debían alcanzar por llamarse así, sino que fundamentalmente se liberan uno del otro. Todos, incluso Ringo en su escala, tienen pista libre para hacer con sus ideas lo que se les antoje la reverenda gana, sin censura de nada ni nadie, casi como si estuvieran trabajando en un proyecto solista. Y aquí aparece otro viejo y conocido cliché: aquel que dice que The Beatles suena como cuatro - dos y medio para ser justos - álbumes solistas entongados. Paul McCartney grabando Why Don't We Do It In The Road? solo con Ringo (a quien había apartado de la batería en Back In The USSR para tocar él mismo el ritmo que quería); Harrison invitando por su cuenta a Clapton a tocar en su While My Guitar Gently Weeps, Lennon con su novia japonesa masturbándose con las cintas de Revolution 9; son postales que hablan de cómo se gesta el álbum. Cada uno en la suya, alejado y desinteresado de los otros tres, elucubrando sus propios proyectos sin contar demasiado con nadie más. La sinergia que hasta entonces los convertía en algo mucho más grande que la suma de las partes, ya no existe más. Los Beatles para 1968 son cualquier cosa, excepto una banda de rock.
Y se nota desde kilómetros escuchando el álbum. Las canciones, en su mayoría, suenan secas, plomizas y carentes de gracia; esa vibración especial (única, compacta) por la que la habitación cambia de aire o de textura cada vez que suenan los Beatles, simplemente está ausente. Son viñetas desencantadas que solo parecen estar ahí para vehiculizar los caprichos fatuos de cuatro flacos, talentosos pero mezquinos, haciendo más o menos lo primero que se les viene a la cabeza. La cosa no se queda ahí: hay canciones verdaderamente impresentables en el álbum, y no hablo en términos relativos. Ringo, por ejemplo, debuta como compositor con resultados catastróficos (Don't Pass Me By); todo bien, adentro. A McCartney, indulgente consigo mismo, se le escapa una ventosidad anal y saca Why Don't We Do It In The Road?; todo bien, palo y a la bolsa. Lennon, sin quedarse corto ante tanto desatino, idea un collage cacofónico de diez minutos; todo bien, suma.
Pero lo que pierde en calidad intrínseca, el White Album lo gana en enigma. Lo gana en amplitud. Lo gana en alcance. Se ve claramente a los Beatles intentando una huída hacia todas partes, como una colonia de insectos que disparan para cualquier lado cuando se levanta una pierda del jardín; el resultado es, valga la redundancia, el álbum más increíblemente disparatado que existe. Lejos. Habrá obras más ambiciosas, más complejas, más elaboradas, sin dudas. Pero ninguna más incoherente; ninguna más sinuosa; ninguna más encantadoramente anárquica. En The Beatles cualquier cosa puede ocurrir, nada queda descartado y todo género está al alcance de la mano. Desde el ska de Ob-la-di Ob-la-da (diez años antes de Madness y The Specials) o el hard-rock extremo de Helter Skelter, hasta el country de Rocky Raccoon o la música concreta de Revolution 9, el álbum, hablando mal y pronto, da para todo. Un poco deja la impresión de que los Beatles quisieron escribir una enciclopedia que abarcara todos los tipos de canción que habían escuchado en sus vidas. Diría que, si esa fue la intención, no estuvieron nada errados.
Aún así, escuchar el White Album entero es un plan chino. En lo personal, hace años que se me hace una experiencia hondamente frustrante; tanto que ya ni lo intento. En determinado momento, antes de que termine el primer CD, el diluvio de temas "medio pelo" - aunque alternados con ocasionales joyas - se hace tan copioso que me genera un grave malestar y termino apagándolo todo con la cabeza quemada (y una sensación ambigua de alivio y fracaso).
Todavía me acuerdo cuando vi por primera vez los CD's en las bateas del Musimundo de Unicenter; una cosa gorda y completamente blanca, con una cubierta minimalista (diseñada por Richard Hamilton) que recuerda a una lápida, y títulos improbables como Everybody's Got Something To Hide Except Me And My Monkey. La fascinación fue inmediata, y cuando finalmente lo tuve en mis manos - regalo de navidad - me sumergí en su laberinto con un abandono exquisito. Mirando una por una las minúsculas fotos del librito, aprendiéndome poco a poco, afanosamente, el orden de las canciones y después las letras: un laborioso acto de amor que hoy en día ya no podría replicar con ningún otro álbum. Con el correr del tiempo, me volví mucho más gruñón e intolerante ante números auténticamente espantosos como Birthday, o simplemente abúlicos como I'm So Tired o Rocky Raccoon.
De todas formas sigue siendo, para mí, un artefacto muy especial. Siempre me gusta pensar en el White Album como la "Rayuela" del rock: un profuso mosaico de fragmentos para recortar y armar a gusto, saltando de un tema al otro, cambiando las secuencias, salteándose sin culpa las partes que se hacen engorrosas o sencillamente escuchado mis canciones favoritas (y las de todo el mundo), como la preciosa While My Guitar Gently Weeps, la imponente Dear Prudence o esa impactante gema dadaísta llamada Happiness Is A Warm Gun.
Entonces ahí está. Cuarenta años para uno de los álbumes más mitológicos, sino el más mitológico, que se haya grabado. No. No es el mejor álbum de los Beatles. Hay discos mejores de ellos mismos y muchísimos discos mejores de otras bandas. Hay discos más interesantes, más contundentes, más emocionales, más expresivos o con más propósito. Eso sí: no hay ningún disco igual. The Beatles, con esa cubierta sin maquillaje que anuncia de antemano las verrugas contenidas dentro, es en sí mismo una especie de un solo ejemplar. Tal vez por eso, merezca ser juzgado con una vara completamente diferente a la que usualmente se usa. Y en ese caso, un juicio definitivo sobre el mismo parece imposible, además de fútil.
Felicidades al White Album, y por cuarenta años más.