miércoles, 28 de julio de 2010

Un arquitecto

“Me encuentro solo, y camino en dirección hacia el atardecer que disminuye lo que me rodea. Hay pocas personas en las calles vacías, pero se arrima un murmullo de avenida desde detrás del terraplén. Palermo Viejo luce sombrío, como un acertijo que nadie resuelve; a un costado, la vía del San Martín va trazando un horizonte. Detrás, supongo, Juan B. Justo, y una cortina de edificios que sube. Las torres de Buenos Aires, que ya empiezan a estar en todas partes. Y alguien me mirará desde esas ventanas, creo”.

La esquina de Gorriti y Godoy Cruz.

De pronto, el Arquitecto Sandoz parece olvidar por qué se encuentra allí, hacia dónde iba y de dónde venía. Olvida también el portafolio que lleva bajo el brazo. Olvida que hace rato sentía un poco de frío, y no repara en el rumor de un tren que apura su rumbo a Chacarita y el cementerio. Se ha quedado contemplando el escenario, y ha comprendido que, como una hipnosis que domina su voluntad, algo ha comenzado a tomar forma frente a sus ojos.

El telón de la ciudad se descorre como un velo. Lo que estaba quieto comienza a moverse. Lo que era silencio es ahora un zumbido. Y la luz, hace un instante inclinada sobre los talones del día que agoniza, se renueva a sí misma en cuestión de segundos. Abunda el sol.

“Abunda el sol, abunda el ruido. Me encuentro de pronto ante un espacio vacío en el tejido urbano, y mi genio no se resiste a colmarlo. Sueño despierto. Todas las posibilidades parecen abiertas; un escenario vacío que busca expresarse, llenarse de vida, anexar lo que lo rodea. Fundirse con todo. Empezar a ser parte de la ciudad y no del olvido”.

“Miro de nuevo. Cuesta creerlo, no puede ser, pero… No, seguro que no estoy viendo visiones. Lo veo claramente; está allí. Una verticalidad se ha adueñado imprevistamente del vacío; el escenario se ha llenado de actores y el momento ya es otro. Pienso en paredes que se elevan sin freno hacia el cielo como buscando todo ese azul. Dejo que ventanas muy anchas recorten contornos a su antojo sobre los muros de colores; allí están. Las veo. Lo hacen con método. No me arrepiento”.

“Dimensión. Darle dimensión. Dejo que una concavidad invente un trazo sobre el frente. Sí, así está bien; siento que puedo sumergirme en ella con la mente. Pero hay demasiada gente y marea de golpe; debe ser el horario de salida. Todo de pronto empieza a saturarse de movimiento y a mi alrededor, como si hubiera sonado un cambio de hora o de turno. Es gente, que llega y sale. Que habla contagiosamente de los vaivenes que cumplen. Caminan todos en diferentes direcciones y me rodean. Y la luz se desploma con agrado sobre los parques del costado. Es perfecto”.

El Arquitecto Sandoz está parado en la esquina, como congelado. Piensa que es perfecto.

“Pasa delante de mí un pibe. Tendrá unos 19 o 20 años. Quizás incluso menos. Lleva una maqueta, como puede, y parece estar apurado. Corre, también como puede, hacia adentro. Apenas capto su atención con un saludo”.

- Buenos días.

“Me responde con un gesto vago de la cabeza. Pronto lo pierdo de vista”.

La esquina de Gorriti y Godoy Cruz. Demasiada gente. Demasiada luz. Demasiado murmullo que impide buscar su punto de afluencia. Marcelo Toscanini, que no ha dormido bien, tiene que detenerse por un momento porque nota que se le han caído un par de maderitas de la maqueta que, evidentemente, no han quedado bien pegadas después de tanta noche en vela y fumando. Resopla. Mira a su alrededor con desconcierto; no sabe dónde apoyar la maqueta. Ésta, para colmo, es bastante grande. El camino es llano; alrededor solo hay suelo. Una mueca de fastidio quiebra la comisura de sus labios.

El Arquitecto Sandoz, imperturbable, inmóvil.

“Cuánto aire, cuanto movimiento. Allí, tal vez, tiene que haber un camino que comunique con el estacionamiento. Es bonito, además, no le quedarían mal unos bancos al costado. De madera, blancos. O, mejor planos, de hormigón... pero grandes y no tan rectangulares como de constumbre, sino más equiláteros”.

Marcelo, que ya está por dejar la maqueta en el piso ve, de pronto, que hay un banco a su lado. Está perplejo; podría jurar que hace un rato no estaba allí. Apoya la maqueta en él y recoge apurado los palitos del piso. Se han perdido dos o tres. Rodaron por ahí.

“Mejor perder dos palitos que seguir perdiendo tiempo”.

Luchando para que no se le caiga la mochila que cuelga precariamente de uno de sus hombros, toma nuevamente la maqueta y entra en el edificio, casi corriendo. El edificio lo traga.

Luz cenital. La recepción del edificio destella con una luminosidad inesperada. Marcelo Toscanini recuerda que siempre ha asociado la luz con la energía. Eso le devuelve el humor perdido. Al pasar por un aula, escucha música. Alguien ha puesto “Desolation Row” como una lluvia de palabras, pero Marcelo no puede quedarse escuchando. Llega tarde. Lo dice el reloj y la forma en que quedan marcadas las sombras.

Finalmente, la profesora le ha puesto una calificación provisional de siete puntos. Tiene un buen concepto de él porque suele participar en la clase, aun diciendo cosas porque sí o porque no entendió. Pero evidentemente esta maqueta no está muy bien resuelta. No le ha gustado a nadie y los titulares de la materia le han sugerido numerosas reformas al tiempo que la iban desguazando con meticuloso encono. Marcelo piensa en qué puede haberle salido mal, pero a la vez tiene la sensación de que ya no le importa demasiado; la entrega está hecha y ya siente cómo algo en él se relaja y cómo el tiempo que le queda se abre al lento disfrute. Tiene hambre. En un momento, al mirar por la ventana del aula hacia el frente, del otro lado de la calle ve a un hombre que está parado bajo la sombra de una acacia.

“Ese es el tipo que me saludó cuando entraba. Me pregunto quién será y qué hace ahí parado. No se movió desde que entré… y eso fue hace… ¿Dos horas? ¿Dos horas y media?”.

No puede determinarlo con certeza.

Mientras tanto, en la biblioteca la profesora de Marcelo dialoga con un par de colegas sobre los trabajos que han corregido. Algunos han estado muy mal, otros muy bien; lo de siempre. Luego discutirán sobre la arquitectura de los nuevos edificios de la zona, especialmente los que están al otro lado de Juan B. Justo, al cual todos coincidirán en denostar como expresiones de un negocio y no de una planificación urbana. El profesor Marcos Benítez, sin saber que las paredes oyen, cuenta una anécdota vivida hace unas pocas noches con los hacendosos travestis que se suelen ver de noche por los alrededores de la escuela.

“La biblioteca. Mucha más luz aún; quizás, filtrada por unos parasoles. Un ventanal del otro lado deja entrar un gran pedazo de cielo. Celeste. Unas horas antes, habría entrado el sol directamente, inundando todo de blanco y paz. Por la mañana, blanca.”

Se llama Carina Monsignor. La profesora. Hace unos buenos quince minutos que la conversación la ha aburrido. Tiene ganas de salir a fumar al patio y ya revuelve la cartera donde nunca encuentra nada. Un leve temblor parece dibujar unas ondas circulares en su café. Inventando otra distracción, simula no darse cuenta; es el San Martín que brama, y se aleja galopando al sur.

“El ventanal está abierto y entra un poco de aire fresco; aquí estoy sentada luego de mi jornada de trabajo. Espío por sobre mis anteojos y descubro que afuera todo está un poco mas quieto. El cielo, también. Allí enfrente sigue ese hombre. Está increíblemente estático; quién sabe en qué andará pensando. Yo, por mi parte, creo que esta biblioteca es casi como mi casa, a donde no quiero volver (sé muy bien por qué) aunque le faltarían urgentemente unas computadoras”.

Igualmente, preferiría por un rato no pensar en nada.

Una sombra de forma incierta comienza a alargarse ahora sobre el patio interno que da a la cafetería. Algunos alumnos dibujan sobre unas enormes láminas de papel, sentados en el suelo en la posición del loto. El espacio es amplio, pero está a buen reparo del viento. Hay bastantes alumnos a esa hora; sin embargo, parecen distribuirse bien. Siempre hay espacio. Amén se ser reiterativos, siempre hay luz.

“Un patio interno. Grande. La luz del sol entra inclinada y se infiltra por los demás rincones, hacia adentro. El viento se va a levantar, tal vez desde el sudeste donde no hay edificios que oficien de muralla. Pero el patio seguirá inmóvil. A buen resguardo. Es un buen lugar para estar”.

Desde el segundo piso, hacia el norte, Leopoldo Ibarretche ve los esqueletos de hormigón que se levantan del otro lado del terraplén. Ya no hay obreros que caminen por las vigas, excepto algún que otro grito sordo, y los aletargados movimientos de máquinas se han extinguido a lo lejos. Dos formaciones del San Martin con sus locomotoras, cada una viajando en su sentido, se cruzan justo frente a sus ojos. Es hora de volver, o al menos de salir de aquí.

“Espero que el 55 no tarde en venir como la otra vez. Ojalá pueda llegar a casa rápido; tengo que leer este libro de Simon Feldman para mañana y me quiero dormir temprano.”

Ya lleva un mes en este seminario de Arquitectura y Cine. Cualquier tema puede relacionarse con cualquier otro y termina teniendo su trama; es lo que siempre comprueba con cierto desencanto. Viene dos veces por semana; definitivamente ha sido una buena idea anotarse. Leopoldo Ibarretche baja ahora por las escaleras principales. A través del amplio ventanal atisba un verde oscuro de árboles y pasto que lo invade todo bajando desde el terraplén. La luz golpea de lleno sobre su cara, pero es cuestión de tiempo que los cipreses comiencen a recortar su sombra como figuras.

“Cada vez más tarde. Luz y sombra contrastan permanentemente todos los recorridos. Ahí está todo.”

Leopoldo Ibarretche cruza la recepción en diagonal y sale. Va andando el parque a paso veloz, y no se detiene a admirar el jardín, donde varios grupos de jóvenes debaten animadamente. Un dejo de pasto recién cortado se mezcla con las bocinas de los colectivos que discurren por lo lejos; en Juan B. Justo y en Thames y Borges, detrás de todo. Y adelante.

“Era obvio que me iba a pasar lo mismo, como siempre. El 55 yéndose y alejándose justo cuando llego a la parada. Mejor me voy a tomar una cerveza al bar nuevo que abrieron frente a la facu a ver si hay alguna banda buena tocando. El libro y dormirme: pueden esperar”.

Se hizo de noche como de golpe y, mientras se va alejando, Leopoldo Ibarretche mira atrás una vez. Las luces del edificio brillan con blancura, un filo sólido e impúdico hundido como puñal en la oscuridad recién nacida. De alguna ventana muy elevada y mucho más lejos surge el reflejo de muerte del sol náufrago. Luces artificiales, recuerdan que está en la ciudad.

“La noche me gusta más porque es cuando el estudio se mezcla un poco con el ocio. Los árboles son negros, pero el movimiento persiste. Las calles aledañas: uno las recorre y ve bares. Luces amarillas y rojas humean desde adentro. Y música. Hace cuánto qué no escuchaba ésta: “Samba de Orly” de Buarque. También veo talleres donde se hacen cosas, y hay gente. Una chica va caminando; lleva un arpa y desaparece misteriosamente tras una portezuela”.

Leopoldo no está seguro de dónde queda el bar, ni de cómo se llama. Al doblar por la esquina se encuentra al señor que sigue allí parado, que contempla la noche con aires de meditación y no parece reclamar para sí demasiada atención de nadie. Ese señor que ahora mismo, lo está pensando. Debe saber.

- Señor, ¿sabe usted dónde queda…

“Alguien me pregunta algo, y cuando doy vuelta la vista hacia atrás dejo de ver el edificio. Mi mirada, luego de mucho tiempo, se posa en otro lado. Instintivamente sé también, por fin lo comprendo, que he vuelto a la realidad”.

Una mujer alta, de muslos gruesos y voz de cantinero le pregunta al Arquitecto Sandoz si hay algún locutorio por la zona. Pero Sandoz, visiblemente sobresaltado, lo ignora, y hace un gesto negativo con la cabeza. No obstante, segundos después no cree que sea mala idea. Algún día habrá varios locutorios por ahí. Si todo sale bien.

La esquina de Godoy Cruz y Gorriti. Allí va un San Martín, galopando de nuevo, como tantas otras veces. Un terreno baldío enorme, sembrado de yuyos y envuelto en un silencio igual siempre. Bocinazos a lo lejos; Palermo oscurecido por los primeros retazos de la noche porteña.

Un gato maúlla en algún lado. Hay poca gente en las calles vacías. Y el Arquitecto Sandoz apura el paso hacia Córdoba. Recién se acuerda: se le ha hecho muy tarde.

martes, 27 de julio de 2010

A la pucha

Querer realmente a alguien es posible cuando encontramos a un alguien que realmente nos viene bien, nos gusta, nos hace sentir felices

Alejandro Rozichner

jueves, 22 de julio de 2010

Aproximación de π

Pocos recuerdan que el 22 de julio se celebra el día de la aproximación de π. Para las fechas expresadas en formato continental europeo - ubicando el día en primer lugar y el mes a continuación - el encabezamiento se lee como: 22/7, tal que la fracción impropia 22/7 ≈ 3,14285714... ≈ π (siendo que π ≈ 3,14159265... y, por ende, 22/7 > π, quedando probado desde la antigüedad que 22/7 es una aproximación diofantina superior a π). El 22 de julio es, de hecho, la fecha del calendario gregoriano cuya fracción más se avecina a π, aunque situándonos fuera de él, la impropia 355/113 provee una aproximación a π más precisa, aunque menos popular entre los inmortales. En los Estados Unidos - tierra de los libres y hogar de los valientes - se prefiere el 14 de marzo para esta misma celebración puesto que, expresada en formato inglés, la fecha 3/14 nomina los tres primeros dígitos de π (dado que π ≈ 3,14). En el día de aproximación de π, según establece el antiguo oráculo de Herminius Watt, "puo capitare qualsiasi cosa", tal como lo prueba, entre otras desventuras, el asesinato del electricista mineiro Jean Charles de Menezes en la estación Stockwell (Londres), a manos de la ley imperial, el día de aproximación de π correspondiente a 2005.

¿π?

El extravagante número π supone la división entre la circunferencia (c) y el diámetro (d) de un círculo dado en la geometría euclídea, tal que π = c/d para cualquiera de los círculos que componen el cosmos. Así, π constituye una invariante que señala el número de veces que el diámetro de un círculo, independientemente de su valor, es contenido en su circunferencia o perímetro. Su denominación deriva de la letra griega π (pronunciada: "pi"), que oficia de inicial de los vocablos περιφέρεια (periferia) y περίμετρος (perimetro), y fue utilizado por primera vez por William Jones en su fascículo "Abandon all hope", publicado en 1709. El nombre, hecho extensivo más tarde por el afamado matemático suizo Leonhard Euler, permanece en uso hasta nuestros penosos días, aunque la misma letra griega es un símbolo relevante en otras disciplinas tales como microeconomía (π = ganancia) y miembrología (π = presión de los eslabones).

π es un número irracional, ya que no puede ser representado de forma exacta en una expresión fraccionaria (ej: m/n, donde m y n son Z), ni en una expresión decimal, ya que esta es infinita y aperdiódica (en cuanto a que no evidencia repetición alguna de patrones numéricos). π es también un número trascendental, ya que no puede expresarse como raíz de una ecuación algebraica (como x2=2). Por este motivo y otros menos difundidos, el valor exacto de π es imposible de ser precisado. Aún la expresión con mayor cantidad de cifras decimales computada hasta el día de hoy (se han descubierto hasta 1012 cifras decimales de π) malogra la infinitud de su naturaleza. Con la misma idiosincracia con que la eternidad recién comienza cuando una flemática gaviota ha terminado de cargar, uno por uno, todos los granos de arena de todas las playas del mundo desde una orilla hacia otra, el primer billón de dígitos decimales del número π no constituye siquiera una modestia (los lacanianos afirmarían que π es tan solo la más poética referencia a sí mismo o, en otras palabras, una metonimia indiscutible).

No obstante, bastan apenas unas pocas de estas cifras (las primeras, por lo general) para ejecutar con precisión cualquier cálculo práctico. El clérigo Giles Agnes-Memberand, durante una estadía breve en Constantinopla en 1355, calculó el perímetro de una pizza de muzarella horneada a leña utilizando tan solo el primer dígito decimal de π (≈ 3,1) con un margen de error equivalente a 1/20 de un azabache carozo de oliva. Si bien los revisionistas, implacables, sostienen que su fórmula se inspiró en el modelo básico del Libro de Reyes 7:23 (donde π = 3), su demostración estableció por siglos el diametro oficial de la pizza católica en 28 cm, patrón que no sobrevivió a la Reforma. En el s. XIX el astrónomo egipcio Hal El-Akhmed, virtuoso del análisis y el esmero, demostró que con 11 decimales se puede refrendar la circunferencia de un planeta o satélite al azar con precisión milimétrica. En 2002, el anuario del Pan-American Journal of Physics arriesgó que con los primeros 39 decimales puede calcularse la curvatura del universo conocido (esa cosa cóncava y lúgubre) con un margen de error similar al de una bolita de naftalina.

Arqueología de la constante π

El valor de π puede ser estimado de forma empírica diseñando círculos con tiza (o tomándolos de la naturaleza o la industria), midiendo sus variables "diámetro" y "circunferencia" y realizando una simple ecuación donde π es la incógnita: π = c/d. La referencia a π más antigua de la que se tiene registro aparece en un papiro de 33x5 cm, transcripto en tiempos ultra-pretéritos por el escriba griego Ahmes o Ahmose, y cuyo título - según la traducción del hierático encargada al docto Museo Británico - es ambiciosa: "Accurate reckoning for inquiring into things, and the knowledge of all things, mysteries... all secrets". Los sabios sostienen que el documento forma parte de una obra mayor, ya definitivamente perdida, compuesta durante la 12da dinastía de Egipto, cuando reinaban el turbulento Ahmenemhat II y sus látigos de animadversión. En él, se establece el valor de π en 3,16 a través de la fórmula (8/9)2*4 ≈ 3,1605; se especula que tal aproximación pudo haberse obtenido a partir de la medición de platos o vasijas africanas.

Arquímides y sus ayudantes lograron establecer una precisa aproximación a π (3*10/71 como valor mínimo y 3*1/7 como valor máximo) unos 200 años antes de Cristo, inscribiendo círculos en polígonos regulares de múltiples lados y calculando sus respectivos diámetros. Arquímedes ya sospechaba que los círculos poseen infinitos lados, por lo que cuanto mayor cantidad tuvieran los polígonos utilizados, más precisa sería la aproximación a π a partir de este método. Por eso, ensayó el cálculo a partir de un hexágono y fue doblando pacientemente los lados hasta llegar a 96, cantidad con la que se dio por satisfecho. Creen los historiadores que, en aquellas mismas centurias, físicos y brujos conversos de Zarachma, en medio oriente, realizaban experiencias similares con polígonos regulares de hasta 3600 lados inscriptos en pizarras o murales, y aunque no se han encontrado evidencias del grado de aproximación a π logrado, se estima que, en caso de haber existido la operación, éste debió haber sido clarividente.

En la era del cálculo aritmético y el advenimiento de la ilustración, un séquito de eruditos promulgó fórmulas racionales de aproximación al infausto número. La más sencilla (y sorprendentemente precisa) es la ya referida fracción impropia 355/113, descubierta en China por Tsu Ch'ung Chih, anticipándose unos 900 años a los matemáticos occidentales. La fórmula fue derivada de una pequeña prestidigitación doméstica que propone secuenciar los tres primeros números impares repitiendo cada uno una vez (113355), marcar una fracción en el medio y luego invertir su numerador y denominador. En la India, a la sombra de dioses arcanos y mercenarios, los cientificos propusieron fórmulas tales como π/4 = 1 - 1/3 + 1/5 - 1/7 + 1/9 - 1/11..., secuencias ciertamente estéticas pero poco prácticas, dado que que requerían la sumatoria de al menos 4000 factores fraccionarios para lograr una aproximación similar a la de Arquímedes.

Con el arraigo de las computadoras promediando el s. XX, π se ha convertido en un sofisticado fogueo para evaluar la puesta a punto de superprocesadores (cada vez más veloces). Así como en la madrugada del 6 de noviembre de 1956 la super-computadora ARIES necesitó alrededor de 17 horas (y un par de patadas rotundas, según dicen los memoriosos) para calcular y traducir del binario los primeros 2000 valores decimales de π, siete años después, su homóloga y sucesora ENYAD llegó a los 14000 dígitos en aproximadamente la mitad del tiempo. Hoy en día, procesadores minúsculos como el Manouvers, de "Angst", se hacen un picnic, calculando más de un billón de dígitos en jornadas casi exiguas. El récord actual de decimales de π conocidos a través de la tecnología moderna es de 1,241,100,000,000, tal como lo establece oficialmente el portal supercomputers.org

Hobbes vs. Wallis

Una de las mayores implicancias teóricas de la trascendentalidad de π es la imposibilidad de resolver el problema clásico de la cuadratura del círculo, aparecido por primera vez en el Blog "Тэарэма" de Pitágoras y Tales, dedicado a la geometría euclídea. Aquel proponía, a partir de un círculo dado, la construcción de un cuadrado de la misma área, utilizando tan solo pasos (o atajos) con compás y regla. En 1882, la prueba definitiva de la trascendentalidad de π por parte de Ferdinand Von Lindemann demostró que el problema era insoluble, ya que implicaba hallar la inexistente raíz cuadrada de π. Antes de tal disgusto, varios matemáticos, magos postizos y aficionados intentaron en vano hallar la solución al problema, aunque los más entusiastas creyeron (y reclamaron con vehemencia) haberlo logrado.

Uno de ellos fue, curiosamente, el filósofo británico Thomas Hobbes. Según una oscura cita del Estrangulador de París, Hobbes habría dicho alguna vez: "los hombres se arrancan los cabellos o la vida por la política, pero se entienden sin problemas sobre la hipotenusa y la caída de los cuerpos". Tal sentencia se contradice con el desagradable enfrentamiento público que mantuvo hasta su muerte con el matemático John Wallis, a raíz de sus propias y risueñas soluciones al problema de la cuadratura del círculo. Thomas Hobbes se enamoró de la geometría euclídea al ser introducido a los "Στοιχεία" por un viejo camarada de andanzas; se cuenta que al familiarizarse con el teorema de Pitágoras por vez primera, exclamó su admiración ante el fenómeno y se dedicó gozosamente a estudiar las comprobaciones, recluido en su chalet de campo al amparo del mundanal ruido. En 1655 publicó un libro en latín titulado "De Corpore" ("Sobre los Cuerpos"), en el cual sugería una ingeniosa solución a la cuadratura del círculo (y a otros problemas clásicos de "Тэарэма" como la trisección del ángulo, la duplicación del cubo y la introyección de los pares, cuyas soluciones - como se probaría tras decenios - son posibles a través de sofisticadas técnicas de origami).

En "De Corpore", Hobbes reformula conceptos tales como punto y recta tomando influencias - casi textuales - de Cavalieri y Roberval. Su empresa no por ambiciosa deja de ser ardorosamente ingenua. Con insistencia nos preguntamos hoy por qué motivo se molestaría John Wallis en criticar los postulados matemáticos de Hobbes, dada la menospreciable estatura del autor de "Leviatán" en la disciplina; para este último, la matemática debía tener su fundamento teórico en las estructuras del mundo empírico, por lo que su análisis descartaba conceptos demasiado abstractos (e inconcebibles) tales como la trascendentalidad de π (y su parsimoniosa estela de decimales). La respuesta de Wallis no se hizo esperar y apareció bajo el título de "Elenchus Geometriae Hobbianae", refutando de forma tajante la cuadratura del círculo hobbesiana, a lo que replicó el poco humilde informe de Hobbes "Six Lessons to the Professors of the Mathematiques" (haciendo referencia a otro antagonista involucrado, el emérito profesor de astronomía Falstaff D. Rochus de la "Indivisible University"). Wallis continuó con su carga despiadada a través de la publicación "Due Correction for Mr. Hobbes... for not saying his Lessons right" y el especialmente mordaz tratado "The Ramblings of Mr. Hobbes' Obfuscated Mind and other Thesis". El filósofo no dudó, pues, en arremeter con títulos de tono cuasi-sensacionalista como "Markes of the Absurd Geometry, Rural Language, Scottish Church-Politicks, and Barbarismes of John Wallis".

Hobbes falleció en 1679 sin reconciliarse con Wallis y creyendo aún que había descubierto la solución a la cuadratura del círculo (cosa inaudita, aunque sus múltiples diagramas de aproximación no son despreciables como jugarretas adivinatorias). La amarga disputa con su compatriota demuestra hasta qué punto la geometría eculídea conforma una arena tan política como cualquier otra lid de intereses en un mundo congestionado de desmesuradas ambiciones. Asuntos como el valor de π pueden generar polémica suficiente entre dogmatismos y heterodoxias, probando que, de hecho, el hombre es un lobo para el hombre también en cuestiones alfanuméricas.

La enmienda #246 de Indiana

Hobbes no fue la única personalidad de origen anglosajón a quien le atormentaba la irracionalidad de π. En 1897, el buscavidas Edwin Goodwin ("buen triunfo" en castellano, mas no "buena voluntad") intentó establecer una supuesta verdad matemática por ley. Visto y comprobado que el melindroso valor de π asfixiaba sus intentos de resolver la cuadratura del círculo, el leguleyo ciudadano de Indiana pretendió imponer un valor de 3.2 para π en la Asamblea General de dicho estado. Esta arbitraria racionalización del número, que daba por defectuosos y malintencionados a los cálculos previos de toda una era, le permitiría a Goodwin ufanarse de la hazaña de haber resuelto los ancestrales misterios insolubles de la ciencia matemática, tal cual lo declara textualmente la enmienda en su tercera sección:

In further proof of the value of the author's proposed contribution to education and offered as a gift to the State of Indiana, is the fact of his solutions of the trisection of the angle, duplication of the cube and quadrature of the circle having been already accepted as contributions to science by the American Mathematical Monthly, the leading exponent of mathematical thought in this country. And be it remembered that these noted problems had been long since given up by scientific bodies as insolvable mysteries and above man's ability to comprehend.

El proyecto de ley - este "regalo al estado de Indiana" - no tuvo cabida legislativa gracias a la presencia (fortuita, tal parece) de un anónimo profesor de matemáticas en el recinto, quien lideró la rebelión contra el agravioso entuerto. Con simples demostraciones, ante los funcionarios presentes, se encargó de desestimar la posibilidad de que π no fuera más que un insípido numerillo decimal, mientras los manifestantes de ambas facciones se trenzaban mortalmente en los callejones de Indianápolis.

Goodwin, en pos de lauros personales, se había atrevido a mansillar el abolengo de un número fabuloso; con justicia, fue olvidado por sus congéneres y debió oficiar el resto de su vida como plomero especializado en desagües.

π de memoria

Durante siglos, los japoneses han hegemonizado el arte recreativo de memorizar decimales de π. El tenista de mesa retirado Akira Haraguchi reclama desde el año 2001 haber recitado de memoria los primeros 100000 dígitos de π para agasajar a su familia política, durante una tertulia navideño-filosófica en los años 90', en la ciudad de Sapporo. Tal récord no ha podido ser comprobado por el Comité Internacional de Control de π (dependiente de la UNESCO), ni por el libro Guinness de los Récords, ya que, pocas noches después, la totalidad de los testigos presenciales del acontecimiento (la exmujer de Haraguchi, sus suegros, dos cuñados y una proporción indeterminada de tíos y tíos segundos) fue envenenada ritualmente con ravioles chinos en pésimo estado, a la vera de un templo rural. A pesar de las profusas sospechas en torno a surtidos memorizadores de π de la zona del Pacífico Norte (chinos y coreanos fuertemente sindicalizados que se verían relegados por el récord de Haraguchi en caso de hacerse oficial) la policía nacional japonesa nunca pudo dar con el autor o coautores de la masacre.

El récord, por ende, se halla aún en manos del juvenil chino Lu Chao, hijo menor de un conocido comerciante de bulones exiliado en Taipei, cuyo nombre es impío. En un cónclave de escribanos y profesores realizado en el auditorio "Uninvention" del puerto de Shangai, Chao repitió - o rezongó - de memoria los primeros 67890 dígitos de π sin un solo error, lo cual le llevó más de un día - incluyendo pausas de diez minutos para beber agua, ingerir alimentos (estricto All-Bran original con yogur) y usar los sanitarios disponibles para desagotar o fumar algún 皮红艳. A partir de tan ingente hazaña, el juvenil chino obtuvo fama y fortuna; el gobierno popular de su país le entregó por correo una corbata estampada a modo de reconocimiento, lo cual le motivó el mote de "Lucky" (tipo con suerte). Actualmente, "Lucky" Chao está haciendo carrera gracias a los decimales de π. Ya batió el récord de decimales de π recitados en caída libre antes de abrir el paracaídas (los primeros 443 decimales en dos minutos, para lo cual tuvo que desarrollar un idioma alternativo tres veces más veloz que el mandarín pedestre) y el récord de decimales de π nombrados durante un combativo acto sexual. Su último proyecto - en curso - consiste en escribir una novela matemática con los primeros cinco millones decimales de π resecuenciados en un orden secreto, en lo que los editores de todo el mundo han referido con el slogan "la búsqueda de la última oración" o bien, "la más monumental odisea literaria de nuestro tiempo".

En occidente, el récord - de unos 27000 decimales sentenciados en voz alta - pertenece a Daniel Tammet, un sinestésico de nacionalidad inglesa que fue capaz, entre otras infrecuentes empresas, de aprender a hablar la lengua islandesa en una semana o menos. Según él, el secreto para memorizar π radica en que cada número ostenta un color, un olor y una textura específicas que los hacen inmediatamente reconocibles al ir desfilando en una secuencia infinita. Circula el rumor de que recientemente Tammet estuvo a punto de firmar un contrato millonario para superar su propio récord en vivo para la BBC, en el marco de un reality-show matemático (cuyo piloto llegó a filmarse para ser luego destruído en un boicot gremial). Aunque la hazaña fue anunciada en diversos agasajos, el programa se canceló a último momento ante la presunción, por parte de directivos de la emisora, de que sería ligeramente aburrido (amén de que Tammet exigía la enormidad de 500 libras esterlinas por decimal de π memorizado). Actualmente, Daniel Tammet administra un weblog de poesías y opiniones políticas, donde se ha pronunciado en contra de un proyecto legislativo para reformar la ortografía inglesa (en el que se prevé, entre otras economías, cambiar la escritura de "rough" a "rof").

π-emas y canciones

Se conocen como π-emas aquellas creaciones literarias que permiten recordar con mayor agilidad los decimales de π, en caso de que esto fuera necesario. La de mayor renombre es la Cadaeic Cadenza, compuesta por el profesor Michael Keith en 1996 y recitada en ocasión del Festival de Aguamarinas y Guarismos de Avalon Palace. Esta partícula seminal de la escritura constreñida cifra los primeros 3835 dígitos de π en una asombrosa secuencia en prosa y versos; los fundamentos de su concepción no se someten exclusivamente a una utilidad memotécnica, sino que buscan explorar el potencial literario del número irracional transpuesto a la lengua alfabética. La codificación es simple: cada palabra del texto representa un número decimal de π según la cantidad de letras que posee. Atisbemos este ejemplo tomado del mismo comienzo:

One
A Poem

A Raven

Midnights so dreary, tired and weary,
Silently pondering volumes extolling all by-now obsolete lore.
During my rather long nap - the weirdest tap!
An ominous vibrating sound disturbing my chamber's antedoor.
"This", I whispered quietly, "I ignore".

Donde la cadena de significantes "One A Poem A Raven", equivale a las primeras cinco cifras de π, en tanto 3,1415 expresa ordenadamente el número de letras de cada vocablo. En la decimosegunda parte, el autor se impuso además los imperativos de utilizar solamente la vocal "o", comenzar todas las palabras por la letra "p" y no hacer usufructo de adjetivaciones ociosas, metáforas estereotipadas ni sentimentalismos de baja estofa.

La crítica literaria europea se unió en una danza de entusiasmo en torno a la obra, al definirla como una "proeza de la heteronomía", exaltando sobre todo el uso de la palabra "antedoor" (el crítico Ralph Egours llegó a hablar del "bisturí del ingenio" en referencia a la perenne pluma de Keith). En vivo contraste, sus colegas matemáticos - tentados por la sospecha - jamás prodigaron aquiescencia a la aventura literaria de Keith, llegando algunos incluso a reclamar el desafuero del extraño poeta.

La identidad de Euler

El ya referido matemático Leonhard Euler incluyó a π en su conocida Identidad de Euler, donde e + 1 = 0 (ecuación demostrable a través del análisis matemático complejo). La identidad fue votada por los lectores de la revista inglesa Mathemathinks como la ecuación más bella del universo matemático, dado que utiliza cada una de las operaciones basadas en la suma (suma, multiplicación, potenciación) y los cinco grandes números del sistema: 1, 0, π, i y e (donde i es la unidad imaginaria y e es la base del logaritmo natural ≈ 2,71828..., irracional y trascendental como π). Actualmente, la Identidad de Euler es un ícono pop que aparece, por ejemplo, en el Treehouse of Horror IV de los Simpsons - 7ma temporada -, siendo una de las fórmulas que Homero J. Simpson encuentra (en su versión simplificada e = -1) al ser transferido misteriosamente a la poco conocida tercera dimensión, donde sí estamos nosotros.

jueves, 15 de julio de 2010

Agonizan

You can beat us with wires
You can beat us with chains
You can run out your rules
But you know you can't outrun the history train
I seen a glorious day

Paul Simon

Durante mucho tiempo el matrimonio en Argentina fue "entre hombre y mujer", tal como establece el espadachín retórico que blandieron los rústicos ontológicos del rito, o sea, los fundamentalistas de Bergoglio y Aguer (muy viejos para cambiar, muy jóvenes para entender). Ya no. Dejó de serlo porque una minoría que se enamora y hace el amor de una manera diversa, ahora puede formar pareja con derechos civiles como todos los demás, los normales y sanos que nos fijamos en el otro sexo y podemos hacer felices a los niños con nuestra ejemplaridad. Y está perfecto, salvo que uno se siga creyendo que la homosexualidad es esa conducta pervertida ajena al orden natural que toda sociedad debe desalentar con piedras en el camino. Pero la homosexualidad existe y existió siempre; es una forma minoritaria pero perfectamente normal y nada lamentable de vivir la propia sexualidad. El evangelio, esos cuatro libros que al parecer están para decirnos qué es lo ordenado y qué no, ni siquiera la condena. Esta semana finalmente terminamos de aceptar que los homosexuales no son monstruos, como en algún momento lo fueron y lo fueron también los indígenas, los negros, las mujeres y demás "minorías" que por cuestiones de gran trivialidad solían aparecer como otros.

Las formas de ver el mundo agonizan y finalmente mueren, dejan paso a otras que son nuevas, refulgentes. De eso se trata la historia, que es algo imparable.

Me queda grabada una imagen del Senado esta mañana, cuando me quedé despierto a ver por television las últimas voces del debate por el matrimonio homosexual, igualitario, para todos y todas; el matrimonio del diablo, diría Benedicto. Una imagen que sintetizó de manera perfecta - a mi juicio o la falta de él - lo que pasó (lo que pasa, lo que sigue pasando) en Argentina del 15 de julio. Romero y Rodríguez Saa - dos de los últimos oradores en oponerse a la modificiación del Código Civil - en actitud plañidera, esgrimiendo jirones de argumentos ingrávidos, temerosos aún de fantasmas perdidos y olvidados, visiblemente desorientados por estar donde estaban y de que ocurriera lo que estaba ocurriendo. Parecía que no sabían bien qué decir. Contrastaban con las proclamas contundentes, aseguradas de quienes abogaron por la sanción completa. Romero y Rodríguez Saa no estaban humillados ni se salieron de las casillas (como sí lo hizo Negre de Alonso cuando, vencida, lloró) pero se les notaba en las palabras la franqueza de su incomodidad. No puedo culparlos. El mundo en el que han aprendido a moverse toda la vida cambió. Cambia. Cambiará. Y ellos, que son ese mundo y ya les parece tarde para dejar de serlo, se saben destinados a morir pronto, aunque no renuncian a luchar por algún tubo de oxígeno retórico (en este caso, volvieron a la remanida búsqueda del "consenso" o el "tiempo prudencial" o quejas por la "politización del debate"). Romero y Rodriguez Saa y Reutemann y tantos otros movilizaron ayer el instinto de supervivencia - es decir, los últimos vestigios - de una manera de pensar y sentir que tuvo su tiempo. Pero que, por fortuna, agoniza.

Al periodismo le encanta calificar las cosas de "históricas". Promociona así la idea de que esas cosas quedarán como un hito público y exitoso que se evocará miles de veces en el futuro, para bien o para mal; puede ser un partido de fútbol, una votación o un fallo judicial. Pero el sentido de lo "histórico" implica algo mucho más contundente: lo "histórico" lo es no tanto por su fama futura, sino porque genera un cambio, porque que pone a las mentes humanas en movimiento; en nuestras cabezas, lo que era ya no lo es tanto y en el futuro ya no lo será. Lo que hace unas pocas décadas era impensable dentro de unas décadas será indispensable, hasta que le toque atravesar su propia crisis. ¡Quién sabe de qué ideas raras, pervertidas y anti-dios nos salvaremos gracias a la pronta muerte biológica!.

La aprobación en el Senado del matrimonio para personas del mismo sexo fue, entonces, histórica.

Hubo mucha oposición para que en la Argentina los homosexuales puedan casarse por civil. Bergoglio y su tropilla de pibes UCA de naranja y pancartas de Cristo Rey cumplieron su papel; la historia no sería tal si no hubiera movimientos conservadores. Si las ideas a ser desterradas no presentaran batalla a lo Galtieri las ideas nuevas no sabrían sobre qué o quiénes avanzar; ni siquiera existirían. Los movimientos políticos LGBT también cumplieron su papel: se enojaron con los pibes UCA, no entendieron cómo se puede ser tan intolerante o fundamentalista; les tiraron un par de epítetos, demostrando que ellos tampoco están para digerir así nomás el pensamiento del otro. Porque el pensamiento del otro no puede dejar de detestarse para reafirmar el propio, y eso hace la fuerza que avanza contra la otra, para llegar a la síntesis de Hegel.

La historia no se hace con consensos, sino con luchas. La historia es apasionada. Sigámosla haciendo.


La foto está tomada del excelente álbum de Javier Fuentes "Igualdad: Rostros de un triunfo": 1ra parte - 2da parte

martes, 6 de julio de 2010

Los caza-pitos

No están agazapados y la ética no es una de sus cruces. Su mal disimulo se ve frustrado por una ocupación indiscreta del espacio; una proxémica no del todo encuadrada en las convenciones del buen gusto. Lentos cazadores olfateando presas fáciles, no se advierte en sus cuerpos esa premura - frecuente en los lugares públicos de paso - de orinar lo antes posible y huir mudamente de aquel concurrido antro de criptas minjitorias. Un leve zigzagueo perdido; una quisquillosa inquisición para escoger uno entre tantos orinales - vacíos e idénticos -, un brusco reflejo de arrepentimiento injustificable; todo un mapa de itinerarios poco naturales que obligan a abrir de par en par las puertas de la sospecha.

¿Quiénes son estos agoreros pajarracos de rostros inquietos y culpables que han hecho del baño de caballeros de la terminal ferroviaria de Retiro su tertulia predilecta?

No hace falta más que disponer de uno de los minjitorios vecinos a su influjo para comprender la esencia de tan obstinada repesca. Allí donde uno - que solo tiene las más cándidas intenciones para con la propia vejiga - se ha apostado pacíficamente, allí se avendrá uno de estos centinelas, situándose amenazadoramente en el orinal contiguo aun cuando quedan otros tantos allá lejos, libres y a la deriva. La proximidad ante todo, pues ella es la llave para la consecución de su anhelo: un avistaje franco de nuestro vulnerable y otrora honroso pito.

Los aficionados a la contemplación de pitos de terceros en baños públicos son una casta harto extendida en las febriles metrópolis del globo, aunque es inexacto lo que se sabe acerca de ellos. A diferencia de otras tribus urbanas, no suelen estar lookeados de un modo particular y su aspecto rara vez difiere del del viandante promedio, si bien se les ha detectado - a juzgar por el rabillo del ojo, puesto que ninguna de sus víctimas se ha atrevido jamás a mirarles el rostro - cierta tendencia estadística hacia el corte casquito y un físico menesteroso, corroído por los infortunios de la vida. Se desconoce, por ejemplo, si su meticuloso turismo sanitario es la expresión de un romanticismo adolescente no resuelto, un simple relevo científico de formas y tamaños o una particularísima danza de cortejo que prologa la ejercitación de algo más que la retina, como pueden ser fauces u ortodoncia.

Lo que sí se sabe es que estos especímenes transitan un adictivo deleite al escudriñar pitos de diversa índole y que, en su adhesión al principio del placer, convierten al orinador casual - hombre decente y de familia - en rehén y subsidiario de su ilegible fetiche. Una vez seleccionada la presa y usurpado el orinal contiguo, el caza-pitos abandona por fin todo rasgo de distancia emocional para fijar de lleno su mirada pérfida sobre el inocente pito trashumante que, sin advertir totalmente el peligro, se ha asomado para cumplir con su función vital antes o después del largo viaje. Mientras esta mirada (ya lanzada, ya obscena) se derrama como miel pegajosa sobre su cada vez más desorientada presa, el caza-pitos homologa su propia variedad, sensiblemente risueña, con el propósito de auto-proporcionarse un ancestral repertorio de caricias complementarias.

A esta altura, la víctima ha comprendido que el peligro ha dejado de ser esa inminencia con la que se convive diariamente en cualquier baño de caballeros, para convertirse en una palpable realidad. La primera reacción defensiva es la negación involuntaria a continuar con la tarea que allí lo había convocado, al advertir de reojo los bruscos movimientos reculatorios que tienen lugar en torno al prepucio adyacente y al confirmar de forma intuitiva que el campo visual del vecino se orienta con grávida precisión a la propia faena. Como efecto secundario, y a nivel subconciente, puede dispararse un sentimiento de súbito autodesprecio si la víctima comprueba que el miembro atacante ostenta un fuselaje que desborda inesperdamente los propios estándares.

En sentido contrario, es dado ocurrir que en ciertos casos el caza-pitos curtido en mil batallas se encuentre con un panorama decepcionante con respecto a las esperanzas previamente abrigadas por su paladar negro. En tal caso, decidirá enfundar con rapidez para cambiar de objetivo visual, lo cual lo obliga a una conmutación súbita de un orinal a otro, un gesto aparatoso que no suele pasar desapercibido para los observadores finos. Las víctimas han confesado en reiteradas ocasiones que si bien el ataque de un caza-pitos supone un vituperio silencioso, más ultrajante resulta aún la desilusión del mismo atribuible a unos recursos naturales poco robustos o que, simplemente, atraviesan un mal día. Se produce así una variable harto secreta del síndrome de Estocolmo: la víctima del escrutinio se siente tal pero, subsumida bajo el noble rechazo, persigue la aprobación de ese ojo crítico que se sabe jerarquizado para emitir un dictamen contundente. El alivio de pasar desapercibido se torna, pues, agridulce.

Evitar el asedio los caza-pitos es una misión que requiere un ojo atento y cierto arte de escaparse. Lo más sencillo es esperar a la privacidad justa en un escenario menos dado a la verbena. Si se quiere, no obstante, poner a punto la resistencia a la mirada no fortuita del otro, o bien explorar los rebordes sórdidos de la a veces demasiado anodina vida urbana, el baño de Retiro - con su séquito de turbulentos vijías - es el lugar más apropiado para tal fin.