martes, 6 de julio de 2010

Los caza-pitos

No están agazapados y la ética no es una de sus cruces. Su mal disimulo se ve frustrado por una ocupación indiscreta del espacio; una proxémica no del todo encuadrada en las convenciones del buen gusto. Lentos cazadores olfateando presas fáciles, no se advierte en sus cuerpos esa premura - frecuente en los lugares públicos de paso - de orinar lo antes posible y huir mudamente de aquel concurrido antro de criptas minjitorias. Un leve zigzagueo perdido; una quisquillosa inquisición para escoger uno entre tantos orinales - vacíos e idénticos -, un brusco reflejo de arrepentimiento injustificable; todo un mapa de itinerarios poco naturales que obligan a abrir de par en par las puertas de la sospecha.

¿Quiénes son estos agoreros pajarracos de rostros inquietos y culpables que han hecho del baño de caballeros de la terminal ferroviaria de Retiro su tertulia predilecta?

No hace falta más que disponer de uno de los minjitorios vecinos a su influjo para comprender la esencia de tan obstinada repesca. Allí donde uno - que solo tiene las más cándidas intenciones para con la propia vejiga - se ha apostado pacíficamente, allí se avendrá uno de estos centinelas, situándose amenazadoramente en el orinal contiguo aun cuando quedan otros tantos allá lejos, libres y a la deriva. La proximidad ante todo, pues ella es la llave para la consecución de su anhelo: un avistaje franco de nuestro vulnerable y otrora honroso pito.

Los aficionados a la contemplación de pitos de terceros en baños públicos son una casta harto extendida en las febriles metrópolis del globo, aunque es inexacto lo que se sabe acerca de ellos. A diferencia de otras tribus urbanas, no suelen estar lookeados de un modo particular y su aspecto rara vez difiere del del viandante promedio, si bien se les ha detectado - a juzgar por el rabillo del ojo, puesto que ninguna de sus víctimas se ha atrevido jamás a mirarles el rostro - cierta tendencia estadística hacia el corte casquito y un físico menesteroso, corroído por los infortunios de la vida. Se desconoce, por ejemplo, si su meticuloso turismo sanitario es la expresión de un romanticismo adolescente no resuelto, un simple relevo científico de formas y tamaños o una particularísima danza de cortejo que prologa la ejercitación de algo más que la retina, como pueden ser fauces u ortodoncia.

Lo que sí se sabe es que estos especímenes transitan un adictivo deleite al escudriñar pitos de diversa índole y que, en su adhesión al principio del placer, convierten al orinador casual - hombre decente y de familia - en rehén y subsidiario de su ilegible fetiche. Una vez seleccionada la presa y usurpado el orinal contiguo, el caza-pitos abandona por fin todo rasgo de distancia emocional para fijar de lleno su mirada pérfida sobre el inocente pito trashumante que, sin advertir totalmente el peligro, se ha asomado para cumplir con su función vital antes o después del largo viaje. Mientras esta mirada (ya lanzada, ya obscena) se derrama como miel pegajosa sobre su cada vez más desorientada presa, el caza-pitos homologa su propia variedad, sensiblemente risueña, con el propósito de auto-proporcionarse un ancestral repertorio de caricias complementarias.

A esta altura, la víctima ha comprendido que el peligro ha dejado de ser esa inminencia con la que se convive diariamente en cualquier baño de caballeros, para convertirse en una palpable realidad. La primera reacción defensiva es la negación involuntaria a continuar con la tarea que allí lo había convocado, al advertir de reojo los bruscos movimientos reculatorios que tienen lugar en torno al prepucio adyacente y al confirmar de forma intuitiva que el campo visual del vecino se orienta con grávida precisión a la propia faena. Como efecto secundario, y a nivel subconciente, puede dispararse un sentimiento de súbito autodesprecio si la víctima comprueba que el miembro atacante ostenta un fuselaje que desborda inesperdamente los propios estándares.

En sentido contrario, es dado ocurrir que en ciertos casos el caza-pitos curtido en mil batallas se encuentre con un panorama decepcionante con respecto a las esperanzas previamente abrigadas por su paladar negro. En tal caso, decidirá enfundar con rapidez para cambiar de objetivo visual, lo cual lo obliga a una conmutación súbita de un orinal a otro, un gesto aparatoso que no suele pasar desapercibido para los observadores finos. Las víctimas han confesado en reiteradas ocasiones que si bien el ataque de un caza-pitos supone un vituperio silencioso, más ultrajante resulta aún la desilusión del mismo atribuible a unos recursos naturales poco robustos o que, simplemente, atraviesan un mal día. Se produce así una variable harto secreta del síndrome de Estocolmo: la víctima del escrutinio se siente tal pero, subsumida bajo el noble rechazo, persigue la aprobación de ese ojo crítico que se sabe jerarquizado para emitir un dictamen contundente. El alivio de pasar desapercibido se torna, pues, agridulce.

Evitar el asedio los caza-pitos es una misión que requiere un ojo atento y cierto arte de escaparse. Lo más sencillo es esperar a la privacidad justa en un escenario menos dado a la verbena. Si se quiere, no obstante, poner a punto la resistencia a la mirada no fortuita del otro, o bien explorar los rebordes sórdidos de la a veces demasiado anodina vida urbana, el baño de Retiro - con su séquito de turbulentos vijías - es el lugar más apropiado para tal fin.

2 comentarios:

Lorena dijo...

jajajajajajajjajajajajajajjaa

Samuel dijo...

Tus lectores de Santiago pensarán que hablas de cigarrilos, xD