martes, 22 de mayo de 2007

Derroteros en la arena

El atardecer naranja tiembla en tus pupilas; será, tal vez, que algo teme en su negrura. El océano, ya gris, también calla, y algo nos convence de que es hora de alejarnos. Conforme andamos, las playas distantes se desvanecen en murmullos; te voy siguiendo detrás y veo cómo tus pies dibujan derroteros en la arena. Cómo se alarga tu sombra. Te voy siguiendo detrás; siempre detrás, como dejándote ir. Y así, mientras tanto, sigo escribiendo:

"No hay nada en ella que sea demasiado trivial. Se narra a sí misma como una gota de corrosión pura que busca el mundo sin altisonancias, incluso sin coordenadas corpóreas. Apenas dos o tres invitaciones que me ha dejado caer como promesas; por ejemplo, cuando nuestros dedos se entreveraron inquietos por un momento, (ese momento, buscado) y sus ojos resinosos me miraron alucinados. Pero ¿Cómo catalogar entonces todo eso? De ser lujuria, es de una cepa que no calcina, sino que más bien paraliza. Por lo demás toda ella es un ánima fría, taciturna. Casi siempre, inaprensible".

A veces no impugno mirarte porque no me queda otra opción. Más bien pronto, un día, te vas a ir, te vas a disipar como si fueras en realidad una veta en algún cristal empañado. El devenir me llevará a olvidarte. Tantas cosas he tenido que olvidar que ya ni me acuerdo. Qué hay que sea distinto esta vez, me pregunto mientras te miro. Y no lo sé. Confío que nada, solo el desenlace inevitable, ese que se vislumbra varias jugadas antes, y después del cual ya no vas a volver, ni a escuchar cuando te invoque con mis palabras equilibristas. Por eso te observo a veces, con algo de fastidio, enterado de que tus formas son las de mi vía crucis y mi mansa locura. Al final, quién te dice, voy a hacerte migrar de mi cabeza. Es cuestión de burlar uno esos albedríos poco lúcidos que salen a cabalgar envueltos en misterio, sobre todo cuando es verano y no hay nada que los entretenga.

Pero hoy, entonces, te anhelo sin razón alguna. O tal vez con; nunca logré evitar la sospecha agnóstica de que las cosas no pueden ocurrir porque sí. Procuro, por supuesto, que no te des cuenta, porque en general soy un poco cobarde. Por eso esta meticulosa indiferencia. Por eso también espero, y cómo, a que te duermas, a que tus párpados caigan rendidos de una buena vez. Sólo entonces consiento en vulnerarte, percibirte con osadía en la penumbra, aunque no dejo de pensar que si de pronto abrieras tus ojos, o falsamente sonrieras desde un sueño, podrías clausurar la brecha antes de tiempo. Luego, me aparto. Es como un ritual; casi me desprecio al suponer que alcanzará con eso, con esa cuaresma infinita junto a tu talla inmóvil, semidesnuda y, sin embago, aún enfática.

Espero. Falta un poco. Ahora el cielo va prolongando su oscurecer, depositando sobre la planicie toda su melancolía. Estamos atrapados en ese rato fantasmal en el que no es más de día, pero tampoco de noche. Las ráfagas de aire que estriban desde el sudeste dejan inhalar un océano intermitente y en lo alto Sirio tirita congelada. Todo lo que sin esfuerzo vislumbro cómo querrá volver, cuando no sea más que un resto diurno agonizando al dormitar. Sonrío vagamente al pensar en casa y en las grietas de la ruina cotidiana; pero vuelvo al sol tajante bajo el que estúpidamente vimos caducar el día como una pérdida, como un dulce desperdicio.

Te miro de nuevo. Y se me ocurre imaginar tu cara cuando ya no la pueda imaginar. Supongo entonces: una ausencia de electricidad imprecisa, ya sin trazos, incapaz siquiera de moverse. Distante. Descarto que a la larga, cuando los días sean demasiados y la apatía coagule como debe, ya no me va a perder el hálito de tu aparición. Mientras tanto, escribo:

“La pensé, pero no la pensé así nunca. Está aquí mismo, muy cerca. Si extendiera mi brazo la tocaría; pero apenas me muevo. En cambio, me quedo atónito ante los vasos sanguíneos que se bifurcan como genealogías debajo de su piel. Su piel, que es una perfecta hoja de calcar desocultando el andamiaje sombrío de su musculatura. Y por debajo estos filamentos morados que aparentan nadar hacia la comisura de sus labios. Si la miro fijo, muy fijo, en un par de segundos intuyo en mi saliva el latido de su boca al dejarse besar. Sólo por ese instante perecedero su espectro se encarna, su sexo se dilata, su porosidad se degrada con sumisión hacia un brote de desborde físico, de enfermedad, de una fruición incomensurable”.

Esta noche sos algo especial. Estás demasiado viva; respirás demasiado y tus globos oculares oscilan como un periscopio. Sos la mujer sin héroes que ambicioné diseñar tantas veces; sos la opinión en el núcleo de la ciencia. Puedo amar tu idioma, la órbita cárnea de tus pechos ínfimos, la falacia de tu carcajada agria cuando condena. Llego a vacilar porque siento que me delatás, cuando te volvés porque sí. Cada mísero ademán tuyo se me va por la cabeza como una bocanada de humo avinagrado, como una borrachera que, delirante, entibia mis cánones y los empasta unos contra otros, reformándolos. Cómo me animo, no sabés, a creer que no me importás en lo más mínimo. Pero bajo este calor, y afuera esa oscuridad febril, entiendo que no existe el gesto que te suprima.

La mayoría de las veces, como ahora, no nos decimos nada, porque no hay nada para decir. Solo te quedas ahí acurrucada, atenazada a tu pantomima. Las nubes, que hoy tienen bordes dorados, se desflecan con pereza en un vértice de la ventana. Oímos música, como una música que alguien ha puesto a sonar, y en cierta forma nos trenzamos a través de ella, lamiéndonos en la síncopa, entregados al vaho seductor de su timbre. Dejo, y vos también, que suene. Música. Ojalá las cronologías detuvieran su huída hacia ninguna parte y nos abandonaran a una cuarentena en la que no me faltes. Y mientras tanto no parecés entender. Que me llevás. Que hoy me llevás a dónde querés, porque estás maldita.

Y me llevás de vuelta al mar. Mientras, escribo con el dedo en la arena húmeda:

“Será, tal vez, que algo temen en su negrura. Las olas, al zanjarle un camino en la laguna infinita del mar; el viento, al desenhebrar su cabellera con gentileza exagerada; la luz solar, al descubrir su cuerpo con la incredulidad de un amante que no la merece. Temen, sin duda. Pero ella no se puede dar cuenta, porque hoy por fin no es más que ella misma, aislada de golpe en el monólogo de su imperfección. Alguien que, desde lejos, ya no es el esbozo de la imaginación más perversa, ni una figura perdida en la topografía de mis desesperanzas. Sino alguien que, desde lejos, sólo creo divisar moviéndose en el agua”.

Desde lejos. Siempre en otra parte.

Como dejándote ir, como olvidándote para siempre, mientras tus pies van dibujando derroteros en la arena.

martes, 17 de abril de 2007

Películas

Es un gato con una pipa


Eso mismo, películas. Entre el 22° Festival de Cine de Mar del Plata y el 9° Festival de Cine Independiente de Buenos Aires, pude ver unas modestas trece. No es mucho, pero tampoco es una cifra despreciable para alguien como yo. ¿Qué significa "alguien como yo"? Pues, alguien que, como yo, no es exactamente un cinéfilo empedernido que gusta de sentarse todo el día a ver cintas, y que tampoco hace un seguimiento exhaustivo de ciertos directores under nacidos en el Himalaya, y que tampoco baja doce películas por día en e-mule, y que tampoco compra ni alquila muchos DVD's. Así es, a grandes rasgos, alguien como yo. Pues bien; empujado por la aceitada maquinaria propagandística de un amigo y una renovada curiosidad por ver films fuera del circuito de shopping habitual (que motivó un viaje a Mar del Plata, por ejemplo), esta vez logré ser un poco, aunque sea un poco, menos "como yo". Y sí, estoy complicando la redacción a propósito. Es mi vicio favorito.

Claro que los viejos hábitos siempre traicionan un poco; por eso de las trece películas elegidas, un total de siete tienen relación directa con la música. Por ejemplo, en el BAFICI procuré perderme lo menos posible de la retrospectiva del documentalista de rock Don Pennebaker en detrimento de las películas en competencia oficial, entre las cuales pude llegar a ver un meritorio total de cero, sumando ambos festivales. Sí, sí, muy mal. Nada festivalero lo mío, pero qué le voy a hacer. No soy tan cinéfilo como melómano: si puedo ver a Bob Dylan en pantalla en una película de hace cuarenta años, la oferta va a ser automáticamente más atractiva que ir a ver la última del director chino Fulano sobre una aldea y un samurai. Qué se yo. El mundo es prejuicioso y francamente no voy a hacerme pasar por una excepción.

Aún así todas las películas no musicales que ví me resultaron satisfactorias en menor o mayor medida y aún entre las musicales se dio una sorprendente variedad, tanto en contenido como en calidad. Algunas de estas películas son oscuridades que tal vez dentro de un par de años nadie recordará, pero otras son casi obligatorias. Tanto si os importa como si no, aquí os dejo mi ranking de films, acompañado por mis sinceros, humildes, y despiadados comentarios sobre cada una de ellas.

13° Tonite Let's All Make Love In London / Peter Whitehead - BAFICI (Vista en Hoyts Abasto, Miércoles 11/04)

La apunté porque sabía que algo tenía que ver con Pink Floyd... y no me equivocaba, ya que una excelente versión de "Interstellar Overdrive" enmarca la totalidad de la cinta con su pulso embriagado de ácido. "Tonite Let's All Make Love In London" es un breve documental sobre la escena del "Swinging London" circa 1966/1967, con sus artistas bizarros, sus happenings, sus luces, su poesías beat, sus pepas de LSD y, también, sus nuevos negocios. Intuyendo que algo especial ocurre en todas partes, Whitehead sale con su cámara a retratar la vida diaria de aquellos días; los lugares, los eventos y los protagonistas que de alguna manera se cuelgan del mismo hilo de la contracultura inglesa.

El mayor mérito que le atribuyo al montaje es que se acerca mucho a su objetivo: recrear casi a la perfección el "feeling" singular - y efímero - del momento y plasmarlo en celuloide para la posteridad. El mayor problema es que no pasa de ahí, de ser un "documento de época". Vale oro para la cápsula del tiempo, pero como documental no revela casi nada, ni entretiene gran cosa. Salvando el humor muy british de Michael Caine y la confesión lunática de un pintor de cuerpos desnudos ("me he vuelto pervertido haciendo esto"), los reportajes resultan algo superfluos: queda claro que Mick Jagger no es el más lúcido pensador contemporáneo y la retórica de Julie Christie no parece muy alejada de la que hoy esperaríamos de alguien como Rocío Girao Díaz (aún cuando, en un brevísimo rapto de lógica, señala que la mayoría de los londinenses no deben tener ni idea de lo que es el "Swinging London"). Por lo demás, un par de bonitos logros visuales, mucha lucecita y colorido, algún que otro hallazgo curioso (Imperdible Vanesa Redgrave alabando a Fidel castro y farfullando "Guantanamera") y no mucho más.

Calificación meramente orientativa: 4 puntos.

12° Cream's Farewell Concert / Sandy Oliveri & Tony Palmer - BAFICI (Vista en Atlas Gral. Paz, Miércoles 11/04)

Problemático desde el vamos por su perversa calidad de audio y video, este modesto concierto-documental no deja de regalarnos un par de curiosidades de máximo interés: a) Los cineastas se acercan a Cream siendo completos outsiders del mundillo del rock y con una hipótesis apenas disimulada: "El rock y el pop son, básicamente, una mierda"; b) En consecuencia, proceden a hacer un estudio virtualmente etnográfico de la banda, en los cuales los músicos de Cream son retratados casi como "otros" culturales pertenecientes a un mundo raro y desconocido. Es así que en las entrevistas a Bruce, Clapton y Baker (en ese orden) un periodista sin rostro les pide que enseñen sus instrumentos y expliquen cómo se tocan, llegando incluso a requerir la repetición alguna maniobra "extraña" ("haga eso de nuevo, por favor", le pide a Clapton con súbito entusiasmo luego de que éste enseñe un vibrato) o a insistir con cierta impaciencia cuando no obtiene lo que quiere escuchar ("ahora intente algún patrón rítmico, por favor" le pide a Baker al ver que éste no hace más que redobles y redobles). También aparecen preguntas paternalistas del estilo "¿Qué le parece que el pop de hoy en día sea una basura?" (!) o "¿No tiene miedo de que el volumen al que tocan le haga mal a los oídos?" (!), a las que que Bruce replica con la eficaz diplomacia que provee el hacerse el boludo. Estas entrevistas redondean una mezcla entre lo bizarro y lo hilarante, sobre todo porque los músicos se encuentran visiblemente incómodos con la situación, siendo sin dudas lo más valioso de la película.

El concierto en sí deja bastante poco: las performances son monumentales, pero los directores no saben aún cómo filmar un concierto de rock: casi no encuadran a los instrumentos ni las manos, por lo que no llegamos a ver cómo tocan; tampoco aparecen planos generales que nos permitan representarnos el lugar desde otras perspectivas. Nada. Solo primerísimos planos eternos de un inexpresivo Clapton, a quien no se le ven los ojos, y un pálido Bruce, cuyo cadavérico plano detalle de la boca orbitada por feos granos constituye una formidable violación de cualquier sentido estético. Todo esto adornado por los más cutres efectos especiales imaginables (zoom in-out a toda velocidad ¡Excitante! y ¡Conmovedor!) para aportar una espantosa sensación de claustrofobia. Está bien que en aquellos años recién comenzaba el concepto de "filmar rock", aunque teniendo en cuenta lo que Pennebaker había hecho un año antes con "Monterey Pop", esta excusa no permite abrigar indulgencias.

Calificación meramente orientativa: 5 puntos.

11° Radiant City / Jim Brown & Gary Burns - BAFICI (Vista en Atlas Gral. Paz, Miércoles 4/04)

Otro documental, pero en este caso no tiene nada que ver con música, sino con urbanismo. Su tema: las denominadas "comunidades" en norteamérica, enormes barrios privados emplazados en las periferias metropolitanas, fabricados en serie, con casitas grises todas iguales y más baratas que en los cascos urbanos tradicionales (Si lo pensamos de cierta forma, vendrían a ser una cruza entre nuestros countries de Pilar y nuestros monoblocs de Lugano, menuda ironía). En realidad, antes que un documental, se trata de una suerte de editorial filmado; los realizadores no salen con la cámara a buscar respuestas en el mundo, sino que parten de un mensaje concebido de antemano y arman la película sólo con el objeto de transmitírselo al espectador y, en lo posible, convencerlo. ¿Y cuál es el mensaje? Básicamente, que estas comunidades son maaaalas para vivir. Para demostrarlo, Brown y Burns echan mano a una genuina batería de argumentos que se pueden dividir en: a) Opiniones de expertos en urbanismo; b) Estadísticas cuantitativas (cómo nos gustan!) y c) Testimonios de una familia que se mudó hace un año a una de estas comunidades y, naturalmente, la está pasando mal.

Sorprende el tono satírico, hasta burlón, que recorre la película desde el principio. ¡Si los mismos habitantes de la comunidad se mofan de sí mismos por el tipo de vida que llevan! Esto le da una bienvenida dosis de humor a la trama, pero también parece haber excesiva unilateralidad en los juicios; sólo la madre de la familia defiende la vida que llevan en la nueva casa, aunque está claro que busca con desesperación convencerse a sí misma antes que al espectador. Lo que se nota demasiado pronto es que no hay mucha espontaneidad en los testimonios, sino que todo lo que aparece en cámara está ahí porque apunta a reforzar el argumento de los directores. Aún así, la crítica se sostiene bastante bien, especialmente a través de las opiniones autorizadas: que los vecinos no se conocen, que no se puede ir caminando a ninguna parte, que hacen falta dos autos, que las casas son feas, que el espacio público no existe, etcétera. Cabe preguntarse si muchas de estas críticas no son aplicables a cualquier ciudad moderna, pero... dejemos el debate para una secuela.

Bien. Cuando todo parece haber sido dicho de forma más o menos prolija, "Radiant City" colapsa. Así como así, los directores deciden mostrar en pantalla una insólita deconstrucción de lo visto anteriormente (algo así como una reflexión metodológica, pero no doy más detalles), lo que no tiene mucho sentido en tanto no modifica la argumentación inicial y en tanto nos impone quince minutos más de película en los que no se dice nada nuevo. No se entiende qué quiso hacer, ¿Algo más "festivalero"? ¿Algo para que el film sea digno de una mesa de debate con invitados especiales? Quién sabe. Intencionadamente o no, los directores logran el mejor momento "WTF?" de todo lo que ví en el BAFICI cuando, antes del punto de quiebre, incluyen secuencia de suspenso con arma de fuego (sí señores). Las musas a veces son impredecibles. La credibilidad de la película, en el proceso, toma el siguiente vuelo y se despide para siempre. De todas formas, sigue siendo recomendable para estudiantes de urbanismo.

Calificación meramente orientativa: 5 puntos.

10° Geo-Lobotomy / Gok Kim & Sun Kim - BAFICI (Vista en Hoyts Abasto, Martes 10/04)

Hay directores a quienes les gusta maltratar a su público, y hay cierto público al que le gusta mucho ser maltratado. Dos condiciones objetivas para una buena sesión de sadomasoquismo cinematográfico, tal vez para aquellos cuya civilidad le teme al látex ajustado pero que están dispuestos a gozar de una buena cachetada en la oscuridad secreta de una sala. Hay películas que, entonces, parecen filmadas solo con el objeto de proveer a esta industria del sufrimiento. Para ser justos, "Geo-Lobotomy" no merece ser reducida totalmente a dicha categoría. Primero, porque su contenido dista de ser extremo y, segundo, porque le quedan algunas cosas interesantes más allá de su condición general de "soy-una-película-jodida-conmigo-vas-a-sufrir-hijo-de-puta".

En efecto, cosas interesantes. Algunas. Unidades visuales poderosas (las minas abandonadas, sobre todo), la voz en off de un muerto que narra la película pero que a la vez parece verla con nosotros, uno o dos personajes bien conceptualizados y humor negro al por mayor capaz de momentos memorables (ejemplo: una chica llorando desconsoladamente porque su novio egoísta se tomó todo el veneno y ahora ella no se puede suicidar cómo él). Aún así, la sensación es que todos estos elementos no convergen en nada. La narración principal - un hombre que busca dinero para conmemorar la muerte de su padre - se termina perdiendo muy pronto entre tanto artificio freak que montan los hermanos Kim. La voz en off sigue hablando aún cuando ya no tiene nada interesante para decir. Sobre el final, queda revelado un misterio que, en rigor, no existía... y si existía, ya ha dejado de importar. Ahí es cuando lo narrativo del film acaba fracasando. "Geo-Lobotomy" se convierte velozmente en un despropósito generalizado, una confusión sin más; en determinado punto deja de tener interés el destino de los personajes; todo da lo mismo y, por lo tanto, aliena.

Cabe preguntarse si la búsqueda de lo bizarro en el cine, por sí misma, merece ser un arte. Si una película tiene un mérito intrínseco al retorcerse hasta los límites de lo comprensible, aunque en el fondo no tenga nada que contar. Siempre vuelve la disyunción opinable de la forma y el contenido; el debate de nunca acabar. Por lo pronto "Geo-Lobotomy", en su búsqueda empalagosa de la bizarrez, termina siendo una película brumosa, una sumatoria de intrigas que al final no le importan a nadie. Hasta su alegoría anti-capitalista, quizás el único tegumento expresivo del film, queda empañada por su verbosidad intencionalmente grotesca. Tal vez viéndola otra vez otras luces iluminen el cuento, pero, francamente, con una me basta y sobra.

Calificación meramente orientativa: 5 puntos.

9° Depeche Mode 101 / D.A. Pennebaker, Chris Heagdus, David Dawkins - BAFICI (Vista en Atlas Gral. Paz, Domingo 15/04)

¡Más rock! No. Synth-pop, mejor dicho. Los ingleses Depeche Mode brindan su 101° y último concierto de la gira de "Music For The Masses" en el Rose Bowl de Los Angeles. Año 1988. Para quien no esté familiarizado con la historia de la banda, estamos hablando de su absoluto pico de popularidad. Si bien aún les quedaría el asalto final del mercado con "Violator" (LA obra maestra del género, por si alguien me quiere preguntar y no se anima), nunca más lograrían volver a meter 65.000 personas en un concierto. Y esto, por si hace falta aclararlo, es MUCHA gente, sobre todo para una banda de electro-pop. Considerándola una ocasión propicia, Pennebaker (+ colegas) toman el ojo eléctrico y se meten en la intimidad del tour, a ver qué onda.

¿Y qué onda? Ambigua, digamos. Por un lado, como documental aporta lo mínimo. Hay mucho backstage de la banda y si algo queda en limpio mirándolo es que los tipos no son personalidades de mayor interés. Cada uno será un excelente profesional en lo suyo, pero ante una cámara tienen poco que decir. David Gahan es el único que se expone un poco más, el único que confiesa un par de cosas (por ejemplo, que le divertía más trabajar de repositor en un súper que salir de gira con la banda). Los demás, sobre todo Fletcher y Gore, están en mute, solo agraciando la pantalla con sus cuidados looks. La que sí queda muy bien reflejada, a mi juicio, es la condición de laburante del músico pop; el que cada noche sale a hacer su circo bajo las luces para que todos lo crean un dios, pero que puertas adentro es un empleado más de la industria; el que con su trabajo hace ganar toneladas de plata a fulanos anónimos; el que se cansa y de a ratos preferiría mandar todo al carajo para volver a casa. El que gana fortunas, también... pero eso ya se sabía.

El error del film es que, por algún motivo, también se decidió documentar intercaladamente el viaje de siete u ocho fans descerebrados que ganaron un concurso para presenciar el concierto. Gente simpática, pero embarazosa. Los vemos tiñiéndose el pelo, emborrachándose y declarando idioteces en el micro que los lleva al Rose Bowl. Irrelevante, en un sentido granhermaniano. Solo zafan un puñado de tomas on the road bien acompañadas por una excelente versión de "Route 66" de los mismos Depeche. En el mejor de los casos, quedará como un documento antropológico sobre los 80's y su gente, para ver dentro de 100 años, mejor.

Pero vale la pena. Y esto se debe en un 90% a las performances en vivo que, por suerte, ocupan una buena parte del film. Se ve a las claras que los flacos estos estaban en quinta marcha: clásicos como "Behind The Wheel", "Everything Counts" y "Master & Servant" nunca han sonado mejor, solo por mencionar algunas, ya que virtualmente todos los clásicos de la banda hasta el momento participan con una performance completa. De hecho, mis momentos favoritos de la película llegan cuando alguien dice "Could we start the tapes please?" y enseguida la dramática secuencia de "Pimpf", más el griterío del público, van anunciando que es hora de mandarse para el escenario; mientras, la banda se va juntando tras bastidores y haciendo chistes para distenderse. Es cuando la película logra recrear magistralmente la adrenalina del show-por-comenzar pero desde el otro lado.

Calificación meramente orientativa: 6 puntos.

8° Zidane, Un Portait Du 21e Siécle / Douglas Gordon & Philippe Parreno - MAR DEL PLATA (Vista en Paseo Diagonal, Jueves 15/03)

Probablemente la película más radical que ví en mi vida, "Un Portait Du 21e Siécle" se balancea entre dos ópticas posibles al momento de evaluarla: por su valor como experimento y por el nivel de disfrute que uno, como espectador, puede llegar a vivir en la sala de cine. El film parte de una premisa tan sencilla como risqué: seguir con no-sé-cuántas cámaras a Zidane, y solamente a Zidane, durante los 90 minutos de un partido de fútbol. No un partido cualquiera, sino nada menos que su despedida del Real Madrid, frente al Villarreal en el Bernabeu, antes de su retiro definitivo en el mundial de Alemania.

Es difícil armarse de prejuicios frente a semejante concepto. Al escoger la peli me sabía totalmente entregado; me tocaría un embole granítico o bien una revelación. Como suele ocurrir siempre que nos preparamos para blancos o negros, finalmente hubo grises. Voy a directo a los bifes: ya promediando el segundo tiempo del partido la cosa no da para más. La novedad del asunto, que hace que el primer tiempo se pase volando, ya está agotada; todas las cosas que Zidane tiene para mostrar ya han sido mostradas; y el resultado del partido pierde relevancia. La película simplemente deja de generar cosas nuevas; vuelve a lo mismo. Uno de pronto se encuentra ahí sentado, en silencio, simplemente esperando que todo termine.

Ahora bien: como manifiesto artístico es excepcional. Filmando a Zinedine, los directores de alguna manera capturan su alma. Seguramente lo hemos visto muchas veces jugando por TV, pero nunca así; nunca habíamos visto su figura solitaria, casi despegada del mundo, que va buscando algo en la cancha o bien, más probablemente, fuera de ella. El Santiago Bernabeu aparece en las lentes como una bestia ruidosa pero también distante, oscura y envuelta en melancolía. El fútbol pasa a ser una excusa y se pierde: Zidane ya no es el héroe, sino el hombre aislado por electrosis; una mente de derroteros misteriosos, capaz de dar vida a la más fina artesanía (en el primer gol de su equipo) como de echarlo todo a perder sin contemplación alguna (sorpresa...). "Zidane" es un documento antropológico que nos habla del fútbol, pero más del hombre y su época. Es, con todas las de la ley, un retrato del siglo 21.

Calificación meramente orientativa: 7 puntos.

7° Punk's Not Dead / Susan Dynner - BAFICI (Vista en Hoyts Abasto , Lunes 9/04)

¡Claro que el punk no está muerto! Es este quizás el único mensaje claro que deja este documental. Por lo demás, solo plantea el principio de cuestiones varias que terminarán de resolverse, o no, en la charla post-película, tomando un café por ahí o directamente en el colectivo de vuelta a casa. El punto de partida es lo contrario de algo como "Radiant City"; la directora se pregunta por el punk y sale cámara en mano dispuesta a encontrar lo que sea, y llevarlo a la pantalla. Por supuesto, encuentra varias cosas. Sobre todo, nuevos interrogantes.

Lo cierto es que "Punk's Not Dead" no necesita bajar línea para tener sentido y ser entretenido a la vez. Cada uno de los entrevistados (y hay muchos, muuuchos) tendrá una visión diferente; polemizarán entre ellos, referirán sus experiencias personales y fundamentalmente girarán en torno a la pregunta clave: ¿Qué significa ser punk? A partir de ella, la directora va hilvanando una reflexión fascinante que casi no deja aspecto sin cubrir: el punk actual vs. la vieja guardia; el punk vs. el gran mercado; punk vs. otros tipos de música; el punk como secta; el punk como un estilo de vida; el punk como una filosofía de "hazlo tu mismo"; punk y permanencia en el tiempo; punk y revolución... y sigue una larga lista de etcéteras. Pareciera demasiada tela para cortar, pero la película fluye casi sin costuras; las temáticas se van encadenando en una relación lógica y nunca se expanden más allá de un par de palabras iniciales que tan solo ponen "el problema sobre la mesa", y después se verá.

A mi gusto, el mayor hallazgo del film está en la semblanza de ciertas bandas inglesas de 1977, principalmente UK Subs y The Adicts, que ¡siguen tocando al día de hoy! Ver cómo una patota de viejos derruidos, que seguramente llegan a fin de mes sin un mango partido al medio, arman sus contorsiones maníacas sobre un escenario mientras un grupúsculo de chicas jóvenes se tiran besarlos, constrituye una verdadera inmersión en OTRO mundo. Casi sin proponérselo, "Punk's Not Dead" nos va conduciendo hacia una reflexión sobre la urgencia omnipresente de escapar a las estructuras de la vida moderna, y también sobre la búsqueda infinita, desorientada, tentativa, que semejante empresa parece implicar.

Calificación meramente orientativa: 8 puntos.

6° Monterey Pop / Don Pennebaker - BAFICI (Vista en Alianza Francesa, Viernes 13/04)

La dificultad de revisar una película como "Monterey Pop" radica en que un 90% del disfrute que genera se debe a la performance de los músicos, en la cual el director no corta ni pincha. Claro que hay que reconocerle a Pennebaker el mérito de estar en el lugar justo en el momento correcto (además de un puñado de aciertos en la filmación y edición, lógico), pero si por algo esta película destila excelencia, es por la que saben brindar las bandas que participaron del festival. Si fuera por la música, y solamente por la música, no cabría otra que darle diez puntos y ya. Pero no: me vestiré aquí con mi mejor traje de hincha-pelotas y procederé a dictar juicios.

Antes mencionaba aciertos. Hay uno mayúsculo: cerrar con la presentación de Ravi Shankar. En los papeles no me entusiasmaba la idea; pensaba que, pudiendo optar por tantos otros grosos, terminar con una raga exótica iba a ser anticlimático. Nada que ver, che. Se llame como se llame lo que toca el hindú, suena tremendo. La sensación de "el mundo se detiene y escucha" que se respira durante esta nerviosa performance es trascendental; uno nunca sabe cuánto va a terminar el asunto y eso eleva la tensión hasta niveles casi insoportables. Después de tal momentum, seguir con algo más - así sea el Cerdito Porky tocando el laúd - simplemente no iba a funcionar.

En contraste, me chocó que se incluyeran tan solo los cierres de dos titanes en el ring como son The Who y Hendrix. No hay ninguna anticipación; van directo al grand-finale de nada, de algo que no vemos. The Who rompe todo en una brevísima "My Generation" y Hendrix se manda su infame coito con guitarra en "Wild Thing". Y listo. Sin nada que nos vaya preparando para semejantes bombas, acaba siendo una eyaculación precoz; termina todo muy rápido y pierde gran parte del impacto histórico que dichas actuaciones tuvieron. No es tan larga la película; se podrían haber incluido un par más de canciones de cada uno sin ningún problema. Mucho más cuando después de Hendrix se vuelve a The Mamas And The Papas cantando "Got A Feelin'" cuando los tipos ya habían aparecido mucho antes con otras dos canciones. Todo bien con M&P, pero ¿Después de Hendrix? ¿Hay alguna buena razón? ¿Quizás enfriarnos antes de Ravi Shankar? ¿O solamente aguarnos la fiesta?

Pero qué me importa. Porque lo que hace Janis Joplin con "Ball And Chain" no tiene nombre ni en este mundo ni en ningún otro. Arranca con Big Brother & The Holding Company promediando el film y te deja tragando saliva, resoplando para encontrar aire, con la cabeza hecha polvo. La tipa estaba poseída y no es chiste. Uno intuye, en ese momento, que todo lo que venga después como que da lo mismo. Salvando a Ravi Shankar, honestamente, la intuición no se aleja de la verdad final.

Calificación meramente orientativa: 8 puntos.

5° Still Life / Jia Zhang-ke - BAFICI (Vista en Atlas Santa Fe, Jueves 12/04)

Jia Zhang-ke narra dos historias. Un hombre y una mujer sin relación entre sí confluyen en Fengjie (China) tratando de localizar a algún pariente perdido desde hace tiempo y al primer golpe de vista son sus búsquedas inciertas las van llenando azarosamente el entramado de la película. No obstante, el espectador pronto empieza a comprender que el verdadero protagonista está por fuera: la construcción de la faraónica Represa de las Tres Gargantas, símbolo de la modernización China y el proyecto de este tipo más grande del mundo. Poco a poco nuestros personajes se nos van relatando como anécdotas; almas perdidas entre otras millones que trazan su insignificancia en la grandeza del paisaje, entre ruinas de viejos edificios demolidos al atardecer, en cuyo reemplazo surgen descomunales moles tecnológicas y futuristas puentes iluminados.

El embalse es, al final, un monstruo ubicuo que todo lo atraviesa. Aguas y montañas. Entre ellas, ultimátums del gobierno para evacuaciones de gente, marcas que en las paredes indican los futuros niveles de agua, barrios enteros que ya están sumergidos, y personas simples que van dejando atrás sus cosas de toda la vida, para empezar de nuevo en alguna acomodación transitoria. Más que dos historias, "Still Life" es una singular, y bellísima, pintura impresionista sobre los cambios sociales que está atravesando China gracias a su vertiginosa transformación en potencia mundial. Personas de otras épocas se pierden de golpe y sin querer en un mundo que les es extraño. Una pérdida que no habla de rebeliones ni gestos de histeria, sino de una resignación inquietante por momentos, pero eventualmente plena de humanidad: las cosas son así; el mundo te pasa por encima y es poco lo que se puede hacer, salvo bajar ringtones de celular y divertirse con eso (en China también, se ve, con las mismas bobadas: eso es globalización en su máxima expresión).

La película es lenta, quizás hasta cliché en el recurso de utilizar largas secuencias donde no pasa nada como recurso "poético"; no obstante las imágenes más absorbentes son aquellas que no persiguen ningún tipo de suspenso narrativo. Diálogos triviales, conciertos de música pop que aparecen sin razón aparente, y una pareja que ya no se ama bailando en medio de las obras para el dique. Jia Zhang-ke, en una búsqueda análoga a la de sus personajes, se las ingenia para que las imágenes siempre acaben diciendo algo más, y que terminen a veces con lo inesperado. En estas pequeñas sorpresas, en esa sinergía visual, y en esa narración en la que convergen estética y documento, radica la riqueza del film, uno de los mejores que ví en el festival.

Calificación meramente orientativa: 8 puntos.

4° Factotum / Bent Hamer - BAFICI (Vista en Atlas Gral. Paz, Miércoles 04/04)

"Factotum", o uno que performs many jobs. Eso mismo hace el escritor Henry Chenasky; va por la vida aceptando los más triviales empleos (picar hielo, meter zapatos en cajas) y gastado su sueldo en alcohol, mientras intenta (en vano) que la única editorial a la que respeta le publique sus escritos. Interpretado catedráticamente por Matt Dillon, el Chenasky de Bukowski parece tosco y repulsivo de entrada pero a medida que avanza la trama, va cayendo simpático. ¿Será que sintonizo con esa visión de mundo cínica, improductiva, pero a la vez brutalmente honesta?, ¿Por esa indolencia de autodestrucción, ese "me da todo lo mismo", detrás de la cual se esconde la quemante pasión de las letras? Chenasky, una suerte de fracasado cool, parece rechazar sistemáticamente al mundo, pero cada tanto muestra la hilacha y se pregunta, a la vez, cómo es que el mundo lo rechaza a él.

El alcohol es su válvula de escape. Apropiadamente, la película nos sumerge en una atmósfera de borrachera vaporosa y corporal, en la que no hay un encadenamiento climático de sucesos sino que éstos se van cruzando como encuentros con la vida. Un día es esto; al día siguiente lo otro. Un día Chenasky gana fortunas con los caballos y al día siguiente está quebrado; un día sale en yate con un playboy millonario compositor de óperas, y al día siguiente ya no vuelve a saber nada más de él ni de sus groupies. Podría haber pasado cualquier otra cosa, pero pasó eso. Todo tiene sentido porque en el fondo nada lo tiene. Nada para Chenasky tiene sentido; salvo escribir y emborracharse. La película sigue deleitando hasta el final en medio de una trama errante: ese es posiblemente su mayor mérito.

Ayudan mucho las actuaciones: la escena en el hotel en la que Chenasky se reencuentra con su ex-amante Jan es así de vívida, tan real como salir del cine y volverse en colectivo. La poesía de las palabras que cada tanto escribe el protagonista se fusiona de manera brillante con el humor más caústico (memorable el episodio de las ladillas) y aún en una situación que a todas luces es dramática, la película dista muchísimo de ser cruel. Comprendemos que Chenasky va triunfando en la titánica tarea de construirse un mundo propio, revulsivo y a la vez sustituto, en donde el sufrimiento se sublima en creatividad, permitiendo la supervivencia. Como recuerdo al final, mientras una bailarina en la semipenumbra se desnuda sólo para él: quizás haya que pasar por todas y cada una, pero cuando llegues, ahí se verá que no hay nada igual. Quién sabe. A lo mejor Chenasky tiene la posta.

Calificación meramente orientativa: 8 puntos.

3° Woman On The Beach / Hong Sang-soo - BAFICI (Vista en Atlas Santa Fé, Sábado 14/04)

"Haebyonui yoin" (lo escribo en coreano porque soy un cosmopólita bárbaro) es una película mundana. Bien mundana, pero más en el sentido positivo del término, si es que se puede hablar de tal cosa. Conservadora, aburguesada en su estética y sin grandes ambiciones narrativas, su sencillez aparente es tal que uno se siente tentado a encasillarla ipso facto como un bonito entretenimiento inconducente, sin un peso específico que amerite algún tipo de debate póstumo. Y aún así, por algún motivo, mientras estuve sentado en la butaca el disfrute fue incomparable.

Por algún motivo. Y el motivo, se me ocurre, es que al descartar cualquier artificio de grandilocuencia visual o heterodoxia artística (exceptuando el uso del zoom, que tiene un papel más narrativo que estético), Hong Sang-soo digita con maestría la ilusión de que es la vida misma, y nada más, la que avanza naturalmente, sin filtros, a través de la pantalla. Un director de cine, su guionista y la novia de este último viajan a un balneario para terminar de escribir un guión que se resiste a salir. Y basta. A Sang-soo no hace falta más que un trivial triángulo amoroso (bah, en realidad son dos triángulos, pero lo mismo da) para justificar dos horas de película que, además, pasan bastante rápido.

Lo que sorprende, y mucho, de "Woman On The Beach" es cómo un país tan remoto como Corea del Sur, poblado de personajes hablando en una lengua imposible, se nos termina recreando como un mundo totalmente familiar, que podría estar pasando a la vuelta de la esquina con nosotros de protagonistas. El coqueteo, el misterio sexual, el romance son lenguajes universales, y esta película lo comprende con perfección; el paseo nocturno del Director Kim con Mun-suk en la playa es un homenaje a las palabras que tropiezan con torpeza y alegría cuando nos enamoramos de golpe. La espontaneidad de los diálogos es maravilosa, y el humor que atraviesa la película (sobre todo la primera parte) no es del sketch forzado del cómico profesional, sino el de las bromas que cualquiera de nosotros hace en cualquier día normal de su vida. Quizás por eso sea una película mundana; porque es una película de y sobre este mundo, que parece ser igual Argentina y en Corea del Sur. El mundo de lo que nos pasa todos los días, a veces sin que nos demos cuenta, hasta que lo vemos en películas como "Woman On The Beach".

Calificación meramente orientativa: 8 puntos.

2° Daft Punk's Electroma / Tomas Bangalter & Guy-Manuel De Homem-Christo - MAR DEL PLATA (Vista en Cinema 2 Los Gallegos, Martes 13/03)

"Electroma" es una de esas películas que la tecnocracia de las palabras no aspira a nombrar. ¿Qué se puede decir sobre dos robots que, sin emitir fonema en hora y cuarto de film, vagan por el desierto en busca de algo que ni siquiera está muy claro qué es? ¿Qué se puede decir sin caer en la frivolidad? A ver, por algo es muda la película: el idioma es inoperante, no queda mucho para comentar por fuera de la experiencia misma de sentarse ahí en la oscuridad de la sala y ver. Y escuchar. Porque si hay una premisa que caracteriza a "Electroma" (y a la sección del festival en la que se incluyó) es que el soundtrack, esta vez, es tan relevante como la imagen, a tal punto de que casi son la misma cosa, la misma materialidad expresiva, inseparables una de la otra.

Ahí hay un concepto interesante para empezar. Lo cual no garantiza que sólo por eso valga la pena el trance. Más de un espectador, segurísimo, se habrá pegado el embole de su existencia con las "aventuras" de héroe 1 y héroe 2 (ni nombre tienen los pobres); y pongo comillas porque ni siquiera hay mucha aventura. Tan solo un road-trip errante cuyo final, al igual que su comienzo, no tiene historia. De dónde vienen nuestros robots. Nadie lo sabe. A dónde van. Alguien dirá que quieren convertirse en humanos, que esa es su búsqueda, y está bien. ¿Pero entonces "Electroma" es una metáfora de la automatización del hombre-máquina moderno? ¿Una crítica a la alienación post-industrial? ¿Una alegoría sobre la eterna búsqueda del hombre por la esencia de su vida?

Cualquiera de esas hipótesis parece razonable, pero en realidad mi sensación es que "Electroma" no tanto es una película para el cerebro como sí lo es para los sentidos. Podemos intentar pensarla, pero más nos conviene vivirla. No importa tanto concentrarse en anticipar la trama (uy, y ahora qué pasará), sino dejarnos atravesar por cada uno de los detalles del momento. Y esto es porque sensorialmente es una película superlativa. Desde esos muros rocosos del principio, donde acaso haya rostros humanos ocultos, hasta el hipnotizante cuadro final, las imágenes, tanto visuales como sonoras, consituyen un genuino tratado estético. Su preciosismo ofrece cientos de cuadros elegíacos; ¿Quién hubiera imaginado la belleza de un robot explotando en astillas? ¿O la insoportable tensión de unos tubos fluorescentes que no dejan de relampaguear? ¿O el melodrama de una agónica cuenta regresiva? Y la cúspide: la escena en la que uno de los robots se saca el casco y lo rompe en pedazos contra el piso es uno de los instantes más magnéticos, líricos y palpitantes que he visto en una pantalla de cine. La música, por si hiciera falta aclararlo, es excelente; no hay nada de la onda discotequera Daft Punk, sino una selección que incluye temas de grosos como Brian Eno, Curtis Mayfield, Joseph Haydn y un doliente "Miserere" de Gregorio Allegri.

Pero la mayor genialidad que quiero retomar del film es su estremecedora paradoja: nunca nos parecen más irremediablemente humanos los robots que ante el evidente fracaso de convertirse en tales. No es en los rasgos faciales de esas efímeras, caricaturescas máscaras que acarician su objetivo, sino en esa lenta desesperación final, vulnerable y solitaria. Humana. Acaso en su derrota haya finalmente una incuestionable victoria.

Calificación meramente orientativa: 8 puntos.

1° Don't Look Back / Don Pennebaker - BAFICI (Vista en Alianza Francesa, Viernes 13/04)

Que nadie se tiente a pensar que sólo porque me gusta Bob Dylan ubico a "Don't Look Back" en el escalón más alto del podio. El Sr. Zimmerman tiene SU papel, de la misma manera que un actor fetiche siempre ayuda a que una película guste más allá de cualquier otra vicisitud. Pero esta ópera documental de Pennebaker funciona y sorprende en tantos otros niveles que supera con creces el círculo cerrado de los "fans" del cantautor yanki, además de aportar un sinúmero de sensaciones que no pueden explicarse exclusivamente a partir de su presencia.

Obviamente influye, y cuánto, que sea Dylan y no otra persona el objetivo del documental. Su personalidad excéntrica, electrizante, imponente, subyuga inevitablemente todas las miradas, incluida la de la cámara. En 1965, además, en pleno tour británico, el músico acababa de conocer el cénit de su brillantez. El monstruoso "Bringing It All Back Home" sonaba recién publicadito, y la legendaria actuación plugged en el festival folk de Newport estaba en vísperas. Aún así, el director se lleva los aplausos: es prácticamente impensable que con una premisa tan sencilla como seguir a Dylan tras bastidores con una cámara (cosa tan cliché hoy en día; en 1965 esto era cine experimental con todas las letras) se pudiera lograr una cinta que no solo es reveladora en tanto documento histórico sino que además cautiva narrativamente, hasta el punto de que ni guionada podría haber salido mejor.

La perfecta semblanza de este Dylan recorre un arco contradictorio y lleno de misterio. Hasta el más superfluo gesto produce sentido y ninguna escena, de las tantas que se muestran, tiene el más mínimo desperdicio. Las situaciones son íntimas, y la vez parecieran contar la historia grande de su época. Y quién es Dylan. ¿Genio admirable, ser despreciable, o ambas cosas a la vez? No queda claro si el encuentro con Donovan (cuya supuesta competencia con Bob atraviesa el film como un efectivo leit-motiv) es amable o entraña una chispa de duelo malintencionado. No queda claro si el enojo de Dylan con Alan Price por haber arrojado un vaso por la ventana es una parodia para la gilada o un imparable brote de histeria. No queda claro si durante el ríspido diálogo con el periodista de Time Dylan es un sabio rebelde o un llorón sin argumentos. No queda claro tampoco si el brusco intercambio con el estudiante de ciencias es una muestra de inteligencia o la más miserable soberbia. Lo que sí queda claro es que estas ambiguedades le dan a cada imagen, cada escena, cada situación, un filo de tensión extraordinario, fascinante, contrastante con el tedio infinito que suelen producir la mayoría de los "Behind The Scenes" que vemos hoy.

"Don't Look Back" es el retrato de un artista pero, sobre todo, de un hombre. Como tal, aparecen condensadas en su figura todo lo bueno, lo malo y lo que, en realidad, nunca se puede terminar de juzgar en una persona. Cabe preguntarse cuán honesta es la imagen de un Dylan que sabe que la cámara está ahí, o si acaso se había olvidado de ella lo suficiente como para relajar su pose artística y revelar el núcleo de su forma de ser. De todas formas no importa, ya que aún si estuviera actuando, el tipo no deja de mostrarse a sí mismo, desde la paralizante indiferencia que prodiga a Joan Baez (hasta que ésta desaparece por una puerta de hotel para no ya no volver) hasta las dificultades que encuentra al ser encasillado por la prensa como alguien que no tiene ningún interés en ser (pero que un poco, inevitablemente, es) Además ¿Acaso no tiene algo de "actuar" lo que hacemos cuando salimos por la vida y nos presentamos ante los demás?

Calificación meramente orientativa: 9 puntos.

POSTDATA

.- El institucional que rezaba "Si no es para vos, no es para vos" fue malinterpretado por muchos. Me pareció claro que no se estaba refiriendo a que el festival "no es para vos" (lo cual sería un elitismo sin demasiada explicación desde el punto de vista publicitario) sino que hacía referencia a la situación tan común en los festivales, y tan saludable por qué no, de clavarse un bodrio por meterse en la sala a ciegas y que, para colmo, los demás salgan de la sala opinando qué maravillosa que estuvo la peli. Situación que, seguramente, al día siguiente se invierte totalmente. Es una referencia a la variedad, al pluralismo, a la ensalada incoherente de propuestas que suelen tener los festivales, en cuyo contexto las chances de ver una genialidad que a otros le pareció una bosta son equivalentes a las de ver cualquier bosta que a otros le pareció una genialidad. Y está muy bien que así sea. No tiene sentido que en un festival con 400 películas de todos los colores y tamaños no haya NADA "para vos". Salvo que seas Carlitos Tévez o algo así, pero en ese caso, parece claro que el institucional no está dirigido a él, sino, justamente, a quienes están dentro de la sala. Que por algo están ahí ¿No?

sábado, 14 de abril de 2007

Lucanamarca

Si amanece de color cobre en la noche cerrada
Prepara todo para huir de Lucanamarca


Los han visto llegar en lo oscuro y el silencio
Armados de machetes y cuchillos sobre el monte
Brisas extrañas acompañaron su paso al alba
El día de los dementes entonces empieza así

El fantasma de Olegario aulla desde la ausencia
Y aquellos que dicen custodiar a los pobres
Vengarán su sangre con la de otros, los mismos
Huancasancos profunda, en tu hora de perros

El hombre encapuchado se ha guardado la piedad
Y se esfuma entre los rostros encendidos de su prole
La procesión infame se detiene de pronto
Acaso ante el fin de la esperanza de los nadies

Y veintinueve cuerpos rasgados por las hachas
Sucumben bajo el peso de su bravura ciega
Entre suspiros se van apagando todas las vidas
Entre vapores que hierven destejiendo la carne

Y en la tarde, Lucanamarca, algo te desvela
Acalorada en las vísperas de lo innombrable
Llegan de a poco con sus paladares sangrantes
El mundo a sus pies, donde todo se detiene

Huyamos al Cerro Calvario, alturas benditas
Acaso entre nosotros haya quien sobreviva

Y en la plaza, bajo una sombra de cielo equívoco
Allí, en la plaza, los malnacidos recibirán castigo

“Ustedes pobres miserables querían escapar”
En las escaleras de la iglesia, ya nada que hacer
Se desploma la muerte como hiena hambrienta
Que devora inmundicias ya sin cuerpo ni dios

Lucanamarca te he visto en sueños,
Te he visto embalsamada por memorias negras
Adolescente y reseca, Perú junto a tu féretro
No te hablarán ya de luchas por una patria libre
Si tus oídos siguen sordos por los mohos de sangre
Testigo del abril maldito del que nada volvió a nacer
Saludarás al pobre y su pobreza, eterna como el aire
Cuyo cuerpo derrotado al final es carne y miedo
Si el pobre mata al pobre, te envenena la tristeza
Y lloras en silencio, al amparo de la luna muerta

martes, 3 de abril de 2007

Falkvinas Argentánicas

En el campo de la interrelación mutua, los humanos tenemos un vicio al que probablemente jamás renunciaremos; construir un otro cultural, tenerle un profundo miedo y, eventualmente, hacerle la guerra. Ha sido así a lo largo de toda la historia de la especie y dificilmente sea distinto cuando estemos en el año 15.670, batallando en algún nido espacial con proa hacia Alfa Centauri. Cuando nos situamos frente a alguien inevitablemente nos compete más el hecho de que sea un árabe, un judío, un inglés, un musulmán, un negro, un negro villero, un freak, un ateo, un ciego, (un "otro", en suma) que la condición de ser humano que compartimos. A veces incluso nos tienta descartar esta última como una posiblidad inverosímil, y nos sentimos con la conciencia más tranquila ubicando al "otro" entre los animales o las bestias. Estamos clasificándonos recíprocamente en forma perpetua, jerarquizándonos sobre la base de los más puntillosos rasgos culturales o políticos.

Muchos, con lógica, defienden esta operación como la única forma que tiene el ser humano de constituir su propia identidad, crear comunidades a partir de ella y tener algo concreto a lo que aferrarse en la pavorosa inmensidad del universo. Construir a un "otro" y separarse de él es la única forma que tenemos de construirnos a nosotros mismos; en la negación del "otro" descansa la propia afirmación. Pensar que todos somos igualmente humanos nos espanta por instinto; nos paraliza la idea de que esencialmente somos lo mismo que el yanki soberbio, el pordiosero andrajoso, el boliviano maloliente, el árabe fundamentalista, el homosexual pervertido. Si nos definiéramos tan solo como seres humanos de una única comunidad global no sabríamos dónde quedar parados entre tamaña diversidad; por eso nos reconforta hacer un culto de la diferencia, y por eso lo practicamos todo el tiempo, apegándonos con pasión religiosa a lo que sentimos más nuestro e inmediato.

El aspecto vicioso del asunto es que lo encaramos reaccionariamente, con fanatismo: tenemos la costumbre de universalizar nuestros valores como una verdad cerrada sin historia. Por eso es que el "otro" no solo es diferente sino también hostil; su cultura tiene algo de inhumano, de invasivo, y representa una continua amenaza. Así viven las comunidades del mundo; sintiéndose en jaque permanente, permanentemente jaqueando a otros, siempre dispuestas al escándalo, al malentendido, a la humillación.

Esta reflexión vale a propósito del reciente 25to aniversario de la toma de Malvinas; el recuerdo de aquel 2 de abril de 1982 en el que con la recuperación militar de las islas, vaya ironía brutal, comenzamos a perderlas, quizás para siempre. La ocasión pide rendir homenaje a quienes murieron durante el conflicto, pero también solemos aprovecharla para revisitar viejas hostilidades entre Argentina y el Reino Unido con discursos que, desde ambas partes, se empecinan en una rígida reivindicación nacionalista, desconociendo la posibilidad de reestablecer lazos concretos y medianamente amistosos entre vecinos; en este caso, argentinos y kelpers

No nos engañemos: pensamos y decimos que las Malvinas son argentinas porque es lo que nos repitieron constantemente desde primer grado, cuando todavía ni sabíamos limpiarnos la nariz. Pocos argentinos conocemos la historia del archipiélago previa al conflicto armado, la cual se remonta desde el s. XVI; nadie sabe exactamente cuáles son los fundamentos jurídicos que esgrimen los gobiernos de ambas naciones para defender sus posturas. Decimos que son argentinas porque sí, porque los piratas ingleses nos las robaron. No hace falta saber más nada. Cuando tenemos que explicarle a un ciudadano de cualquier otra parte del mundo por qué son nuestras, no sabemos qué decir; "porque están cerca", es lo que sale por instinto. Y no sabemos qué decir porque honestamente nunca se nos ha pasado por la cabeza tener que decir nada; el hecho de que las Malvinas son argentinas es un sentimiento, y los sentimientos no se explican.

El consenso en torno al tema que se observa en nuestro imaginario colectivo es el sueño húmedo de cualquier absolutista. Fachos y zurdos, peronistas y gorilas, conservadores y progresistas, ricos y pobres, propietarios y obreros, intelectuales y "gente del pueblo", gallinas y bosteros; todos viven eternamente divididos por los más complejos debates, pero se pondrán de acuerdo en una cosa: las Malvinas son argentinas. Esta doctrina ha sido el sustrato sistemático de todos lavados de cerebro programados en despachos y cuarteles; la única noción que se mantuvo incólume entre los grotescos vaivenes políticos a los que nos sometimos. Todas las ideologías han tenido su momento histórico y han luchado contra polos opuestos de férrea antagonía; nos hemos matado entre nosotros por la tierra, el libre mercado, la libertad de los pueblos, los derechos humanos, los salarios, el valor de la moneda y el orden público. Pero a casi ningún argentino en su sano juicio, ni ayer ni hoy, se le ocurriría argumentar que las Malvinas son para los kelpers.

No difiere demasiado el panorama si se atienden las posturas generalizadas en el lado británico. Con la guerra, la mayoría de los habitantes de las Falklands se han convertido en tatcheristas recalcitrantes que, casi como perros de Pavlov, parecieran escandalizarse ante la sola mención de la palabra "Argentina". En el Reino Unido, es relativamente común que muchos ciudadanos que ni siquiera saben ubicar a las islas en un planisferio rechacen con inusitado énfasis el reclamo argentino. Un ejemplo elocuente lo provee el caso del perdiódico izquierdista británico "The Guardian", que, con motivo del aniversario, publicó el pasado 2 de abril un artículo editorial escrito por el ex-funcionario Richard Gott, en el que el autor defiende la posición de nuestro país en torno al conflicto. Al poco de aparecer en el sitio web del diario, los comentarios de lectores ingleses llovieron con argumentos ad hominem y reacciones desmedidamente violentas para lo que, en definitiva, es solo una opinión personal.

El patriotismo es un peligro terrible. Hijo pródigo de la ignorancia exaltada y el adoctrinamiento militarista, no tiene relación alguna con el inevitable amor a la tierra donde se nace sino con fanatismos unilaterales que presuponen que la razón está de nuestra parte solo por eso: porque es la nuestra. Y a morir por ella. Los símbolos patrios que nos enseñan a venerar en las escuelas son artificios lava-conciencias que permiten, en el largo plazo, diseñar nuestras ideologías para que piensen más con las notas del himno que con las neuronas. Herramienta de incalculable valor para tiranos y dictadores de toda calaña, el patriotismo nos transforma con efectividad comprobada en una masa uniformemente enceguecida de miedo, sedienta de sangre. No es de extrañar que las más penosas canalladas políticas de los últimos tiempos, desde el holocausto nazi hasta la guerra en Irak, hayan sido respaldadas por masas histéricas agitando banderitas de un país y sus "valores". No es de extrañar tampoco que un dictador de poca monta como Galtieri, con solo apelar al patriotismo relativo a las Malvinas, haya sido aclamado como héroe por aquellos a quiénes su régimen oprimía, en esa histórica Plaza de Mayo cuyo recuerdo hoy da ganas de llorar.

Curar las deleznable adicción al patriotismo no implica dejar de pensarnos como argentinos, ni tampoco sepultar el reclamo de sobernía sobre Malvinas. Lo que sí implica, en este caso, es abordar el tema desde perspectivas amplias, superadoras del paradigma del loro que repite todo desde la escuela. Al hacerlo, nos hallaremos ante una cuestión de una formidable complejidad geopolítica, en la que ambas naciones cuentan con sus propios argumentos jurídicos e interpretaciones de la historia, las cuales se desafían mutuamente y, en el proceso, desafían también nuestras formas de pensar las coordenadas del mundo. El gobierno argentino esgrime una posición que, buena o mala, se ha sostenido durante casi dos siglos; los isleños tienen intereses concretos basados en una identidad formada por generaciones que también son atendibles. La historia de la colonización del archipiélago revela detalles tan sorprendentes como contradictorios, en los que no todo es necesariamente negro o blanco. Conocer más acerca de todo ello no respondería tan solo a una curiosidad de biblioteca, sino a una forma criteriosa de sostener la argentinidad de las Malvinas; de darle, si se quiere, un sentido del que no sea el patriotismo el hilo conductor sino un genuino conocimiento de la causa.

Implica también cuestionarse si el reclamo de soberanía, por más justo que sea, debe ser tan tirante como para condicionar posibles relaciones fecundas con los isleños. Además de ciudadanos británicos en una zona en disputa, son nuestros vecinos. Vecinos tan humanos y culturalmente afines como los miles de ciudadanos británicos que visitan, e incluso habitan, sin problema alguno nuestro territorio continental. El hecho de que para los kelpers la Argentina no exista ni como socio comercial, ni como interlocutor creíble, ni como destino turístico (confesable, al menos) no tiene ninguna excusa lógica, por más conflicto que medie entre ambos pueblos. Se puede objetar el irracional prejuicio que muchos isleños siguen teniendo hacia nuestro país, pero cabe preguntarse también si el gobierno argentino, en los últimos tiempos, no ha sido algo miserable en políticas de acercamiento.

Fomentar el intercambio con los kelpers podría representar no solo un enriquecimiento de nuestra cultura ciudadana, sino también una vía mucho más inteligente para reestablecer, a futuro, el diálogo sobre la soberanía. Así como los isleños no pueden pretender que la Argentina renuncie a un reclamo histórico, los argentinos tampoco podemos esperar que ellos acepten cambiar su nacionalidad de un día para el otro, o emigrar de la tierra que durante tanto tiempo han habitado. Mientras tanto, solo cavernarios prejuicios nacionalistas impiden que nos veamos recíprocamente como dos pueblos dignos de interés y, por qué no, capaces de la amistad.

domingo, 18 de marzo de 2007

Pigs on the wing

We'll meet again, don't know where, don't know when,
But I know we'll meet again, some sunny day.


En un recital precioso, calculado hasta la última nota del último solo de guitarra, Roger Waters volvió a tocar en Buenos Aires cinco años después de su debut en tierras argentinas, en aquel Vélez lluvioso del dólar a 1,40 y el relámpago de "Welcome To The Machine". Entonces el campo trasero costaba 45 pesos. Esta vez fue en River, y los precios, naturalmente, fueron un poco (mucho) más impopulares. No importa, se llenó de gente, como era de esperarse, y al final, el ex-bajista de Pink Floyd logró justificar cada billete invertido.

No hubo mucho lugar para la espontaneidad; a un setlist riguroso que jamás se altera de fecha a fecha, repitiendo las mismas canciones en el mismo orden, hay que sumar las típicas performances que caracterizan la música en vivo del Pink Floyd clásico: impecables, en piloto automático y virtualmente clonadas de los álbumes de estudio grabados hace más de 25 años. Suele ser la norma en este tipo de megashows donde los músicos deben ajustarse a un libreto de contratos, sincronías y secuencias de la puesta en escena. En contraprestación, la entrega de Waters fue irreprochable y la calidad de sonido brillante, logrando que las canciones destilaran su máxima expresión emocional, y demostrando que ante todo siguen siendo eso: excelentes canciones. Lo demás va y viene.

En el aspecto visual, Roger Waters llevó la escenografía un poco más lejos que en aquel sobrio recital en Vélez, incluyendo explosiones, llamaradas, el infausto cerdo volador de "Animals" y la espectacular réplica láser del prisma del "Dark Side". Tampoco faltó la pantalla de cine de altísima definición mostrando la tradicional iconografía floydiana, complementadas por referencias nostálgicas a décadas pasadas. Por otra parte, los juegos de luces fueron más bien austeros. Y esta vez, quizás la máxima decepción de la noche, no se trajo los relámpagos.

El recital puso primera con una serie de clásicos surtidos de su banda de siempre, entre las cuales sobresalieron especialmente la siniestra "Set The Controls For The Heart Of The Sun", reflotando sus raíces de psicodelia hardcore (además, la única con un arreglo sensiblemente diferente a la versión original), y el debut argentino de la humeante "Have A Cigar", cuyo ritmo funky, envenenado, quebró el molde letárgico que venía imponiendo la velada. Una versión acortada de "Shine On" en homenaje al difunto Syd Barrett y "Wish You Were Here", con su inolvidable estribillo, redondearon la primera media hora.

Siguieron un par de reflexiones lánguidas de "The Final Cut" ("Southampton Dock" y "Fletcher Memorial Home"), en las que Waters volvió a lamentarse por la Guerra de Malvinas, aunque sin referencias explícitas, cuando se cumplen ya 25 años de dicha tragedia. A la pregunta "Maggie, what have you done?" el estadio respondió con una silbatina unánime, demostrando que a la Thatcher mucho, lo que se dice mucho, no la estimamos. Un momento duro, emocionante, aunque musicalmente un tanto chato; ninguna sorpresa tratándose de "The Final Cut". La misma onda política prosiguió con sus solistas "Perfect Sense" y, especialmente, "Leaving Beirut", una proclama pacifista en la cual Roger hizo "la Gran Bono", sin poder resistir a la tentación de subirse al pedestal, levantar el dedo índice y dictar su cátedra iluminada de cómo debería ser el mundo.

Esta sección levemente tediosa fue sólo la antesala para el momento cumbre de todo el concierto con "Sheep" y su brutal alegoría de la revolución. Una revolución violenta y definitiva que, en la mitología de "Animals", el mejor álbum de Pink Floyd, imagina a las ovejas idiotas masacrando a sus opresores en un baño de sangre. La explosión final de acordes eléctricos fue ayer lo que fue siempre: el instante más catárquico de toda la discografía de la banda. Acompañó a este temazo el cerdo inflable sobrevolando el Monumental, quizás una de las pocas sorpresas del recital para quien previamente no hubiera leído nada sobre la gira. Adornado con grafitis como "Encierren a Bush antes de que nos mate a todos" y "Dónde está Julio López", el cerdo acabó siendo más una distracción circense para que la gente saque fotitos con el celular, y menos la metáfora del capitalista mirando a las ovejas desde arriba, vigilando silenciosamente la marcha de su factoría global.

Seguramente el Waters moralista no será nunca tan intrigante como el Waters músico, y siempre queda cierta sensación de incomodidad cuando se utilizan cuestiones políticas para hacer show. Que la desaparición de Julio López, por ejemplo, haya pasado como un elemento más en la parafernalia de un recital caro puede parecer, en el peor de los casos, banalización extrema o bien, más razonablemente, emergente de una sociedad compleja donde industria, arte, entretenimiento y política aparecen siempre imbricadas en una semántica de contornos etéreos.

Por otro lado el tipo está expresando sus ideas y el arte ha sido siempre, en parte, expresión; de ideas, de sentimientos, de las consecuencias de estar en el mundo que nos rodea. Quien habla de demagogia es porque no conoce bien la obra y el pensamiento de Waters, quien ya desde "Dark Side Of The Moon" daba rienda suelta a sus posiciones antibelicistas y anticapitalistas, las cuales no hicieron más que reforzarse con hormigón en los álbumes subsiguientes. Es decir, el tipo dice lo que dice no para quedar bien (de hecho, muchas veces queda mal) sino porque así lo piensa. Eso es algo que merece aceptación, se concuerde ideológicamente o no, y aunque lo haga a través de frases poco sutiles, como "Oh George! Oh George! That Texas education must have fucked you up when you were very small", o excesivamente sermoneadoras como "America, America, please hear us when we call (...) You got great beaches, wildernesses and malls, don't let the might, the Christian right, fuck it all up, for you and the rest of the world". (Ambas de "Leaving Beirut").

La bacanal de "Sheep" cerró a todo trapo el primer segmento del recital y, tras unos quince minutos, llegó lo más esperado: "The Dark Side Of The Moon" completo. Fue una rendición inmaculada y al pie de la letra que no agregó nada a lo ya escuchado tantas veces en el álbum original, salvo el hecho, claro está, de disfrutarlo en vivo y en comunión con otros. Digna de mencionarse es la calidad del sonido que reproducía los efectos y las voces con una nitidez asombrosa, gracias a una distribución cuadrafónica que los hacía provenir de diferentes puntos del estadio, envolviendo a la audiencia de risas lunáticas perdidas en la noche.

Entre la magra dosis de sorpresas de este segmento vale la pena resaltar el rendimiento de la cantante Carol Kenyon en "The Great Gig In The Sky", haciéndole honor a una de las performances vocales más legendarias de la historia de la música sin vacilar en una sola nota, entregando todo. También fueron bastante contundentes las versiones de "On The Run" y especialmente "Any Colour You Like", las cuales soltaron toda su esquizofrenia ácida con una voluptuosidad sonora probablemente aún mayor que en el disco grabado.

El encore se compuso exclusivamente de temas de "The Wall", incluyendo el introito de "Vera" y "Bring The Boys Back Home" antes del epílogo de "Confortably Numb", cuando las tribunas se convirtieron en una constelación de móviles encendidos, y algunos encendedores también, ya pasados de moda. Para "Another Brick In The Wall, Part II", Waters invitó a unos chicos del Instituto River Plate a subir al escenario, aunque luego, en la estrofa famosa que supuestamente iban a corear, se superpuso un sampleado del tema original. Más pour la galerie que otra cosa; y de paso publicidad para el instituto River, que de seguro no le vendrá mal. Huelga decir que esta parte del show terminó de encender las almas presentes, hasta el punto de que en "The Happiest Days Of Our Lives" muchos hasta se animaron a saltar en un tradicional "pogo". Fue, junto con "Sheep", el momento de mayor energía canalizada desde la banda hacia el público.

Y así concluyó el recital, que a muchos se les habrá pasado volando a pesar de que fue, en rigor, bastante largo y hasta predecible por momentos. Quizás la próxima vez (si es que la hay) se pueda pensar en algún gesto radical, como que de repente la banda mande todo al mismo demonio y se lance a una improvisación disparatada sobre "Insterstellar Overdrive", por ejemplo, rescatando un poco esa inestabilidad volátil de los primeros años de Pink Floyd, para que el estadio no termine pareciendo una extensión un poco más grande del living de nuestras casas, donde pasivos y aletargados nos abandonamos a una música placentera. La prolijidad milimétrica de los álbumes de la era clásica, excelentes como son, no agota, ni mucho menos, el extraordinario aporte que la banda de Waters, Gilmour, Wright, Mason (y Barrett) han hecho a la historia de la música.

Este detalle, no obstante, queda reducido a una oblicua nota al pie en lo que fue un espectáculo desbordante tanto artística como técnicamente y que, más que nada, tuvo la grandeza de traernos a Sudamérica esas enormes canciones que en realidad ya estaban, desde siempre. Y si en las noches de River el primer despunte de "Breathe", el descontrol final de "Sheep" o la honda tristeza de "Wish You Were Here" alcanzaron las fibras de todo lo que esta música ha sintetizado en las vidas de los presentes durante tantos años - aquella amistad, aquel amor, aquella soledad - entonces no habrá crítica que valga. Es cuando las palabras no tienen ya más función que cumplir.


PD: Leyendo las notas acerca del concierto aparecidas en los principales diarios argentinos me quedé perplejo ante la incompetencia sistemática del periodismo local para escribir el título del segundo álbum de Pink Floyd ("A Saucerful Of Secrets"). La Rolling Stone (o sea, La Nación) lo llama "A Source Full Of Secrets" (sic). Clarín se acerca un poco más, pero tampoco la pega: "Asauserfull Of Secrets" (sic), además de llamar al disco solista de Waters "A Mused To Dead" (sic!!) y establecer que "Vera" es un simple de 1979 (Gran política de chequeo de información eh?). Página zafa porque su crónica no menciona el disco, e Infobae zafa porque no presentó aún su crónica, ocupado con titulares de sección claves como "Claudia tiene una nueva oportunidad en Gran Hermano" y "Florencia de la V ahora es rockera". Veremos quién es el primero en acertar.

martes, 6 de marzo de 2007

Noticias de la Guerra (Letters from Iwo Jima)


He's a hero of the war
All the neighborhood is talkin' 'bout your son
Mrs. Reiley get his medals, hand them 'round to everyone
Show his gun to all the children in the street
It's too bad he can't shake hands or move his feet

He's a hero of the war
You can see his picture in the local news
Mrs. Reiley seems the girl next door is nowhere to be found
Once you couldn't keep that boy from hangin' 'round
Never mind dear, you're with your mum once more

He's a hero of the war
Like his dad he gave his life the war before
It was tragic how you almost died of pain when he was born
With no husband there beside you through it all
Ring the bell if you get hungry or you fall

You're a hero of the war
Why those teardrops on your cheek? it's so absurd
Feelin' empty it's the emptiness of heroes like your son
And what made him leave his mother for a gun
Driven forward driven back and nothing more


Scott Walker
Hero Of The War
Scott 4 - 1969


Tengo problemas con las películas bélicas. He visto unas cuantas, la mayoría muy buenas, pero usualmente me quedo con la insatisfactoria sensación de que el mensaje no es completo. Siempre llego a la misma conclusión: por más explosiones, llantos y ríos de sangre que se muestren en pantalla, un filme nunca podrá comunicar cabalmente la locura de la guerra. Nunca podrá, lo ilumino con otras palabras, lograr que el espectador comprenda en carne propia lo que puede significar para una persona ser arrancado de su vida, reducido a soldado y llevado al desperdicio de una muerte y/o mutilación dictada por burocracias invisibles.

Tal falencia carece de peso en películas que utilizan la guerra como mero contexto para contar alguna aventurita de acción y suspenso (Caso True Lies, por citar un quasi-ejemplo). Pero las grandes épicas bélicas, como Letters From Iwo Jima, son en realidad anti-bélicas en su expresión y siempre quieren contarnos algo más: contarnos, básicamente, que la guerra es una mierda. La aventura y la acción pasan a un plano secundario; lo que se resalta es el descenso espiritual que implica la guerra moderna para un combatiente, en franca oposición a discursos tradicionales que enaltecen abstracciones como el "honor", la "hombría", el "patriotismo" y el "orgullo" de pelear por la nación.

En realidad, el mensaje es claro; pero como espectador lo que hago es descifrarlo a partir de las imágenes e incorporarlo a una suerte de base de datos junto con otros mensajes tales como publicidades, recortes de diarios, noticieros, etcétera. Entonces queda en mi cabeza una bonita colección de enunciados: "sí, el soldado se volvió loco por toda la cagada que lo rodea", "sí, pobre tipo, qué garrón debe ser saber que te vas a morir", "sí, mala leche la esposa que se queda viuda", "sí, qué triste cuando el otro se muere en la explosión" y "sí, la verdad es que la guerra es una mierda, viejo".

Hasta ahí todo fenómeno. Entiendo el mensaje y, aún mejor, me pongo totalmente de acuerdo con él. Pero nunca, nunca jamás, logro abarcar realmente lo que le pasa a los soldados. Veo montada en la pantalla toda esa destrucción, esa muerte, ese dolor, ese sintentido; entiendo racionalmente la trama y también sé que no es un invento sino algo que incluso está pasando ahora mismo en Irak. Ahora, salgo del cine y me voy a mi casa tranquilo a dormir o a tomar unos mates. Me olvido del tema. El muerto, el mutilado y el que está por morir pasan a ser anécdota, objeto de comentarios con conocidos que vieron la película. No soy insensible: la realidad de la guerra debe ser de una dimensión tan grotesca, tan terrible y tan alejada de mi órbita que no me queda otra que ser sustancialmente ajeno a ella. Y así como la enésima noticia sobre 34 muertos en Irak pasa de página para llegar a la sección deportiva, las crueldades de Iwo Jima quedan atrás cuando uno vuelve de ver la película y se reencuentra con lo suyo.

En contraste con otro tipo de emociones que se pueden ver plasmadas en la pantalla en simetría con la propia vida, las emociones de la guerra sobrepasan el entendimiento normal, y no pueden ser completamente encapsuladas en una película. Los guiones que tratan sobre, por ejemplo, problemas de pareja, alienación en la gran ciudad o conflictos laborales, se encaminan fácilmente a ser comprendidos en cuanto el espectador pone en juego parte de su propia experiencia para darles sentido completo. Una película de guerra es, en lo que a las emociones de los personajes respecta, una caricatura. El espectador que no sabe lo que es estar en la guerra no puede entender con exactitud qué pasa por la cabeza y el corazón de un combatiente, aunque lo vea en pantalla. Cómo será así que, en la realidad, los soldados que vuelven cuentan poco de lo que han visto; ni siquiera ellos tienen palabras. El esfuerzo de un filme bélico tiene una enorme validez artística, pero conlleva una limitación congénita difícil de remediar. Es el precio, pienso, de aventurarse con un tema de semejante complejidad.

Más allá de tal visicitud (y sí, necesité cinco párrafos para explicarla, vaya economía), Letters From Iwo Jima tiene el mérito de ser una de las películas del género que con mayor simpleza ponen sobre la mesa su mensaje. Sin recurrir a los excesos alegóricos de un Apocalypse Now o al distractivo humor negro de un Full Metal Jacket, la película expone a la vista del espectador ni más ni menos que lo que necesita para expresar lo que se propone. Por eso, además de sus escenas de combate impecablemente filmadas (recuerda mucho a Saving Private Ryan, que no casualmente narra un episodio contemporáneo como el desembarco en Normandía) y de un guión que no escatima en momentos de cortante tensión, la película consigue dar relieve al aspecto más hondamente humano de los supuestos estrategas y hombres de hierro del campo de batalla.

El soldado es, antes, un ser humano. Y para el ser humano, enfrentado a la situación límite de la guerra, muy en el fondo no significan nada el tan mentado "honor" ni la tan mentada "patria" en comparación con todo aquello que lo sigue invitando a la supervivencia: la familia que está en casa esperando, las cosas del vecindario que siguen su marcha, el mundo que más allá de las nubes de pólvora sigue respirando. Letters From Iwo Jima es un poderoso manifiesto no sólo contra la guerra en general, sino contra el militarismo: el soldado convertido en una máquina de matar, insensible para la piedad y sin el más mínimo apego a la vida, sometido a técnicas de imbecilidad servil y suicidio "patriótico". El hombre deformado para que sea simplemente un autómata más en la gigantesca industria de la guerra.

Los personajes principales de la película de Eastwood no revelan su grandeza en tanto artífices de heroicas hazañas militares en una campaña predestinada al fracaso, sino como rebeldes de corazón ante la implacable logística que los condena. Con esa rebeldía, impotente y plena de desesperanza, estará la simpatía de los que fuimos a ver Letters From Iwo Jima.

miércoles, 28 de febrero de 2007

Anatomía de la modernidad


El cuerpo popular no supone frontera alguna. Se trata tan solo de una partícula inmersa en el viento cosmogónico del universo, en ese fluir impreciso donde se entremezclan y reencuentran permanentemente todos los estados de las cosas existentes. No hay separación entre un sujeto-cuerpo y un objeto-naturaleza. La piel no es una muralla divisora, sino una membrana permeable que permite al cuerpo sumergirse de manera poco juiciosa en otros cuerpos semejantes, proyectarse hacia el domino de lo impredecible, de lo caótico, de lo incontrolable, de lo misterioso. No es un cuerpo que pueda (o quiera) recluirse en esa parcela de alambre perimetral electrificado que hoy llamamos “individuo”, sino uno que deja correr sus impulsos más profundos y con ellos anega el mundo sin pruritos ni segundas intenciones. Es, por ende, un cuerpo incontrolable, sin cauce, difuso, que a través de sus cavidades jugosas y sus protuberancias turgentes se constituye en una nebulosa comunitaria con otros cuerpos. No hay sujeto. No hay individuo. Hay un mundo unificado donde todo vive. El mundo epitomizado en una plaza medieval en semanas de Carnaval, donde caen los estamentos sociales y zozobran las coartadas físicas; donde el fraseo incoherente que canta John Lennon en “I Am The Walrus” se revestiría de súbito sentido: “I am he, as you are he, as you are me and we are all together".

Es el cuerpo popular de las épocas premodernas. Ese mismo que la modernidad se encargará de aniquilar, al amparo de una implacable racionalidad matemática que primero comete la osadía de aplicar cierto principio de electrólisis al mundo, aislando así al hombre de su sustrato natural, y después nos pone en una disyuntiva: ¿A cuál de estos dos nuevos entes conceptuales (naturaleza y hombre) pertenece el cuerpo humano?

La concepción moderna nos trae algo nuevo: un sujeto, un individuo, algo que transita en la naturaleza pero que ya no pertenece a ella. Entonces, el cuerpo humano adquiere un significado mucho más problemático y ambiguo que antes. Por un lado, es aquel que reafirmará la individualidad de los sujetos al exteriorizar las diferencias a través de los rasgos físicos (sobre todo en el rostro); por otro lado, será trascendido por este mismo ente conceptual de “individuo”, a través de ciertas figuras extra-corporales como el “artista” del renacimiento. Se podría decir, con un poco de humor, que el cuerpo hace el trabajo sucio de individualizar al sujeto para que luego éste, muy desagradecido, lo desplace y lo jerarquice por debajo, como un objeto más.

Los primeros modernos se atreven a tomar posición; el cuerpo humano es parte de esa naturaleza objetivada, que no se debe comprender con las patrañas sensoriales del dolor y el placer, sino con triángulos y ecuaciones y formulitas anotadas en un pizarrón. Bajo cierta perspectiva, puede decirse que sigue siendo lo que era antes: una parte integrante que fluye por los canales del universo natural. El detalle es que ahora el papel central de la comedia de la vida lo ocupa la persona, el individuo, el sujeto. Persona, individuo y sujeto que, en un alarde de abstracción, se da el lujo de separarse de su propio cuerpo y considerarlo un elemento más de la naturaleza, una cosa susceptible de ser mensurada y calculada como cualquier potus o gatito del vecino. El cuerpo es “un otro” y, como tal, pierde su carácter sagrado.

La naturaleza, y por ende el cuerpo, se hacen controlables a través de la ciencia. El sujeto regula su cuerpo; las membranas antes permeables se pueblan de murallas y gendarmes; las aberturas húmedas que antes nos hacían mundo son ahora soeces; los fluidos corporales se privatizan y los impulsos irracionales deben ser templados. El cuerpo se cierra y se pone así al servicio del individuo racional; ese que no quiere ser parte de otros ni del universo, ese que no quiere ser invadido, ese que quiere ser él mismo y preservarse ante las amenazas de otros. El cuerpo aparece entonces concebido como una posesión más, una herramienta que le permite al individuo obtener información de la naturaleza pero sin mezclarse con ella. Vos allá y yo acá. Nadie me quita mi ser yo mismo.

Es René Descartes quien, a través de sus meditaciones, propicia las bases de esta cosmovisión. Según sus elucubraciones, el cuerpo es un elemento que, como cualquier objeto de la naturaleza sensible, se percibe; es decir, sabemos que está ahí no porque nosotros seamos ese cuerpo sino porque lo percibimos. Sentimos nuestros dolores internos, vemos nuestras extremidades, tocamos nuestra piel. Por lo tanto, el cuerpo es un ente externo; el cuerpo no es la esencia de nuestro ser; nuestro ser no puede constituirse sobre algo que tengamos que sentir como un estímulo que nos llega desde afuera sino que, justamente, debe solamente ser. “Cogito Ergo Sum”. El ser es el que tiene conciencia de esos estímulos, el cuerpo es quien los envía desde afuera de esa conciencia. Son cosas diferentes.

¿Puede considerarse que un sujeto está efectivamente dentro del cuerpo, como si éste fuera una especie de jaula? El cuerpo premoderno no era un mero portador de almas, espíritus o esencias sino un todo indivisible. Indivisible no solo con respecto a sus supuestas partes internas sino con relación a la integridad del universo natural. La modernidad, en cambio, dirá que el cuerpo es ese resto lúgubre que sigue estando cuando decimos que el individuo ha muerto; es eso que se corrompe y se marchita. Eso que podemos manipular sin culpas como un ensamblado industrial de huesos, músculos y tendones. Es “ese monstruo amable y torpe que nos ha tocado cuidar, esa sombra hecha carne que se yergue sobre dos patas como un oso y se lava a sí misma y desde dentro de su sangre”.

Pero en este entramado hay una contradicción incómoda: el individuo trasciende al cuerpo y lo utiliza, pero a su vez es su prisionero, está atado a él. Entonces aparece el problema que pone en aprietos a nuestro amigo René; conceptualmente el cuerpo objeto está separado del espíritu sujeto pero, en la realidad material… ¿Pueden ambas cosas ser por separado? ¿No siguen formando acaso parte de una ontología única que no se puede dividir más que en términos de abstracción pura? ¿Puede el alma ser sin cuerpo? ¿Puede el cuerpo ser sin alma?, o mejor dicho ¿Tiene el mismo status un cuerpo vivo que uno muerto? (Recordemos que Descartes perturbadoramente equipara su propio cuerpo a un cadáver). Si nuestro cuerpo es lacerado ¿No sufre acaso nuestro espíritu?

Más allá de los cuestionamientos, cabe advertir que este pensamiento es la implicancia a nivel filosófico de un “proceso civilizatorio” político que corresponde al moderno ejemplar. La especificidad de lo que hemos llamado “cuerpo popular” está en los impulsos liberados, en los instintos incontenibles, en el irrefrenado flujo de humores hacia el mundo a través de aberturas irrestrictas. Ese cuerpo entrelazado con la naturaleza, impredecible, volcán de pulsiones ingobernables se convirtió, en cierto momento, en un cuerpo peligroso. Los cuerpos naturales aman el caos, se destruyen recíprocamente, no pueden explicarse ni controlarse. La vida humana, por extensión, está signada por el miedo. Los espacios de la vida son entonces espacios indefinidos de oscuridad y amenazas inasequibles, espacios sin forma, ni contorno, ni lugar, donde nada puede pensarse ni anticiparse. Es el dominio del puro impulso. Del puro instinto.

En nombre de un novedoso concepto como el de “bienestar humano” (antepuesto bruscamente al bienestar espiritual de la vida eterna) se hace necesario empezar a trazar límites. Límites que contengan los impulsos corporales y repriman sus instintos potencialmente destructivos. El cuerpo debe entonces replegarse sobre sí mismo; debe cerrar las aberturas que lo comunicaban aleatoriamente con el mundo-caos y de esta manera fundar un nuevo espacio ordenado de paquetes atomizados, medibles, clasificables, previsibles, jerarquizables. En una palabra: individuos. Este es el proyecto civilizatorio, y tiene éxito. El miedo al entorno disminuye, porque éste se hace calculable. Ahora todos guardan la compostura, los buenos modos, y cualquier pequeño gesto corporal que evoque el caos animalesco de antaño es impugnado como una aberración. Nadie va a salir desnudo a la calle, nadie va a aparecer gritando desaforadamente por ahí, nadie va a vomitar en la mesa, nadie nos va a partir un palazo en la cabeza porque sí, nadie nos va a violar ni acometer indiscretamente en nuestra privada existencia. Es la moral. Es el orden. Es la seguridad. Es el bienestar.

Este proceso civilizatorio también cuenta con el cuerpo como una esencial herramienta de la técnica. El cuerpo utilitario, el “cuerpo máquina” de nuestras modernas rutinas. Una vez moralizado y atomizado, el cuerpo es susceptible de descomponerse a gusto en unidades concretas de movimiento racional, lo que permite controlar, medir, contrastar y clasificar a los cuerpos en función de maximizar su utilidad para ciertos fines. Espacios tales como la escuela, la milicia, el hospital, la oficina y la fábrica están orientados al ordenamiento de cuerpos en una suerte de “base de datos” de impecable minuciosidad, en donde cada dato es calculado y cada centímetro es medido.

Marchas militares de ineluctable sincronía y coordinación de movimientos; alumnos del colegio formados en hilera según la división, ordenados según la estatura y tomando distancia uno del otro; empleados escudriñados con cámaras de TV mientras tiempos de productividad son rigurosamente medidos y analizados en gráficos de barras. La prisión y el monasterio le han ganado a la vida: los horarios y las rutinas productivas se han naturalizado en el cuerpo. Cuerpos discretos, emplazados en jerarquías, abarcables en puntos fijos en el espacio, secuenciados según movimientos ajedrecísticos con arreglo a fines. Siempre es necesaria una clasificación, un ordenamiento, un sometimiento simultáneo sin brechas, un panóptico que permita observar a todos, un mecanismo de relojería que dicte los pasos a dar. El proceso moderno, civilizatorio o como se quiera llamarlo se encarga de que los cuerpos tengan una forma precisa, un lugar propio, un movimiento predecible; que funcione como una máquina orientada a tareas cada vez más concretas y productivas.

¿Qué poderes orquestan semejante burocracia? Poderes sin nombre y sin rostro, poderes encarnados en la misma racionalización técnica que es una ontología con vida propia, que se autoconstruye permanentemente, reafirmándose, interponiéndose como fin en sí misma más allá de la voluntad de cualquier grupo identificable de hombres. El cuerpo está al servicio de la técnica.

Y la técnica está al servicio de la técnica misma, a ese fetichismo de la productividad burguesa. Los gestos improductivos, los impulsos corporales de la animalidad del hombre se ocultan, se velan, se condenan. El cuerpo moderno se proyecta hacia su propia supervivencia, hacia un simple estar en el mundo, hacia la reproducción sistemática y medible de las formas, sin que se le permita escuchar el llamado profundo de lo natural, de lo caótico, de esas vísceras revueltas que quieren volver a eclosionar porque sí, sin preguntas, sin registros, sin historia.

Hombres modernos, somos solo agentes que, como trenes, recorremos las trazas preexistentes del entramado racional, incapaces de pensarnos por fuera de ellas, consagradas nuestras biologías finitas a la construcción del aparato técnico. No tanto trabajamos para vivir como vivimos para trabajar; nuestra existencia tiene sentido en tanto seamos útiles, en tanto seamos perfectas herramientas de productividad. Desde el más remunerado ejecutivo al más ad-honorem cadete, todos asumen su papel y saben que el trabajo es dignidad; las horas no laborables, los recreos, los momentos de esparcimiento son funcionales en tanto sirven para recuperar energías y poder seguir con lo mismo al día siguiente. El hedonismo, el relax, los lujos, la belleza, el entretenimiento industrial operan para acolchonar los bordes filosos de la máquina y evitar que el cuerpo se quiebre, o que estalle en pedazos. Pero que no se nos ocurra a definirnos como humanos a través de lo no productivo, de lo que no sirve para nada. El individuo del “piensoluegoexisto” cartesiano, el sujeto higiénico, recatado, “civilizado”, la tuerca contada y numerada en la línea de montaje; son entidades conceptuales diferentes que remiten a un denominador común: la dictadura sobre el cuerpo cárneo, ajeno, objetivo, que debe ser contenido de sus impulsos para que no falle el aceitado mecanismo de la modernidad.

El proyecto civilizatorio es mezquino. Amortigua el miedo al entorno, pero potencia un nuevo tipo de miedo; el que aparece en el interior mismo del nuevo individuo. Es el miedo que surge de la represión constante de los instintos; el miedo a la desaprobación; el miedo al estado que vela por el orden; el miedo a la sociedad que lo juzga todo con ojo avizor; el miedo a los desvíos oscuros del camino, el miedo a las miradas fijas y a los cuerpos que se aproximan demasiado. Es la vergüenza, es el pudor, es la culpa, es rendirse ante un súper-yo dominante que absorbe las presiones externas y las retransmite desde adentro, las hace internas. El individuo moderno es pura tensión entre un manojo de impulsos y una dura restricción moral. Y de esta contradicción se nutren nuestras frustraciones, locuras y crímenes, que proliferan en esos inmensos océanos de insatisfacción llamados ciudades.

Y aún así, empotrado en un destino parcelado y etiquetado de herramienta, el individuo moderno le teme, más que nada, a la muerte. Hablar del instinto básico de supervivencia no alcanza para explicar el fanatismo por las cirugías estéticas, el terror de la vejez, el fetichismo de la “vida sana”, el dolor insoportable de la pérdida, el alargamiento obstinado de la vida, incluso a través de sueros y respiradores cuando apenas quedan signos vegetales ¿Qué nos ata tanto a este mundo-fábrica? ¿Qué nos impide encontrar sentido alguna a la idea de dejar de existir? Acaso la ingenua idea del progreso, de que la inteligencia del hombre es capaz de lograr en la vida terrena la verdadera felicidad, aquella que la vida en el Reino de los Cielos había prometido una vez a los religiosos. Pero la inteligencia del hombre no domina; sino la de una máquina anónima que, a través de esa promesa de felicidad, nos mantiene vivos antes que muertos. Porque así le convenimos: con este apego apasionado a una existencia miserable.

viernes, 12 de enero de 2007

El espejo del río (Despedida)

El micro me arrastraba de vuelta a casa a través de una noche de color púrpura. Yo iba junto a la ventanilla, y con la mirada puesta en la llanura procuraba atenazar la distancia indivisible. Probablemente nunca olvide que estaba con los auriculares escuchando la hermosa "Lay Down Your Weary Tune" de Bob Dylan y que justo cuando cantó los versos "I gazed down in the river's mirror / And watched its winding strum" el micro atravesó como un rayo el puente sobre el Río Colorado. El sincronismo fue tan perfecto que tuve la oportunidad de imitar a Dylan y sospeché que indudablemente su voz me iba narrando a mí mismo; miré hacia abajo y alcancé a adivinar olas oscuras que se iban desgajando bajo alguna luz espectral. Me invadió una tristeza imposible de evitar; en ese mismo instante dejábamos atrás la provincia de Río Negro. Cerré los ojos y pude contemplar un inmenso océano verde. Era, después de todo, un buen momento para sentirme solo otra vez.

I gazed down in the river's mirror
And watched its winding strum.
The water smooth ran like a hymn
And like a harp did hum.
Lay down your weary tune, lay down,
Lay down the song you strum,
And rest yourself 'neath the strength of strings
No voice can hope to hum.

Bob Dylan, 1964