“Me encuentro solo, y camino en dirección hacia el atardecer que disminuye lo que me rodea. Hay pocas personas en las calles vacías, pero se arrima un murmullo de avenida desde detrás del terraplén. Palermo Viejo luce sombrío, como un acertijo que nadie resuelve; a un costado, la vía del San Martín va trazando un horizonte. Detrás, supongo, Juan B. Justo, y una cortina de edificios que sube. Las torres de Buenos Aires, que ya empiezan a estar en todas partes. Y alguien me mirará desde esas ventanas, creo”.
La esquina de Gorriti y Godoy Cruz.
De pronto, el Arquitecto Sandoz parece olvidar por qué se encuentra allí, hacia dónde iba y de dónde venía. Olvida también el portafolio que lleva bajo el brazo. Olvida que hace rato sentía un poco de frío, y no repara en el rumor de un tren que apura su rumbo a Chacarita y el cementerio. Se ha quedado contemplando el escenario, y ha comprendido que, como una hipnosis que domina su voluntad, algo ha comenzado a tomar forma frente a sus ojos.
El telón de la ciudad se descorre como un velo. Lo que estaba quieto comienza a moverse. Lo que era silencio es ahora un zumbido. Y la luz, hace un instante inclinada sobre los talones del día que agoniza, se renueva a sí misma en cuestión de segundos. Abunda el sol.
“Abunda el sol, abunda el ruido. Me encuentro de pronto ante un espacio vacío en el tejido urbano, y mi genio no se resiste a colmarlo. Sueño despierto. Todas las posibilidades parecen abiertas; un escenario vacío que busca expresarse, llenarse de vida, anexar lo que lo rodea. Fundirse con todo. Empezar a ser parte de la ciudad y no del olvido”.
“Miro de nuevo. Cuesta creerlo, no puede ser, pero… No, seguro que no estoy viendo visiones. Lo veo claramente; está allí. Una verticalidad se ha adueñado imprevistamente del vacío; el escenario se ha llenado de actores y el momento ya es otro. Pienso en paredes que se elevan sin freno hacia el cielo como buscando todo ese azul. Dejo que ventanas muy anchas recorten contornos a su antojo sobre los muros de colores; allí están. Las veo. Lo hacen con método. No me arrepiento”.
“Dimensión. Darle dimensión. Dejo que una concavidad invente un trazo sobre el frente. Sí, así está bien; siento que puedo sumergirme en ella con la mente. Pero hay demasiada gente y marea de golpe; debe ser el horario de salida. Todo de pronto empieza a saturarse de movimiento y a mi alrededor, como si hubiera sonado un cambio de hora o de turno. Es gente, que llega y sale. Que habla contagiosamente de los vaivenes que cumplen. Caminan todos en diferentes direcciones y me rodean. Y la luz se desploma con agrado sobre los parques del costado. Es perfecto”.
El Arquitecto Sandoz está parado en la esquina, como congelado. Piensa que es perfecto.
“Pasa delante de mí un pibe. Tendrá unos 19 o 20 años. Quizás incluso menos. Lleva una maqueta, como puede, y parece estar apurado. Corre, también como puede, hacia adentro. Apenas capto su atención con un saludo”.
- Buenos días.
“Me responde con un gesto vago de la cabeza. Pronto lo pierdo de vista”.
La esquina de Gorriti y Godoy Cruz. Demasiada gente. Demasiada luz. Demasiado murmullo que impide buscar su punto de afluencia. Marcelo Toscanini, que no ha dormido bien, tiene que detenerse por un momento porque nota que se le han caído un par de maderitas de la maqueta que, evidentemente, no han quedado bien pegadas después de tanta noche en vela y fumando. Resopla. Mira a su alrededor con desconcierto; no sabe dónde apoyar la maqueta. Ésta, para colmo, es bastante grande. El camino es llano; alrededor solo hay suelo. Una mueca de fastidio quiebra la comisura de sus labios.
El Arquitecto Sandoz, imperturbable, inmóvil.
“Cuánto aire, cuanto movimiento. Allí, tal vez, tiene que haber un camino que comunique con el estacionamiento. Es bonito, además, no le quedarían mal unos bancos al costado. De madera, blancos. O, mejor planos, de hormigón... pero grandes y no tan rectangulares como de constumbre, sino más equiláteros”.
Marcelo, que ya está por dejar la maqueta en el piso ve, de pronto, que hay un banco a su lado. Está perplejo; podría jurar que hace un rato no estaba allí. Apoya la maqueta en él y recoge apurado los palitos del piso. Se han perdido dos o tres. Rodaron por ahí.
“Mejor perder dos palitos que seguir perdiendo tiempo”.
Luchando para que no se le caiga la mochila que cuelga precariamente de uno de sus hombros, toma nuevamente la maqueta y entra en el edificio, casi corriendo. El edificio lo traga.
Luz cenital. La recepción del edificio destella con una luminosidad inesperada. Marcelo Toscanini recuerda que siempre ha asociado la luz con la energía. Eso le devuelve el humor perdido. Al pasar por un aula, escucha música. Alguien ha puesto “Desolation Row” como una lluvia de palabras, pero Marcelo no puede quedarse escuchando. Llega tarde. Lo dice el reloj y la forma en que quedan marcadas las sombras.
Finalmente, la profesora le ha puesto una calificación provisional de siete puntos. Tiene un buen concepto de él porque suele participar en la clase, aun diciendo cosas porque sí o porque no entendió. Pero evidentemente esta maqueta no está muy bien resuelta. No le ha gustado a nadie y los titulares de la materia le han sugerido numerosas reformas al tiempo que la iban desguazando con meticuloso encono. Marcelo piensa en qué puede haberle salido mal, pero a la vez tiene la sensación de que ya no le importa demasiado; la entrega está hecha y ya siente cómo algo en él se relaja y cómo el tiempo que le queda se abre al lento disfrute. Tiene hambre. En un momento, al mirar por la ventana del aula hacia el frente, del otro lado de la calle ve a un hombre que está parado bajo la sombra de una acacia.
“Ese es el tipo que me saludó cuando entraba. Me pregunto quién será y qué hace ahí parado. No se movió desde que entré… y eso fue hace… ¿Dos horas? ¿Dos horas y media?”.
No puede determinarlo con certeza.
Mientras tanto, en la biblioteca la profesora de Marcelo dialoga con un par de colegas sobre los trabajos que han corregido. Algunos han estado muy mal, otros muy bien; lo de siempre. Luego discutirán sobre la arquitectura de los nuevos edificios de la zona, especialmente los que están al otro lado de Juan B. Justo, al cual todos coincidirán en denostar como expresiones de un negocio y no de una planificación urbana. El profesor Marcos Benítez, sin saber que las paredes oyen, cuenta una anécdota vivida hace unas pocas noches con los hacendosos travestis que se suelen ver de noche por los alrededores de la escuela.
“La biblioteca. Mucha más luz aún; quizás, filtrada por unos parasoles. Un ventanal del otro lado deja entrar un gran pedazo de cielo. Celeste. Unas horas antes, habría entrado el sol directamente, inundando todo de blanco y paz. Por la mañana, blanca.”
Se llama Carina Monsignor. La profesora. Hace unos buenos quince minutos que la conversación la ha aburrido. Tiene ganas de salir a fumar al patio y ya revuelve la cartera donde nunca encuentra nada. Un leve temblor parece dibujar unas ondas circulares en su café. Inventando otra distracción, simula no darse cuenta; es el San Martín que brama, y se aleja galopando al sur.
“El ventanal está abierto y entra un poco de aire fresco; aquí estoy sentada luego de mi jornada de trabajo. Espío por sobre mis anteojos y descubro que afuera todo está un poco mas quieto. El cielo, también. Allí enfrente sigue ese hombre. Está increíblemente estático; quién sabe en qué andará pensando. Yo, por mi parte, creo que esta biblioteca es casi como mi casa, a donde no quiero volver (sé muy bien por qué) aunque le faltarían urgentemente unas computadoras”.
Igualmente, preferiría por un rato no pensar en nada.
Una sombra de forma incierta comienza a alargarse ahora sobre el patio interno que da a la cafetería. Algunos alumnos dibujan sobre unas enormes láminas de papel, sentados en el suelo en la posición del loto. El espacio es amplio, pero está a buen reparo del viento. Hay bastantes alumnos a esa hora; sin embargo, parecen distribuirse bien. Siempre hay espacio. Amén se ser reiterativos, siempre hay luz.
“Un patio interno. Grande. La luz del sol entra inclinada y se infiltra por los demás rincones, hacia adentro. El viento se va a levantar, tal vez desde el sudeste donde no hay edificios que oficien de muralla. Pero el patio seguirá inmóvil. A buen resguardo. Es un buen lugar para estar”.
Desde el segundo piso, hacia el norte, Leopoldo Ibarretche ve los esqueletos de hormigón que se levantan del otro lado del terraplén. Ya no hay obreros que caminen por las vigas, excepto algún que otro grito sordo, y los aletargados movimientos de máquinas se han extinguido a lo lejos. Dos formaciones del San Martin con sus locomotoras, cada una viajando en su sentido, se cruzan justo frente a sus ojos. Es hora de volver, o al menos de salir de aquí.
“Espero que el 55 no tarde en venir como la otra vez. Ojalá pueda llegar a casa rápido; tengo que leer este libro de Simon Feldman para mañana y me quiero dormir temprano.”
Ya lleva un mes en este seminario de Arquitectura y Cine. Cualquier tema puede relacionarse con cualquier otro y termina teniendo su trama; es lo que siempre comprueba con cierto desencanto. Viene dos veces por semana; definitivamente ha sido una buena idea anotarse. Leopoldo Ibarretche baja ahora por las escaleras principales. A través del amplio ventanal atisba un verde oscuro de árboles y pasto que lo invade todo bajando desde el terraplén. La luz golpea de lleno sobre su cara, pero es cuestión de tiempo que los cipreses comiencen a recortar su sombra como figuras.
“Cada vez más tarde. Luz y sombra contrastan permanentemente todos los recorridos. Ahí está todo.”
Leopoldo Ibarretche cruza la recepción en diagonal y sale. Va andando el parque a paso veloz, y no se detiene a admirar el jardín, donde varios grupos de jóvenes debaten animadamente. Un dejo de pasto recién cortado se mezcla con las bocinas de los colectivos que discurren por lo lejos; en Juan B. Justo y en Thames y Borges, detrás de todo. Y adelante.
“Era obvio que me iba a pasar lo mismo, como siempre. El 55 yéndose y alejándose justo cuando llego a la parada. Mejor me voy a tomar una cerveza al bar nuevo que abrieron frente a la facu a ver si hay alguna banda buena tocando. El libro y dormirme: pueden esperar”.
Se hizo de noche como de golpe y, mientras se va alejando, Leopoldo Ibarretche mira atrás una vez. Las luces del edificio brillan con blancura, un filo sólido e impúdico hundido como puñal en la oscuridad recién nacida. De alguna ventana muy elevada y mucho más lejos surge el reflejo de muerte del sol náufrago. Luces artificiales, recuerdan que está en la ciudad.
“La noche me gusta más porque es cuando el estudio se mezcla un poco con el ocio. Los árboles son negros, pero el movimiento persiste. Las calles aledañas: uno las recorre y ve bares. Luces amarillas y rojas humean desde adentro. Y música. Hace cuánto qué no escuchaba ésta: “Samba de Orly” de Buarque. También veo talleres donde se hacen cosas, y hay gente. Una chica va caminando; lleva un arpa y desaparece misteriosamente tras una portezuela”.
Leopoldo no está seguro de dónde queda el bar, ni de cómo se llama. Al doblar por la esquina se encuentra al señor que sigue allí parado, que contempla la noche con aires de meditación y no parece reclamar para sí demasiada atención de nadie. Ese señor que ahora mismo, lo está pensando. Debe saber.
- Señor, ¿sabe usted dónde queda…
“Alguien me pregunta algo, y cuando doy vuelta la vista hacia atrás dejo de ver el edificio. Mi mirada, luego de mucho tiempo, se posa en otro lado. Instintivamente sé también, por fin lo comprendo, que he vuelto a la realidad”.
Una mujer alta, de muslos gruesos y voz de cantinero le pregunta al Arquitecto Sandoz si hay algún locutorio por la zona. Pero Sandoz, visiblemente sobresaltado, lo ignora, y hace un gesto negativo con la cabeza. No obstante, segundos después no cree que sea mala idea. Algún día habrá varios locutorios por ahí. Si todo sale bien.
La esquina de Godoy Cruz y Gorriti. Allí va un San Martín, galopando de nuevo, como tantas otras veces. Un terreno baldío enorme, sembrado de yuyos y envuelto en un silencio igual siempre. Bocinazos a lo lejos; Palermo oscurecido por los primeros retazos de la noche porteña.
Un gato maúlla en algún lado. Hay poca gente en las calles vacías. Y el Arquitecto Sandoz apura el paso hacia Córdoba. Recién se acuerda: se le ha hecho muy tarde.
La esquina de Gorriti y Godoy Cruz.
De pronto, el Arquitecto Sandoz parece olvidar por qué se encuentra allí, hacia dónde iba y de dónde venía. Olvida también el portafolio que lleva bajo el brazo. Olvida que hace rato sentía un poco de frío, y no repara en el rumor de un tren que apura su rumbo a Chacarita y el cementerio. Se ha quedado contemplando el escenario, y ha comprendido que, como una hipnosis que domina su voluntad, algo ha comenzado a tomar forma frente a sus ojos.
El telón de la ciudad se descorre como un velo. Lo que estaba quieto comienza a moverse. Lo que era silencio es ahora un zumbido. Y la luz, hace un instante inclinada sobre los talones del día que agoniza, se renueva a sí misma en cuestión de segundos. Abunda el sol.
“Abunda el sol, abunda el ruido. Me encuentro de pronto ante un espacio vacío en el tejido urbano, y mi genio no se resiste a colmarlo. Sueño despierto. Todas las posibilidades parecen abiertas; un escenario vacío que busca expresarse, llenarse de vida, anexar lo que lo rodea. Fundirse con todo. Empezar a ser parte de la ciudad y no del olvido”.
“Miro de nuevo. Cuesta creerlo, no puede ser, pero… No, seguro que no estoy viendo visiones. Lo veo claramente; está allí. Una verticalidad se ha adueñado imprevistamente del vacío; el escenario se ha llenado de actores y el momento ya es otro. Pienso en paredes que se elevan sin freno hacia el cielo como buscando todo ese azul. Dejo que ventanas muy anchas recorten contornos a su antojo sobre los muros de colores; allí están. Las veo. Lo hacen con método. No me arrepiento”.
“Dimensión. Darle dimensión. Dejo que una concavidad invente un trazo sobre el frente. Sí, así está bien; siento que puedo sumergirme en ella con la mente. Pero hay demasiada gente y marea de golpe; debe ser el horario de salida. Todo de pronto empieza a saturarse de movimiento y a mi alrededor, como si hubiera sonado un cambio de hora o de turno. Es gente, que llega y sale. Que habla contagiosamente de los vaivenes que cumplen. Caminan todos en diferentes direcciones y me rodean. Y la luz se desploma con agrado sobre los parques del costado. Es perfecto”.
El Arquitecto Sandoz está parado en la esquina, como congelado. Piensa que es perfecto.
“Pasa delante de mí un pibe. Tendrá unos 19 o 20 años. Quizás incluso menos. Lleva una maqueta, como puede, y parece estar apurado. Corre, también como puede, hacia adentro. Apenas capto su atención con un saludo”.
- Buenos días.
“Me responde con un gesto vago de la cabeza. Pronto lo pierdo de vista”.
La esquina de Gorriti y Godoy Cruz. Demasiada gente. Demasiada luz. Demasiado murmullo que impide buscar su punto de afluencia. Marcelo Toscanini, que no ha dormido bien, tiene que detenerse por un momento porque nota que se le han caído un par de maderitas de la maqueta que, evidentemente, no han quedado bien pegadas después de tanta noche en vela y fumando. Resopla. Mira a su alrededor con desconcierto; no sabe dónde apoyar la maqueta. Ésta, para colmo, es bastante grande. El camino es llano; alrededor solo hay suelo. Una mueca de fastidio quiebra la comisura de sus labios.
El Arquitecto Sandoz, imperturbable, inmóvil.
“Cuánto aire, cuanto movimiento. Allí, tal vez, tiene que haber un camino que comunique con el estacionamiento. Es bonito, además, no le quedarían mal unos bancos al costado. De madera, blancos. O, mejor planos, de hormigón... pero grandes y no tan rectangulares como de constumbre, sino más equiláteros”.
Marcelo, que ya está por dejar la maqueta en el piso ve, de pronto, que hay un banco a su lado. Está perplejo; podría jurar que hace un rato no estaba allí. Apoya la maqueta en él y recoge apurado los palitos del piso. Se han perdido dos o tres. Rodaron por ahí.
“Mejor perder dos palitos que seguir perdiendo tiempo”.
Luchando para que no se le caiga la mochila que cuelga precariamente de uno de sus hombros, toma nuevamente la maqueta y entra en el edificio, casi corriendo. El edificio lo traga.
Luz cenital. La recepción del edificio destella con una luminosidad inesperada. Marcelo Toscanini recuerda que siempre ha asociado la luz con la energía. Eso le devuelve el humor perdido. Al pasar por un aula, escucha música. Alguien ha puesto “Desolation Row” como una lluvia de palabras, pero Marcelo no puede quedarse escuchando. Llega tarde. Lo dice el reloj y la forma en que quedan marcadas las sombras.
Finalmente, la profesora le ha puesto una calificación provisional de siete puntos. Tiene un buen concepto de él porque suele participar en la clase, aun diciendo cosas porque sí o porque no entendió. Pero evidentemente esta maqueta no está muy bien resuelta. No le ha gustado a nadie y los titulares de la materia le han sugerido numerosas reformas al tiempo que la iban desguazando con meticuloso encono. Marcelo piensa en qué puede haberle salido mal, pero a la vez tiene la sensación de que ya no le importa demasiado; la entrega está hecha y ya siente cómo algo en él se relaja y cómo el tiempo que le queda se abre al lento disfrute. Tiene hambre. En un momento, al mirar por la ventana del aula hacia el frente, del otro lado de la calle ve a un hombre que está parado bajo la sombra de una acacia.
“Ese es el tipo que me saludó cuando entraba. Me pregunto quién será y qué hace ahí parado. No se movió desde que entré… y eso fue hace… ¿Dos horas? ¿Dos horas y media?”.
No puede determinarlo con certeza.
Mientras tanto, en la biblioteca la profesora de Marcelo dialoga con un par de colegas sobre los trabajos que han corregido. Algunos han estado muy mal, otros muy bien; lo de siempre. Luego discutirán sobre la arquitectura de los nuevos edificios de la zona, especialmente los que están al otro lado de Juan B. Justo, al cual todos coincidirán en denostar como expresiones de un negocio y no de una planificación urbana. El profesor Marcos Benítez, sin saber que las paredes oyen, cuenta una anécdota vivida hace unas pocas noches con los hacendosos travestis que se suelen ver de noche por los alrededores de la escuela.
“La biblioteca. Mucha más luz aún; quizás, filtrada por unos parasoles. Un ventanal del otro lado deja entrar un gran pedazo de cielo. Celeste. Unas horas antes, habría entrado el sol directamente, inundando todo de blanco y paz. Por la mañana, blanca.”
Se llama Carina Monsignor. La profesora. Hace unos buenos quince minutos que la conversación la ha aburrido. Tiene ganas de salir a fumar al patio y ya revuelve la cartera donde nunca encuentra nada. Un leve temblor parece dibujar unas ondas circulares en su café. Inventando otra distracción, simula no darse cuenta; es el San Martín que brama, y se aleja galopando al sur.
“El ventanal está abierto y entra un poco de aire fresco; aquí estoy sentada luego de mi jornada de trabajo. Espío por sobre mis anteojos y descubro que afuera todo está un poco mas quieto. El cielo, también. Allí enfrente sigue ese hombre. Está increíblemente estático; quién sabe en qué andará pensando. Yo, por mi parte, creo que esta biblioteca es casi como mi casa, a donde no quiero volver (sé muy bien por qué) aunque le faltarían urgentemente unas computadoras”.
Igualmente, preferiría por un rato no pensar en nada.
Una sombra de forma incierta comienza a alargarse ahora sobre el patio interno que da a la cafetería. Algunos alumnos dibujan sobre unas enormes láminas de papel, sentados en el suelo en la posición del loto. El espacio es amplio, pero está a buen reparo del viento. Hay bastantes alumnos a esa hora; sin embargo, parecen distribuirse bien. Siempre hay espacio. Amén se ser reiterativos, siempre hay luz.
“Un patio interno. Grande. La luz del sol entra inclinada y se infiltra por los demás rincones, hacia adentro. El viento se va a levantar, tal vez desde el sudeste donde no hay edificios que oficien de muralla. Pero el patio seguirá inmóvil. A buen resguardo. Es un buen lugar para estar”.
Desde el segundo piso, hacia el norte, Leopoldo Ibarretche ve los esqueletos de hormigón que se levantan del otro lado del terraplén. Ya no hay obreros que caminen por las vigas, excepto algún que otro grito sordo, y los aletargados movimientos de máquinas se han extinguido a lo lejos. Dos formaciones del San Martin con sus locomotoras, cada una viajando en su sentido, se cruzan justo frente a sus ojos. Es hora de volver, o al menos de salir de aquí.
“Espero que el 55 no tarde en venir como la otra vez. Ojalá pueda llegar a casa rápido; tengo que leer este libro de Simon Feldman para mañana y me quiero dormir temprano.”
Ya lleva un mes en este seminario de Arquitectura y Cine. Cualquier tema puede relacionarse con cualquier otro y termina teniendo su trama; es lo que siempre comprueba con cierto desencanto. Viene dos veces por semana; definitivamente ha sido una buena idea anotarse. Leopoldo Ibarretche baja ahora por las escaleras principales. A través del amplio ventanal atisba un verde oscuro de árboles y pasto que lo invade todo bajando desde el terraplén. La luz golpea de lleno sobre su cara, pero es cuestión de tiempo que los cipreses comiencen a recortar su sombra como figuras.
“Cada vez más tarde. Luz y sombra contrastan permanentemente todos los recorridos. Ahí está todo.”
Leopoldo Ibarretche cruza la recepción en diagonal y sale. Va andando el parque a paso veloz, y no se detiene a admirar el jardín, donde varios grupos de jóvenes debaten animadamente. Un dejo de pasto recién cortado se mezcla con las bocinas de los colectivos que discurren por lo lejos; en Juan B. Justo y en Thames y Borges, detrás de todo. Y adelante.
“Era obvio que me iba a pasar lo mismo, como siempre. El 55 yéndose y alejándose justo cuando llego a la parada. Mejor me voy a tomar una cerveza al bar nuevo que abrieron frente a la facu a ver si hay alguna banda buena tocando. El libro y dormirme: pueden esperar”.
Se hizo de noche como de golpe y, mientras se va alejando, Leopoldo Ibarretche mira atrás una vez. Las luces del edificio brillan con blancura, un filo sólido e impúdico hundido como puñal en la oscuridad recién nacida. De alguna ventana muy elevada y mucho más lejos surge el reflejo de muerte del sol náufrago. Luces artificiales, recuerdan que está en la ciudad.
“La noche me gusta más porque es cuando el estudio se mezcla un poco con el ocio. Los árboles son negros, pero el movimiento persiste. Las calles aledañas: uno las recorre y ve bares. Luces amarillas y rojas humean desde adentro. Y música. Hace cuánto qué no escuchaba ésta: “Samba de Orly” de Buarque. También veo talleres donde se hacen cosas, y hay gente. Una chica va caminando; lleva un arpa y desaparece misteriosamente tras una portezuela”.
Leopoldo no está seguro de dónde queda el bar, ni de cómo se llama. Al doblar por la esquina se encuentra al señor que sigue allí parado, que contempla la noche con aires de meditación y no parece reclamar para sí demasiada atención de nadie. Ese señor que ahora mismo, lo está pensando. Debe saber.
- Señor, ¿sabe usted dónde queda…
“Alguien me pregunta algo, y cuando doy vuelta la vista hacia atrás dejo de ver el edificio. Mi mirada, luego de mucho tiempo, se posa en otro lado. Instintivamente sé también, por fin lo comprendo, que he vuelto a la realidad”.
Una mujer alta, de muslos gruesos y voz de cantinero le pregunta al Arquitecto Sandoz si hay algún locutorio por la zona. Pero Sandoz, visiblemente sobresaltado, lo ignora, y hace un gesto negativo con la cabeza. No obstante, segundos después no cree que sea mala idea. Algún día habrá varios locutorios por ahí. Si todo sale bien.
La esquina de Godoy Cruz y Gorriti. Allí va un San Martín, galopando de nuevo, como tantas otras veces. Un terreno baldío enorme, sembrado de yuyos y envuelto en un silencio igual siempre. Bocinazos a lo lejos; Palermo oscurecido por los primeros retazos de la noche porteña.
Un gato maúlla en algún lado. Hay poca gente en las calles vacías. Y el Arquitecto Sandoz apura el paso hacia Córdoba. Recién se acuerda: se le ha hecho muy tarde.
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